El ojo mira hacia la pared y descubre la mosca. Esa rara casualidad donde objeto y observador coinciden en un mismo cuadro. Es un punto pegado a la mancha amarilla que la humedad ha formado con los años. El ojo permanece impávido, consolidado, enrojecido, acechando a ese monstruo que sin intenciones de provocarlo lleva un desastre en el cuerpo. La gran mosca verde metálico con sus pelos en las patas y esos ojos fragmentados, que no ven al ojo sino ven miles, millones de ojos. Sus ojos muy distintos al ojo que la mira y piensa cuánto falta para que se aparte de allí. La mosca interrumpe el sueño y la soledad. Él está cansando y no puede dormir hasta que la mosca no se vaya del lugar. El ojo considera absurdo que una sola mosca le rompa la tranquilidad. A pesar del miedo el ojo inventa una araña en el centro de la pared: una grande como mano, peluda, negra, elegante. La araña desciende y sus patas desplazan el enorme cuerpo hirsuto y oscurecido. La mosca como si nada, como si de repente "valor" fuese su palabra favorita. Entre las dos patas delanteras la araña asoma dos perfectos colmillos, viscosos, chorreantes, veneno puro y digestivo. Frente a la araña la mosca se cree invencible y poderosa, con ese tamaño de uva pasa. El juego del cazador y la presa. Infinita tensión que detiene el tiempo, a lo sumo, en el rápido parpadear del ojo. El humo regresa a la realidad. Cerca un suspiro íntimo y todo va al abandono.