Era aquel un día de otoño. Yo, mientras sentado escribía en folios amarillentos y vacíos, las hojas descoloridas caían de los árboles y se quebraban como el cristal al chocar contra el suelo. La luz del omnipresente sol traspasaba sus filosas ramas e iluminaban cálidamente mis textos amontonados en una montaña de ideas a centímetros de mi codo. Entonces, una sombra asomó por la ventana. Una sombra oscura tapó con su presencia fría la tenue luz del sol. En mis folios, las letras se resquebrajaban y huían despavoridas por el escritorio como llevadas por el viento. En aquel momento alcé la vista y me encontré con la figura que en su encaprichado hazaña por posarse en aquel árbol, había eclipsado el fluir de mis ideas.
La pluma cayó al suelo y creó un charco de tinta a su alrededor. Mis ojos dejaron atrás los párpados y sucumbieron ante la presencia de aquel ser. Era un pájaro, o lo intentaba. Su rostro era una masa abultada donde difícilmente se podía distinguir sus rasgos. Uno de sus ojos, el único visible, era de color verde esmeralda, muy profundo, como bañado en alguna zona por un negro decadente y perturbador. Su plumaje era grisáceo, como sucio y desgastado, llevado encima desde hacía décadas. Su pico era una línea curvada distorsionada que apuntaba hacia varias direcciones. Sus patas, escamosas y esqueléticas, se adherían al árbol ahogándolo con su propia savia.
No parecía un ave normal, ni una especie en particular. Pero eso unido a su amorfa existencia, hacían de él una especie digna de admiración, tanto que mi atención no podía captar, ya, nada más que aquello que colgaba del árbol y me miraba con una mirada vacía de significado humano, pero no por ello falto de emoción.
A mi alrededor, el sonido del repiqueteo del tren a lo lejos cayó.
El ruido de las carretas arrastrándose por carreteras empedradas cesó.
El ruido de las charlas dejó de oírse.
El mundo perdió el sonido. Pero él seguía allí, sobre la rama, observándome de la misma forma en la que yo hacía desde hacía días.
El color amarillento del árbol se fue apagando y fundiendo en sus patas fusiformes.
El azul cian del cielo al descubierto cayó como una lluvia sobre su plumaje desgastado.
El color de mis hojas escritas cobraba vida y se perdían en sus ojos.
El negro de mis letras se fundía y, como un río, manaban hasta su pico afilado.
Mi color humano era aspirado por sus fosas nasales perdidas en su cara turbulenta hasta llegar a su cerebro.
El mundo perdió el color. Pero él seguía allí, sobre la rama, observándome de la misma forma en la que yo hacía desde hacía meses, pero algo había cambiado. Aun observando su deformidad, su catastrófica existencia, su desdichada vida, pude admirar algo de grandeza en su interior. En aquel laberinto que lo componía por dentro como un puzle, podía admirar la grandeza de ese ser, su luz interior, algo que lo alzaba en el podio de las bellezas naturales y que lo hacía bello, hermoso, perfecto.
Oh si, aquella ave era lo más bello y hermoso que había visto en toda mi vida, mis ojos lo demostraban y mi cerebro lo confirmaba con creces.
Entonces llegué a comprender la verdad de su existencia, llegué a comprender su hermosura idílica, llegué a comprender que la grandeza de las cosas no siempre se encuentra en el mundo en el que uno vive, a veces, para admirar seres como aquel, necesitas más tiempo del que uno tiene, más tiempo del que a uno le queda, más tiempo para traspasar la frontera y llegar a ese mundo del más allá, donde lo bello abandona su sentido universal y terrenal, y alcanza una estadía en la que la belleza, pierde su significado convencional.