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Corría el año 1989. Las pocas estaciones que podían verse desde mi ventana habían pasado a medias y, con ellas, cada parte de mi cuerpo devenía y crecía. Fue entonces que, una mañana de Agosto, sucedió aquello que desencadenara en la historia que les contaré a continuación. Y, aunque no recuerdo con exactitud las fechas, jamás habré de olvidar los hechos. Porque, en esa cadena de eventos desafortunados, entendí el significado de la muerte. Y de la vida.


Día 1.
Agosto de 1989.

Tal vez por designios de ese enigma inevitable que llamamos ‘destino’, o simplemente por azares de la vida y su sobreestimado ‘efecto mariposa’, esa semana me encontraba enfermo y no había ido a estudiar. Pero la debilidad de mis carnes jamás ha detenido mis diarios despertares, dormidas y sueños. En particular, esa mañana, daba pasos cortos pero relativamente veloces alcanzando a mi madre mientras volvíamos de la inevitable tienda de esquina que salva el estilo de vida de cualquier asentamiento urbano de Colombia. Cruzamos una pequeña calle y, entonces, mis ojos se detuvieron en la parte inferior de un elegante, aunque derruido, muro exterior de una casa esquinera. Mi madre lo vio conmigo. Nos acercamos tan rápido íbamos y miramos el paquete tirado en la acera. Ese fue el momento en que lo encontré. Estaba desnudo, tenía los ojos entrecerrados y trataba de mover levemente sus extremidades. Aunque su rostro, como fuera habitual, estaba inexpresivo ante cualquier mirada, entendí la desesperación que recorría su carita. La herida profunda, que se extendía por todo su hinchado abdomen, dejaba ver sus venas y no estaba abierta. En esencia, estaba malherido. Era pequeño, igual que yo. Y estaba moribundo.

Aunque mis manos eran torpes en aquel entonces, me las arreglé para tomar a ese pequeño con toda la delicadeza que podía, o no, haber desarrollado hasta ese momento. Lo levanté del suelo y miré a mi madre. Creo que solo ella pudo haber entendido el instinto que afloró en mí en ese momento. Su rostro mezclaba dos emociones. Orgullo, por lo que estaba por hacer, e indignación, aunque en ese momento no entendía del todo por que.

Diez minutos después estábamos entrando a mi casa, mi madre, yo y el paciente que ahora requeriría de nuestros cuidados. Trataríamos de salvar su vida con todo lo que pudiéramos hacer. Ya mi madre me había explicado brevemente las probables razones de su condición moribunda y no necesitaba más palabras para entenderlo. Al poner las cosas que habíamos recién comprado en la cocina empezamos nuestra labor, insignificante para la mayoría. Mi madre trajo su botiquín y colocó antiséptico en su abdomen y yo traje algo de agua y se la di de beber como pude. Me quedé mucho tiempo a su lado, no solo protegiéndolo del depredador domestico de turno, sino también tratando de mantener cómodo a mi nuevo amigo en su lecho. Tratando de mantenerlo a salvo y en paz. Mi padre ya no vivía con nosotros y mi hermano aun no tenia conciencia de sus actos como para ayudarme pero, dados los antecedentes, también protegía a mi pequeño paciente de él. Tal vez hubiera sido mucho más pertinente llevarlo con el médico experto en el tema pero, dada mi reducida experiencia en la vida hasta entonces y mi poco conocimiento práctico sobre el tema, no se me ocurrió tal alternativa (Además en el lugar donde vivía no había tal especialista). En cualquier caso todo lo que estuvo en nuestras manos fue hecho por aquella criatura. Esa noche, en mi cama, a punto de dormir, seguía pensando en aquel ser, fulminado por la indiferencia y la frialdad de unos cuantos. Así me dormí.



Al día siguiente.

Me levanté rápidamente de mi cama y me arreglé como era debido aquella mañana. Tomé mis medicinas, como ya era habitual, y me dispuse a cuidar a mi nuevo compañero de habitación. El color en su rostro había regresado y, aunque su rostro aun sería normalmente inexpresivo, pude ver en sus ojos la alegría y, también, algo de serenidad. Había cumplido mi misión, pensé en aquel momento. Sin embargo el trabajo no había acabado. La herida no había disminuido como tampoco lo había hecho la hinchazón en el abdomen de mi amigo. Traje nuevamente algo de antiséptico y lo untamos sobre la barriguita del enfermo. Traje más agua y algo de comida, que nuestro paciente consumió a la velocidad que su maltrecho cuerpo le permitía. Mi madre me recomendó que lo dejara descansar tranquilamente y suministré mi mullida cama y mi almohada para tal fin y, aunque quería quedarme a su lado todo el tiempo que pudiera, hice caso a las sabias palabras de mi progenitora y me dispuse a hacer mis deberes diarios y mis tareas, dejando a mi invitado descansar tranquilo. Ahí estaría seguro.

