Escribo acechado por una palabra que no devuelve la mirada. Se queda allí, trepada en lo alto del techo de mi habitación, y comienza su vigilia. Hace días que llegó y se encaramó en lo alto. Desde entonces mis sueños no son los mismos. Ahora se forman por piezas y no por continuidad como la hacían antes. Sospecho que todo se debe a su presencia, a su cercana aura sobre mi estampa. En las tardes languidece como una flor y marchita deja caer un hálito de amarga sobriedad sobre la razón. Pero en las noches es distinto. Un color rojizo plena sus dimensiones y cualquier vicio en solitario se despeja por puro instinto. Llevo días imaginando de dónde vendrá. Nadie de los que he hecho conocer el caso ha sabido dar una explicación certera, o por lo menos decente. Me levanto con esa interrogante sobre mi cabeza, pendiendo justo encima de mí, como si quisiera en cualquier momento cercenar mi vida. De acuerdo con las horas es más grande o pequeña. Antes de medianoche no parece más que una naranja achicharrada por el sol. Luego de las doce su volumen aumenta y la he visto varias veces con forma de esfera planetaria. En esos instantes es cuando me revela una condición. Ya me estoy acostumbrado a ella. A seguirle la pista de su nervioso latir debajo de toda esa capa de piel y de pus. Sólo espero su ponzoña diminuta cada hora de mi sueño.