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NAUFRAGOS

Nos decidimos por fin. Después de hablarlo durante varios días hasta el cansancio los más reticentes terminaron aceptando aunque sin mucha convicción. El plan se cumpliría a la hora de más calor, cuando no hubiese nadie en la calle. Justo, que era el más fuerte, los dos altavoces, uno en cada mano; Javi el micrófono del altar, el amplificador, los pedales y los cables. La batería era imposible por grande y pesada, pero el Chozas "tomaría prestados" los bongos de las niñas del coro, las maracas y una guitarra más, por si hiciera falta. Mientras durara el asalto, alguien tenía que retener al cura en la sacristía con la puerta cerrada, más que por el ruido, que con eso ya tendríamos cuidado, para que no pudiera ver el tránsito de ladrones por la escalera del coro: Ese alguien era yo. Entre decidido a no fallar porque se confiaba en mí, pero sin pajolera idea de lo que iba a decirle a don Aniceto para distraerle. Se me encomendada la misión de mantenerlo atado con mentiras y palabras hasta que alguien desde afuera gritara la consigna que acordamos.

Me dio ánimos encontrar al cura solo, relajado y feliz, fingiendo algún asunto entre los papeles de su mesa. Note que estaba descalzo, tanteaba el mármol con los pies para dulcificar el caluroso tormento de su estricta sotana. Fue decirle la palabra problema y me salió con uno de sus golpes:

-¿El problema es tu novia, verdad?
Me clavó la mirada:
-¿Que te ha hecho tu novia?- ¿Eh?
Aquel cadencioso "eh", me provocó el sonrojo que necesitaba para darle la veracidad adecuada a mi trama. Si algo me había torturado durante aquel tiempo y merece que se cuente es el miedo que tenía a ruborizarme. Uno mismo, sin quererlo, emplea su información más privilegiada para ridiculizarse del modo más eficaz posible, delante de quien menos le conviene. Pero por alguna extraña razón con ciertas personas no me importaba sonrojarme, y el cura era uno de ellos: nunca lo había visto hacer comentarios al respecto, o así lo creía yo entonces. Con el cura me sentía a salvo. Ahora reconozco que yo era tan feliz en aquel tiempo que las alusiones al rojo de mis mejillas casi contenían todos mis temores. Alguna vez me sorprendió la certeza de que me gustaba verme así como un tomate; me equivoque de plano dejando pudrir la idea que por aquel entonces me parecía absurda.

Don Aniceto no paraba de hablarme del pecado que siempre acecha a la edad tierna del hombre, y de no sé quien que después de una noche de verbena dejo embarazada a su novia en la discreta complicidad de los pinares del Canódromo. Al bueno de Justo le pasaría lo mismo años después. Para decir verdad, Justo dejo preñada a la novia dos veces. El primer embarazo se saldó con tres días de bronca y palizas, después las dos familias llegaron a un forzado acuerdo: la pareja se iría a vivir a la casa de Encarni y su hermano que le llamaban el Mocos o Antonio a secas, se iría con la Seba, su hermana mayor ya independizada, para dejarles el cuarto libre. Sin haber hecho nada, la madre de Encarni pasaba a tener uno más en la mesa. Ella, el marido, tres hijos varones y la nueva pareja dormirían comprimidos en la casa más chica que he visto nunca. El futuro desterrado anduvo mohíno por unos días, nadie se atrevió a llamarle "Mocos" hasta que le vino de nuevo el gusto por la pelota.

Cuando ya todo estaba preparado para que Justo dejara de vivir con sus padres para irse a vivir bajo la tutela de la suegra va la Encarni y aborta. Otra vez se montó el Tiberio. Las familias reanudaron las visitas y las discusiones interminables y al cabo de unos días, no sé porqué se llegó de mala gana al razonable acuerdo de que las cosas volvieran al principio. Pero no habían pasado ni seis meses cuando la Encarni se queda preñada de nuevo. El follón me acuerdo que fue enorme, se pegaron incluso padre e hijo. Al final todo quedo en un discreto recuerdo, una niña preciosa y un dicho: Más robusto que la “picha” de Justo. Mi entrañable amigo hizo una espléndida y breve carrera militar para ofrecer sobrado cobijo a su familia. No tenía más que a esa hija cuando murió de repente una mañana de rutina.

El cura mientras seguía y seguía cabalgando por el sexto mandamiento mientras yo lo miraba sin escucharle, porque tenía el oído puesto en lo que estuviera pasando fuera. Ni un ruido. Me inquietaba tanto silencio porque el Chozas era torpe y sin duda tropezaría con algún banco. Sentí un escalofrío en el estómago imaginando que se habían rajado por el miedo, que me dejaban solo, que no podría quitarme al cura de encima por toda la eternidad.

¡Mahoma!, ¡Mahoma! ¡Mahoma!