Al mediodía, luego de mi necesario almuerzo, regresé a chequear la situación de nuestro paciente. Su condición no mejoraba, pero tampoco empeoraba. Al menos no lo hacia ante mis inexpertos ojos miel. Traje algo más de alimento para él. Comió cuanto pudo y luego prosiguió en su descanso. Estaba sereno. Así lo había visto. Esa tarde fue larga, entre mis idas y venidas al improvisado hospital en que se había convertido en mi habitación, en las cuales era visitante, enfermero y guarda de seguridad, y mis oficios domésticos y académicos. Eso sin contar que yo también era paciente y mi enfermera era mi madre, así que tenia que tener tiempo para tomar mis medicinas y amainar mi enfermedad.

Esa noche visité a mi compañerito y lo puse a salvo en un sitio seguro donde pudiera dormir en paz en mi habitación. Lo revisé de nuevo para ver como seguía. Su cuerpecito recobraba un poco su color y yo me sentí más tranquilo. Entonces, mientras mis ojos se cerraban solos en mi cama, llegué a imaginar esperanzado que el día había sido ganado.


Tercer día.

Esa mañana me desperté rápidamente y repetí mi rutina del día anterior. Al salir del baño me había vestido y fui a visitar al convaleciente en la cama al lado de mi habitación. Pero algo no estaba bien. Mi nuevo amigo no se encontraba en su camita. Había desaparecido. Sin embargo, mi imaginación volátil maquinó que, tal vez, al encontrarse suficientemente recuperado, mi madre lo haya acercado a su hogar nuevamente. Pero, cuando le pregunté a mi progenitora por lo que había sucedido, me miró con tristeza. ‘Lo siento mucho, hijo’, me dijo y luego lo trajo ante mí. Ahora estaba pálido y no se movía ni un centímetro. Al tomarlo entre mis manos me di cuenta que su temperatura había desaparecido. No había marcas externas, no fue el depredador de turno. Pero estaba muerto, justo entre mis manos. Era una criatura pequeña, lo suficiente como para que cupiera completa entre mis manos. Pero era lo bastante fuerte como para haber sobrevivido una herida que le trituró las costillas y lo desgarró por dentro de un solo golpe por tres días. Pero que solo lo había logrado gracias a mi ayuda y mi cuidado.

Esa noche.

Aun no terminaba el sol su travesía sobre el cielo que me circundaba. Eran más de las seis y me dispuse en mi último cuidado sobre el amigo que, en tres días, había ganado y perdido. Decidí que el mejor lugar para poner sus restos seria el lote baldío que se encontraba frente a mi casa en aquel entonces. Me acerqué al lugar, ante las ya habituales risas de los hijos de los vecinos. Por primera vez no me importaron. Yo mismo abrí el hoyo en la tierra en el lugar que había escogido. Lo puse en la tierra y tapé el agujero. Me senté en el suelo frente a la pequeñísima tumba y, con una pequeña lágrima de esas que solo los poetas y los locos podríamos soltar sin ser vistas, entoné una oración para su alma. Lo hice solo. Lo hice con mis manos desnudas. Lo hice porque fue mi amigo. Lo hice porque estaba triste. Lo hice porque estaba indignado. Indignado, si, porque en esas tres noches no había podido entender como era posible que un pequeño pajarito que tenía toda su vida por delante ante sus alas podía haber sido asesinado, con una piedra y una cauchera, por mera diversión. No entendía como podía la vida, nuestro más valioso tesoro, tener tan poco valor para algunos imbéciles. No entendía como, incluso en ese momento, esos mismos imbéciles seguían riéndose a mis espaldas mientras rendía mis últimos respetos a un luchador, lo bastante poderoso para nunca rendirse aún al borde de su propia extinción.

Dejé el cadáver en su morada y regresé a mi casa.

La mañana siguiente.

