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OJO CON EL NIÑO


El frío sol del atardecer entra débilmente rozando a la joven madre, quien sentada cerca del ventanal mayor teje afanada un diminuto chal para su hijo, siempre dispuesta a ganarle la llegada a un crudo invierno.

Un silencio inquieto inunda la sala, siendo interrumpido por el chillar de maderas y el murmurar de un chiquillo precioso de cinco años, dueño del más hermoso par de cristales de un celeste desteñido, zafiros ciñendo atentos todo movimiento de la madre.

El atardecer permite el deleite de tan linda compañía, sin lloriqueos ni chiquilladas, con un pequeño y mudo explorador que se conduce sigilosamente en su propio mundo. Y el viento, junto a colores grises asomados, da la impresión que el tiempo no ronda en el lugar.

Ya sin atino a los puntos del tejido, y regocijada por el ambiente creado, ella decide detenerse hasta la siguiente tarde. Toma el todavía deshilachado chal y lo deja sobre una mesa cercana, y continúa con las tijeras y los ovillos de lana colocándolos dentro del canasto, sintiendo luego una leve fatiga que la lleva a enderezarse y curvar su espalda, alineándola para dejarse caer sobre el respaldo de la silla y reconfortarse con un pequeño escalofrío en la nuca. Cierra los ojos y una sonrisa de goce se asoma en su rostro.

Mas una ansiedad repentina deshace la breve siesta conciliadora...

La madre levanta la cabeza, extrañada, en que una fuerza dominadora de intervalos, espacios y rincones se salpica por todo el piso.

¿De dónde provenía ese arranque turbador? ¿Qué ocurría con esa penetrante luminosidad de cristales? Y la pregunta que hizo pasar del presentir un decaer de certezas a una tendencia de supervivencia y alarma: ¿dónde estaban las tijeras?

Inquietada se pone de pie y busca dentro del canasto, entre los ovillos, sobre la mesa... Y de golpe, siendo llamada por un instinto profundo y anónimo, mira detrás de la silla, encontrando a unos pocos pasos al crío sentado, dándole la espalda, inmóvil, como aguardando por algo en particular.

Apresura su acercamiento, pero un calor peculiar hace temer una acogida desesperada.

Lo llama...

El pequeño gime en respuesta...

Extiende una mano vacilante, toma su hombro y lo da vuelta hacia sí; pero el toque de una gota candente hace que se acobarde por un momento. Sin embargo, tras una aparente eterna espera, lo gira y nota horrorizada (y a la vez maliciosamente extasiada) en dónde pararon sus tijeras, los cristales rotos y lo que brota espeso a través de dos negras cuencas vacías.

Texto agregado el 03-08-2004, y leído por 230 visitantes. (4 votos)


Lectores Opinan
02-02-2009 Es sutil, con arranques de desesperación... me ahoga un poco (sólo un poco) la descripción, pero lo de los cuencos vacíos es espectacular. Nos estamos leyendo, besos. duraznosangrando
24-08-2006 describes bien,me gusto el final, no me lo esperaba, noam
27-01-2005 diossssssss mio!!! esto es terrorismo puro... me helaste... excelente relato. mi momentánea adimración y estrellas a tu cielo... saludos negrafotocromatica
28-09-2004 me gusto, pero le sobran oraciones y el remate con esa conclusion sosa sacaselo. cathara
06-08-2004 Me gustó muchisimo, tienes una gran potencial para describir esos pequeños detalles que le dan sentido a tu escritura. Lindo que le des énfasis al amor de una madre y su hijo. Me gusta como escribes. Saludos! adiós FailedDreams
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