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“Vuele bajo porque abajo, está la verdad. Eso es algo que los hombres no aprenden jamás...” Facundo Cabral.

El serranito tironeó suavemente de mi abrigo, por segunda vez. En esta ocasión su mano me ofrecía una bolsa de tela marrón del tamaño de un monedero. Una cinta blanca anudada sujetaba su contenido.
-Recién me vendiste peperina, ahora qué me querés vender?
-Lavanda, -contestó
Revoleaba la pequeña mercadería y me demostraba su utilidad aspirando profundamente el intenso aroma jabonoso con el botón de su nariz.
-Esto también es para el mate? -bromeé alargando hacia él la mano
Sonrió por primera vez, con una sonrisa tan triste que no logró cambiar de posición los ojos de ave que me observaban expectantes.
-Un peso, dijo por única respuesta
Le di el dinero que pedía y metí las hierbas olorosas en mi cartera. Logré acariciarle la cabeza oscura antes de que saliera corriendo por esos desolados parajes con su cachorrito de cabra atada con una soga. No lo vi más. Me dejò su imagen tierna, fija en la retina, de pastorcito de cuentos. Solo quedaba el esponjoso paisaje de las sierras, el frío, la vuelta en la combi. Nada mas.
Escuchaba como en sueños al guía y asentí cuando mencionó que si los habitantes de las grandes ciudades fuéramos abandonados en esos parajes no duraríamos ni un día. El magnífico arte de la madre tierra que nos tenía boquiabiertos, era también un arma peligrosa. Solo para entendidos, criados allí y a quienes ella había revelado sus secretos. Al menos algunos de ellos, para permitirles sobrevivir a los caprichos del clima y la roca infinita del suelo. Pensé en el niño. En su pobreza. En como sería su vida. En las perlitas que aparecían en su boca cuando sacaba cada moneda de mi cartera.
Grabadas en mi mente aparecían algunas de las cosas que había visto en el vertiginoso camino de traslasierra, en Córdoba. Desde el fondo del bolso, el perfume ascendía hasta mí cada tanto, poderoso. No podía despertarme, pero la vuelta se hacía larga y cada vez que lo intentaba veía la carita y su sonrisa de cuarzo. Un cóndor planeaba curioso sobre mi cabeza. Escuché una explosión hiriente sobre la aspereza de la roca y después, cuando todo se calmó, la llaga abierta dejó ver la carne de mármol celeste. Me vi sentada dentro de esa cantera. Arriba, pumas hambrientos rondaban en círculos mirándome. Lejos de allí, una tormenta de amatista se desataba sobre el cerro Uritorco, en las Sierras Chicas, sembrándolo de cristales que lo transformaban en una montaña violácea y destellante. Me desperté sobresaltada. Era de noche y estábamos llegando al hotel.
En la habitación y con los doloridos pies en alto, comencé a sacar los tesoros de mi conquista turística. Mi esposo no podía creer el peso que había cargado durante todo el trayecto. Las piedras que me fascinaron y con las que había soñado, ahora se amontonaban sobre la cama: cuarzo, mica, cristal de roca, amatista, hasta un trocito de mármol y por supuesto, la peperina y la bolsita de lavanda.
Mientras me duchaba no podía dejar de pensar en ese chico que vendía yuyos, en todas las necesidades de esas personas aisladas en las montañas. Sin luz, sin cualquiera de los servicios que nosotros utilizamos desde siempre. En todas las posibilidades de desarrollo que un niño tendría en la ciudad. Le comenté esto a mi marido.
-Todas esas “necesidades” son “nuestras” -comenzó a decir -“Nosotros no sabríamos vivir sin esas cosas, ellos lo han hecho siempre”. “-Atención médica y educación eso es lo que necesitan. Por lo demàs, esto es un paraíso”.
-Sos un egoísta. No te entiendo –respondì. Habría que sacar a estos chicos de acá, llevarlos a vivir a las ciudades, a conocer la tecnología, darles oportunidades y mostrarles el mundo!
Empezamos a discutir. Mi defensa del consumismo y de mis propias necesidades básicas, eran ridículas a estas alturas. Pero era impactante que alguien dijera que en el medio de la nada y sin esas cosas, es feliz o podría sentirse realizado. Uno preguntaba -tienen luz, hay televisión? contestaban que no. Agua corriente? -no, de la vertiente. Teléfono? -menos Escuela? - veinte kilómetros a lomo de mula..
Durante un breve silencio de la acalorada discusión, la radio recitó con la voz de Facundo Cabral “...lo esencial fue hecho por el Señor, y con eso es suficiente...”. Era lo que me faltaba. Me acosté y me callé.
Al día siguiente, recorrimos agencias de turismo en busca de otra salida interesante. A partir de la una de la tarde emprendimos la marcha en un micro agotado. Los paisajes, esta vez, eran mas pintorescos que el día anterior, mas urbanos. Cada vez que bajábamos para ver alguna iglesia, un museo o un auditorio, numerosos ancianos haciendo referencia a sus míseras jubilaciones nos empujaban y se peleaban entre ellos por vendernos pasteles, pañuelos, artesanías o simplemente pidiendo limosna. También hombres jóvenes que rondaban los cuarenta y tantos sacando ventaja a los viejos lograban vender sus propias mercaderías , mencionando lo injusto de su desempleo y el hambre de sus familias…
-Amor, La Falda, Argentina, mediados de los noventa, acà tenès una ciudad con todas las letras. -ironizó mi esposo, rodeado de vendedores ambulantes. -Hay luz, baños, tecnología ...casi todo, no? Estos hombres tienen mi edad, aproximadamente, de què se quejan si estàn en esta linda ciudad, segùn vos?…
Pensé en dirigirle un improperio, pero no le contesté.

De vuelta en Buenos Aires, retomamos nuestros ritmos habituales. Mi marido en el trabajo, yo, en lo mìo, en mis escritos y mis caminatas.
La bolsita de lavanda habitaba la oscuridad de mi cartera tiempo completo. Me acompañaba a entrevistas de trabajo, corría conmigo colectivos y subía agitada en el tren. Visitábamos juntas a mi madre y asistíamos a mis clases.
Un día de aquellos alguien preguntó por el aroma silvestre que brotaba de mi bolso cada vez que lo abría. Entusiasmada conté la historia del serranito y expuse mi teoría sobre esos niños, su pobreza y sus posibilidades en las ciudades. Para ilustrar mi respuesta introduje la mano en busca del objeto perfumado.
Pero como en una alegorìa de la violencia y el vértigo de Buenos aires, y sobre todo de la injusticia social que se nos venìa encima, encontrè que la bolsita se habìa destrozado y desparramado su frágil contenido en el fondo de mi cartera porteña...

Texto agregado el 18-09-2012, y leído por 120 visitantes. (1 voto)


Lectores Opinan
01-10-2012 Buenas descripciones de los paisajes agrestes, como también las reflexiones. Personalmente pienso que no hay que traer a las ciudades a esas personas que están bien en sus ambientes naturales. Seguramente sí, mostrarles cómo mejorar algunas cosas. Técnicas de cultivos, escuelas rurales. Cosas así, pero la ciudad, con su consumismo y desenfrenada carrera hacia un bienestar que no es tal, no es la panacea. Saludos. remos
 
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