Ese amanecer no fue tan rápido como los tres anteriores. Mi mente no dejaba de recrear el sepulcro de aquel pequeño pajarito, pero tampoco dejaba de pensar en todo lo demás. Así que termine mi acicalamiento habitual y salí a la calle a ver de nuevo la última morada de mi amiguito. Cuál sería mi sorpresa cuando vi la tierra revolcada y escarbada, sin rastros del cadáver. Corrí al lugar a ver que fue lo que pasó. Solo encontré un pequeño fragmento de aquella ave. Una plumita, amarilla, ínfima, había sobrevivido al saqueo. La miré con tristeza y la enterré solita en el mismo agujero. Luego mi madre me dio su sabio consejo acerca de lo que pudo haber pasado. El depredador de turno, un perro callejero tal vez, debió haber olfateado los restos del difunto y, como no lo había enterrado tan profundo, lo habría sacado de su tumba y lo habría cenado esa misma noche. Me tomó un tiempo entender por qué había pasado tal cosa. Pero, esa misma tarde, lo había descifrado.

Entonces fue cuando entendí el significado de la vida y la muerte.

Esa noche fui a mi cama con una leve sonrisa agridulce en mis labios. Dormí tranquilo, esperando que esos tres días hubieran valido la pena.



29 de Agosto, 2010.

Caminé esa tarde por la acera en la cual crecí hace tanto tiempo. No había vuelto ahí desde que cambie de residencia hacia diecinueve años. La tarde estaba nublada pero cálida y estaba algo cansado de mi viaje hasta ahí. Pero no había visto ese lugar en una década larga. No me importó.

Repasé con los cristales frente a mis ojos la misma calle en la que había jugado tantas veces, ya en imágenes distantes y borrosas en mi cabeza. De pronto llegué a la que, alguna vez, fue mi casa. Estaba distinta, sus nuevos dueños la habían transformado a su conveniencia. Es normal, pensé para mis adentros. De todas formas, no se ve fea. Incluso esta mas hermosa de lo que estaba cuando yo vivía en ella. Pero entonces giré mis ojos hacia el único recuerdo que aún conservo vívido de esos tiempos. Analicé el lugar donde, antes, había un terreno baldío en el que jugábamos con tierra y, a veces, con bicicletas o palos. Me fijé en la casa justo al frente de la que fue mía y dirigí instintivamente mi mirada hacia la esquina inferior derecha de la fachada.

Una lágrima etérea de esas a las que ya estaba acostumbrado salió de mis ojos y recordé a mi pequeño amigo. El primer amigo que habría tenido en mi vida. Ese pequeño pajarito que habría terminado en las entrañas de un habitante cuadrúpedo de la calle luego de haber luchado entre tres por su vida tres días antes de sucumbir ante la estupidez y la ignominia de un par de niños y su cauchera once años atrás. Niños que se atrevieron a acabar con una vida por simple diversión. Entendí que ahora, como entonces, hay adultos que se ganan la vida divirtiendo con la vida y la muerte. Los ojos de mi alma se empañaron de nuevo. Bajé levemente la mirada.

Pero entonces, no se si por caprichos de mi mente, que siempre ha sido una maraña, o tal vez por sonidos mezclados en el ambiente, no se si por designios de ese enigma inevitable que llamamos ‘destino’, o simplemente por azares de la vida y su sobreestimado ‘efecto mariposa’, a mis oídos llegó el reflejo de un aleteo en el cielo. Alcé la vista. Busqué el origen de ese bellísimo sonido.

Nada.

Mis labios, por si solos, esbozaron una sonrisa agridulce. Fue entonces cuando recordé lo que había entendido en aquella mañana de Agosto de 1989. Recordé y volví a entender que la vida, nuestro más grande tesoro, es eterna, y que nuestra existencia, ya sea en vida o en muerte, siempre llegará a hacer parte de algo mucho más grande que nosotros. Entendí que la madre Naturaleza, al igual que el Creador, no juega a los dados y no cree en las coincidencias y que ese pequeño pajarito, tras de sí, Dejó una enseñanza en las vidas que tocó.

Cuando tenía seis años entendí el significado de la vida y la muerte. Ahora lo había aceptado.

Esbocé una sonrisa y, en mi mente, entoné una plegaria a mi querido amiguito, deseando que, donde fuera que estuviera, estuviera feliz y volara libre.

Entonces bajé mis ojos hacia el frente, giré hacia mi derecha y continué mi camino lejos de ahí.

Por cierto, ¿Sabías que odio las corridas de toros?

Texto agregado el 03-08-2012, y leído por 91 visitantes. (0 votos)


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