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La tarde de Don Armando
Leopoldo Jahn Herrera, Septiembre 2.000






¡LETICIA!, ¡LETICIAAAAAAA!, ¿CUANTAS VECES VOY A TENER QUE LLAMARTE?. A Don Armando Martínez se le brotaba una vena del cuello cuando gritaba de esa manera, y casi siempre le sobrevenía un ataque de tos espantoso, que usualmente calmaba con una copa de brandy. ¿Y quien se lo iba a impedir?, a los setenta y cinco años de edad, podía tomar y comer lo que le diera la perra gana, y ya no había esposa ni hijos que se lo prohibieran. Sólo quedaba Leticia, aquella muchacha (tenía ya cincuenta y cinco años, pero para Don Armando todo el que fuera diez años menor que él era muchacho) cuyo único mérito para haber durado tanto tiempo en la casa de Don Armando era el nunca entrometerse más de lo debido en los asuntos personales de aquel engreído hombre.

- Aquí estoy Don Armando, me tardé porque estaba preparándole su café. Aquí lo tiene, caliente, como siempre, y sin azúcar – Leticia le colocó la pequeña bandeja de plata en la mesita redonda al lado de su butaca, y se fue sin hacer ruido y sin ofrecerle nada más. Sabía que si se quedaba un par de segundos más de lo requerido estaría tentando a Don Armando para que le criticara el peinado, el vestido, los zapatos, la gordura, o cualquier otra cosa que a aquel viejo amargado se le ocurriera, sólo para humillarla un poco. Además, seguramente después del café comenzaría a tomar brandy o vodka, y prefería hacerse la loca para no traerle las bebidas, aunque sabía que de todas maneras él se las serviría sólo.

Don Armando sorbió el café mientras todavía estaba muy caliente, dejando el paladar listo para comenzar a tomar su brandy favorito. No, esa tarde bebería vodka. Un Finlandia en las rocas le caería muy pero muy bien. No quiso perder tiempo llamando a esa estúpida mujercita que aunque no le combatía su vicio le servía a regañadientes y con una mala cara, así que a duras penas se levantó de la butaca y con la ayuda de su bastón caminó los seis o siete metros que lo separaban del bar. Sacó su vaso favorito y una botella medio vacía (o medio llena) y se sirvió. Se dio cuenta de que para obtener hielo debía e agacharse para abrir la pequeña nevera empotrada en el mueble de caoba, y decidió no hacerlo. Se tomaría el licor puro. Justo cuando iba a dar el primer sorbo, se dio cuenta de que Leticia había llenado la pequeña hielera de cristal tallado que tenía justo enfrente. La condenada le conocía las mañas, así que prefirió dejarle todo listo para que pudiera disfrutar de su vicio por el alcohol en la más perfecta soledad.

Don Armando, el Don siendo un título obtenido por vejez más que por respeto, tenía diez años exactos viviendo sólo, en su apartamento de La Castellana. Su esposa, Virginia, lo había abandonado hacía veinte años, cuando no aguantó más los abusos verbales, y a veces hasta físicos, de los cuales había sido objeto por casi treinta años. Armando había sido golpeado por aquella decisión de su mujer, pero ya se había repuesto de eso. Lo más duro había sido el ser olvidado por sus hijas y dejado a un lado por los nietos.

Gabriela y Andreína habían sido la luz de su vida. Esas dos preciosas criaturas, a las que recordaba siempre como cuando tenían seis y tres años respectivamente, se habían convertido en excelentes madres y esposas, y se habían ocupado diligentemente de su padre una vez que ocurrió el inesperado divorcio. Gabriela se había llevado a su padre a vivir con ella, su esposo y sus hijos, para no tener que dejarlo sólo. Andreína había hecho lo mismo con su madre. Al poco tiempo de convivir juntos, Armando comenzó a insultar al esposo de Gabriela, Marcos, por casi cualquier cosa que éste hiciera. Le llamó vago, inútil, mal padre, insolente, pendejo, y todo lo que se le ocurriera. Marcos soportaba estoicamente los ataques de aquel viejo insoportable por el sólo hecho de ser el padre de su mujer, quien angustiada no hallaba la manera de paliar la situación. Lo peor era cuando sus hijos, quienes adoraban a su padre y respetaban a su abuelo, estaban de por medio, ya que Armando no reparaba en ellos cuando de insultar se trataba, sobre todo si el alcohol estaba presente. Además de todo, y para empeorar las cosas, se dio a la tarea de hablar mal de su ex esposa delante de los niños ¡Le hablaba horrores de su abuela a los pequeños!. Menos de un año después, Gabriela se vio forzada a pedirle a su padre que se fuera de la casa. No lo botó ni mucho menos, sino que le consiguieron un apartamento entre ella y su hermana, le pusieron una empleada que se ocupara de él, y le sugirieron que sería mejor para todos que viviera sólo. De todas maneras, se verían a menudo y ellas le llevarían a sus nietos frecuentemente.