El grito de retirada entró tan fuerte que Don Aniceto se quedó un momento pensativo y tal vez alarmado. Yo traté de mantenerme indiferente, no podía hacer otra cosa. El cura por fin volvió al asunto del "güevo":
-¿Que quieres que le diga al niño? ¿Que me los enseñe? ¿Que me enseñe los "güevos"? Todo el mundo tiene uno más caído que el otro, pero si te los tocas, son iguales de grandes. Amenazaba con contarme que para conformar al niño le pidió que le hiciera dos bolitas de papel, pero lo paré en seco:
Me tengo que ir padre- Solté poniendo cara de espanto. Quise simular la urgencia de una vergüenza fisiológica mayor, pero en secreto: no podía ni tan siquiera insinuárselo porque sin remedio, me mandaría al baño de la escalera. Me fui manteniendo el tipo solemne hasta más allá incluso del radio de acción de su mirada, por si acaso sospechaba algo. Volé rápido las escaleras y corrí calle arriba. Recuerdo que hacia tanto calor que me quemaba la cara.

Ante mí, la maravilla; allí estaban todos, a mitad de camino, cargados de bultos hasta las orejas, apestando a culpable. El Javi apretaba los labios para no descojonarse de la risa. Yo no pude aguantar más y me solté como un loco a reír; y ellos, asustados, a correr cada vez más. Aquella malicia mía los puso muy nerviosos, pero a cambio me sentí por un momento el dueño del mundo. Di alcance a Justo para ayudarle con un bafle.
Al principio no hubo problemas en la terraza, pero con tanto calor, el aparato de válvulas se puso al rojo vivo cuando aun no habíamos ni afinado los instrumentos. En esto que el Chozas enciende un porro. Nunca he conocido a nadie que hiciera los porros tan cargados. Pasado un rato, ya nadie se acordaba del amplificador. Toda la esencia del Universo flotaba en la música. La gente que pasaba, cada vez más concentrada alrededor de la casa, discutían entre ellos protestando y mirando a todos lados como si nos buscaran, pero a nosotros nos importaba todo eso un bledo. Aprovechando un momento de respiro, Justo se afinó la voz más que de costumbre, quería decir con eso que rozaba el clímax de su actuación y se disponía a cantar "Let it Bee". Me miró para que no empezara con un punteo de los míos. Ya se sabe que los solos de guitarra siempre han sido mi pasión, y a veces también mi disgusto. Una vez deje al cura esperando con las hostias más de lo que requiere la humana cordura. Los feligreses protestaron airados después de misa, una vez liberados de la obligación de la divina compostura. Tardaron en olvidar el incidente pero gocé un montón viéndoles participar de mi música.
Cuando no podía ir mejor nuestro concierto improvisado, el amplificador hizo un ruido extraño, como si tuviera un motor dentro, y dejo de funcionar. Estábamos tan desconcertados que nos entró de pronto una especie de prisa nerviosa por llevarlo todo a la Iglesia, como un pánico irrefrenable. El colocón y los nervios daban para reír hasta hartarnos. Sin decirlo, sabíamos que había llegado la hora del desastre, y para colmo, a cada momento nos venía la risa tonta. Yo salí primero, para encerrar otra vez al cura en la sacristía. Los demás, cada uno con su carga, esperaban agazapados en la esquina que nos pareció más segura. Desde la escalinata, a pocos metros del umbral de la Iglesia, oí que una vieja les regañaba levantando los brazos, pero me calmé viéndoles a ellos tranquilos: esa mujer le hablaba siempre así a los niños.
Don Aniceto, nada mas verme, me puso la mano en el hombro y me llevó derecho a la sacristía. Cerré la puerta. Allí hablamos sobre su tema favorito:
- Meterle la mano a la novia no es tan pecado a tu edad, lo malo es que cuando las mujeres se te acostumbran al gusto, necesitan siete u ocho hombres y terminan engañándote. Yo me imaginaba a mi Chiqui con ocho tíos a la vez y me daba morbo.
Me vino como a traición la pregunta a la mente:
-¿Usted cree que soy atractivo Padre?
Se quedó tieso, no sabía que decir; pero una vez recuperado pasó a la acción:
- Bueno pues... ¿Por qué me lo preguntas?
- Verá, no lo sé, -dije- pero tampoco sé si soy guapo o no, y eso es lo que yo quiero que me diga porque de usted me fío. ¿Cree usted que si me dejara mi novia alguna mujer se enamorará de mí algún día?

Me explicó que todos tenemos nuestro propio atractivo, que se era guapo de lejos y de cerca. Los guapos de lejos ligan mejor paseando, andan enderezados, no son gordos ni demasiado flacos; tener mucha cabeza para ser guapo de lejos es un problema. Los guapos de cerca tienen la cara bonita, proporcionada; valen más para las conversaciones. Hay guapos que son tristes de cara y guapos de cara alegre, o de cara sosa...
Lo vi tan ilusionado con el ingenio de su argumento sobre la belleza que me empezó a entrar de nuevo la risa, menos mal que él trataba de hacerse el gracioso. Al irme, me dijo esto:
- Ya sabes, si les das mucho gusto, te ponen los cuernos.

Salvador Crossa Ramírez. http://www.lagotaquecalmaelvaso.es

Texto agregado el 21-07-2012, y leído por 96 visitantes. (0 votos)


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