HOY  TENGO TIEMPO... 
 
Nos habíamos conocido a principios de los setenta.  Él era varios   años   mayor que yo,  había  terminado Medicina,  vivía   de  su magro  sueldo de Ayudante en Facultad. Sin embargo nunca  se quejaba. 
- Tenés  que gastar menos, me  rezongaba. 
     - Claro, para un  hombre es más fácil, le contestaba apretada en  mis jeans de marca, que en nada  se parecían a los suyos deformados por el uso. 
Sonreía, siempre sonreía frente a mis demandas, contrastantes con todo  aquello por lo que   decía luchar.  
Me fui acostumbrando a que siempre estaba allí.   Demasiado. 
El y su hombro en el sitio justo para  enjugar   mis lágrimas,  ya fuera por una nueva y terrible  pena  de amor, o  cuando me sentí desmoronar   ante   la muerte   de mi padre.  Que fácil me resultaba contarle todo de mí.  Nunca confié tanto en alguien.   Y cómo disfrutamos   aquellas interminables trasnochadas cuando apareció Rayuela y nos dio vuelta  la cabeza.  
Aún lo recuerdo el día de mi casamiento,  su cariño por mi primer hijo, luego mis llantos ante  cada  desencuentro   en mi  matrimonio, y sus consejos  aburridos de como aprender a seguir amando.  
 - Pensá en lo que tenés y no en lo que te falta, me decía. 
 
 
   Una noche  me  extrañó que viniera  a verme  antes del amanecer.  No me dijo nada,  pero   una sombra en su rostro me anunciaba  que aquello era una despedida.   
Cuando ocurrió el Golpe de Estado él ya no estaba  en el país. Fueron años muy duros.  Yo  estaba sola  y  con mucho  miedo. 
Siempre que  podía comunicarse  era para saber  de mí   y darme  fuerzas.  
Él,  por cierto  nunca se quejaba  de su   exilio,  ni de nada que pudiera preocuparme.  
Yo me justificaba pensando que  le debía  sobrar tiempo, y no andaría   como yo,  siempre a las corridas.  Los chicos, el trabajo, esa pesadez alerta que me daba  el miedo y no me dejaba  tiempo para  nada. 
 
 
    Ya después del ochenta y tres  comenzaron a llegar noticias más  certeras  del Exterior.  Por unos amigos  que llegaron  de Ámsterdam, supe de su reconocimiento al frente de  un equipo de Biología molecular, por lo  que pensé que  difícilmente  volvería a verlo.  
 Sin embargo volvió.   Cuando nos encontramos, sentí que mi cuerpo recobraba un calor conocido. 
-No sabés cuánto  te  necesité, le dije.    
No tuvo que  decirme que él también.  Me abrazó tan fuerte como nunca lo había hecho.   
     - Estás más delgado. 
 -En cambio por acá  parece que se come bien, sonrió apretándome  una mejilla. 
     No me lo dijo, pero supe que  no estaba bien de salud.    Había pasado por una seria operación coronaria y casi inmediatamente había decidido venir a Montevideo.  
 
 
Un mes  después una voz  ahogada  me anunciaba por teléfono que había sufrido un accidente cardíaco  y había muerto casi instantáneamente 
Me  sentí  paralizada.   Luego corrí a mi habitación y lloré desconsoladamente.  Recién en ese instante comprendí que  no lo volvería a ver.    Murió sin molestar, pensé, como lo hizo siempre. 
Mi mente devoraba  imágenes de otros tiempos, de su  serena  contención,  aún por el más tonto problema. 
      -  ¿Y los suyos?, pensé.      Nunca me había preocupado por saber qué le pasaba  cuando   se  aislaba de todo, cuando bebía más de la cuenta,  y yo lo rezongaba sin  tratar de  entender por qué lo hacía.  Cuantos mensajes habían quedado  sin responder, sin pensar que podía estar necesitándome. 
Pero él siempre estaba allí,  con la promesa en su mirada de que nunca  me olvidaría,  con la firmeza de  un  sílice  eterno.    Sin embargo  el tiempo y la enfermedad pudieron  más. 
    
 
Trato de recomponerme.  Llamo a  la oficina para  avisar que por lo menos hoy no iré a trabajar,   cancelo  mi  cita con el dentista  y  me visto adecuadamente para  acompañar  a una de las personas que más amé en la  vida.   
Hoy  estaré  a su lado.  Hoy que ya no puede oírme, ni contestarme   a  tantas   preguntas  que omití cuando  me sentía el centro del mundo.  
Hoy.  Recién hoy tengo tiempo  para él. 
 
 
  |