De eso hacía ya mucho tiempo, y a sus hijas y nietos los veía únicamente en cumpleaños, cuando se aparecían en su apartamento con los niños pero sin esposos. Recordaba esas espaciadas visitas en las cuales se veía que los niños eran prácticamente arrastrados a ir bajo algún tipo de amenaza, como si visitar al abuelo fuera una especie de castigo. Los ¿Cuando nos vamos mamá?, comenzaban a fluir luego de la primera media hora, avergonzando a sus hijas quienes lo trataban diligentemente, pero con la cortesía de quien es muy educado para dejar ver su incomodidad por estar en algún sitio.

Don Armando lanzó una mirada alrededor de su estudio, el sitio en el cual pasaba casi la totalidad de sus horas de vigilia, que cada vez aumentaban. Miró las fotos sobre la mesita al lado de la puerta y se dio cuenta de que ninguno de sus cuatro nietos tendría mas de seis años en las mismas. Ya Marcos Antonio, el mayor, tenía veinticinco años y quizás pronto tendría bisnietos. Ese era su nieto estrella. Fue un gran deportista, ganador de innumerables medallas de natación. Incluso había representado a Venezuela en los Juegos Panamericanos de Buenos Aires en el 2016. Cuando Marcos era pequeño y jugaba beisbol en Los Criollitos, Armando no se perdía un juego. Marquitos, como le decían sus amigos, era la estrella indiscutible de su equipo, un bateador de poder y lanzador a la vez. Cada vez que conectaba un cuadrangular, luego de pisar el home se dirigía a donde estaba sentado su abuelo, y por entre la reja de malla ciclón le decía “Este lo conecté para ti abuelito”, y proseguía su celebración con sus compañeros. Aquel muchacho era la viva imagen de un Armando joven, y verlo le recordaba sus propias hazañas deportivas. Miró hacia los estantes que estaban sobre la televisión y vio sus muchos trofeos, que había atesorado durante años y de los cuales se sentía particularmente orgulloso. Marquitos tenía uno igual en su cuarto, el cual Armando había fabricado con sus propias manos como su regalo de quince años.

Al recordar ésto, se llevó las manos a la cara para contener las lágrimas. ¿Porqué había dejado que la vida se le escabullera entre las manos?, ¿Cómo había logrado alejar de sí a todo el que lo quería?, ¿Las Navidades, aquellas reuniones donde la alegría era el lugar común, donde todos olvidaban los rencores para estar juntos una vez más?. Recordaba con particular dolor las fechas decembrinas. Cuando sus hijas estaban todavía pequeñas, de seis y tres años, como las recordaba, y él se disfrazaba de Santa Claus para traerles los regalos. Virginia les ponía sus pijamas, las acostaba, y poco después él hacía su entrada vestido con el gran traje rojo y una espesa barba de algodón, con su bolsa de regalos al hombro. La felicidad de aquellas niñas no era descriptible con palabras. El brillo de sus ojos inocentes fascinados con la aparición era algo que no había encontrado jamás en otros ojos, y a menudo soñaba con ellos, ansioso de poder ver una mirada así algún día. Pero no se engañaba. Eso no sucedería jamás. Lo pudo haber sentido con sus nietos, pero había botado a la basura la oportunidad de hacerlo.

Don Armando tomó el último trago de vodka de la botella y sin pensarlo dos veces agarró la botella de brandy. Bebió directamente del pico, y se sentó de nuevo en su butaca. Tres tragos después, cayó en un estado de inconsciencia, en el que lo encontró dos horas después Leticia, quien además se fijó que el pobre viejo se había orinado encima de nuevo.











¡Abuelo, abuelo, a despertarse dormilón, ya vamos a cantarle cumpleaños a Andy, vente!.

Armando se despertó y vio como lo rodeaban las caras alegres de tres de sus nietos. Marquitos lo había tomado por una mano.

- Vamos abuelo, te ayudo – Le dijo su nieto mayor, quien siempre estaba pendiente de él. Se incorporó de la silla, y se dio cuenta de que estaba sudando copiosamente. Se había quedado dormido en pleno jardín, a las cuatro de la tarde, y había soñado cosas horribles que afortunadamente ya no recordaba. Eso le pasaba cuando dormía con calor. Pesadillas.

- ¡Aja, menos mal que me llamaron, ya iban a cantar cumpleaños sin avisarme!, ¿Dónde está la cumpleañera? – Dijo Armando, quien tenía la costumbre de sentarse a cualquiera que fuera el nieto homenajeado en sus piernas mientras le cantaban el cumpleaños feliz. Andy, diminutivo de Andreína, su nieta más pequeña y homónima de su madre, apareció con un hermoso vestido azul que él mismo le había regalado, acompañando a sus hijas hasta la tienda para escogerlo personalmente. Un mesonero se le acercó para ofrecerle un trago y Armando escogió una Coca-Cola. Hacía por lo menos veinte años que no tocaba el alcohol, a no ser por la ocasional cervecita fría que compartía con sus amigos, y ahora con Marquitos, cuando iban al estadio a ver juegos de pelota. Los niños se arremolinaron alrededor de la mesa, decorada con los motivos de alguna película de Disney que él no conocía, pero que seguramente estaba de moda. Los nietos, como de costumbre, se agolparon alrededor de él, con Marquitos parado justo detrás, apoyando ambas manos en sus hombros. Armando se fijó que no se había quitado todavía el uniforme desde que terminó el juego, ¡Que partido! , su nieto había conectado tres hits, incluyendo un jonrón, que se lo dedicó como siempre.

- ¿La abuela, donde está la abuela?- Gritó Luis Ignacio, otro de los nietos - ¡Ya vamos a tomar la foto!. Ah, la foto, pensó Armando, que le encantaba que tomasen esos retratos donde él y su esposa se sentaban en sendas sillas con toda la familia alrededor. Lo hacía sentir como un patriarca, o algo así. En todo caso, era algo que le satisfacía mucho. A su edad, pensaba que cada foto familiar podía ser la que sus hijas miraran en el futuro y dijeran ¡Y pensar que esta es la última que nos tomamos antes de que muriera!.

- ¡Aquí vengo, aquí vengo, dejen el apuro que no puedo correr con ésto en las manos! – Dijo Virginia mientras llegaba con una enorme bandeja de polvorosas para ponerla en la mesa - ¿Dónde está mi silla?, Marcos, tráeme una, tenemos que tomar la foto antes de apagar las velas – Su yerno corrió a traer otra silla que colocó al lado de la de Armando. Este miró a Virginia y admiró la esbelta figura que su esposa mantenía. Nunca llevaba un pelo fuera de lugar y siempre vestía impecablemente. Era en extremo elegante. Miró alrededor de él, y la imagen lo hizo sentirse feliz, o más bien satisfecho. De todo, de la vida. Allí estaba, una despejada tarde de septiembre, con su bella esposa, sus dos hijas, cinco nietos, y un sin número de sobrinos y ahijados, disfrutando de esa unión familiar de la que tan orgulloso estaba. Le tomó la mano a su esposa, quien volteó hacia él y le dijo al oído, sin que más nadie pudiese escucharla: ¡Te quiero, viejo!.

Texto agregado el 02-08-2004, y leído por 133 visitantes. (0 votos)


Lectores Opinan
21-10-2006 Bueno,lgiro que tomò el cuento me gustò. en la primera parte ya le estaba odiando al Armando ese. Muy bien! doctora
 
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