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REFLEXIONES

Vivía en Barranco, en una esquina, tenía al frente la iglesia y al lado derecho un parque indeciso.
Siempre que salía de casa, me daba con el templo del frente. Los católicos-cristianos (apostólicos y romanos) de las enseñanzas catequísticas, tenemos la costumbre de hacernos la señal de la cruz cada vez que se pasa frente a las puestas de las iglesias y me resultaba más que complicado y un poco monótono (por decir lo menos) eso de hacerme la señal de la cruz cada que salía o entraba a la casa. Mi “temor” era hacer esa señal sin nada en la mente, sólo por la costumbre de hacerlo ochentaitantas veces al día, y alguien me había “asustado” con eso de, si rezas hablando de paporreta es una oración mal hecha y en lugar de acumular a tu favor, acumula en tu contra (¿?), es decir, es como ir de compras con un billete falso. Para limpiar mi conciencia de esa consuetudinaria señal de la cruz, recurrí a la sabiduría de unos de los sacerdotes, amigos, vecinos; su sano consejo fue traducido en una pregunta: ¿Cuántas veces saludas a un amigo cuando te encuentras con él en repetidas ocasiones al día?... Y bueno –dije- lo saludo la primera vez, quizás también la segunda y la tercera, pero a la cuarta… seguro que lo mando de paseo. Su amical respuesta fue: pues si Cristo es tu amigo, trátalo como a un amigo… sólo que no lo mandes de paseo: llévalo contigo.

Ese día volvía en bicicleta a Surco, donde, por unos días estaba acompañando a la familia de un tío, hermano de mama, que viajaba por el norte; sus hijos, mis primos eran aun pequeños y la tía, su esposa, hacía de guardiana/portera de una escuela de niñas, y aunque no temía a los vivos, si guardaba tremendo pavor a los fantasmas, almas y aparecidos.
La bicicleta era del tío, una bicicleta de piñón fijo, un sistema algo parecido a las de las bicicletas Mornark, que tenían el freno en el piñón de los pedales; la diferencia era que al no contar con otro tipo de freno, el recurrente recurso era hacer el frenado directamente sobre la llanta, con un pie entre la horquilla de la rueda delantera. Eficaz pero siempre algo riesgoso y, terrible para la suela del calzado.
El camino lo iniciaba en el parque de la izquierda, el parque indeciso. Lo conocí como parque de jardines, luego como un parque de juegos infantiles; retornó a ser parque con jardines y después, una especie de parque “injerto”; por un lado con elementos de ejercicios: anillas, barras paralelas y pasamanos de 10 barras, en donde desarrollé mis primeros músculos y habilidades físicas que el tiempo y la dejadez no se donde han ocultado; por otro lado, con juegos infantiles: columpios, toboganes resbaladeras, carrusel-trompo y una fila de subibaja, en donde una malhadada tarde se me ocurrió hacer una última voltereta antes de llegar a casa, con la tan “mala suerte” de presionarme el índice de la mano derecha entre la barra del balancín y el punto de apoyo, dejándome el dedo casi tan plano como un palillo de helado… y con un palpitante dolor, muy fuerte y del largo de varios días. Cada vez que recuerdo este episodio, vuelvo a sentir esa opresión en el dedo.
Hoy en día es un parque de jardines atiborrados de plantas y flores.

Alejándome del mar, a unas siete u ochos cuadras de allí, me encaminaba hacía el este, por la gran y larga Av. Jorge Chávez, cuyo final lo marcaba la puerta principal de la Escuela de Oficiales de la FAP. Era todavía una avenida con poco transito, jardines en el centro y de pistas nuevas que invitaba a ir más rápido de lo aconsejable.
En la segunda cuadra, ya iría por los 300 kilómetros por hora, soñando que el viento jugaba con mis cabellos, la chalina flequeaba sobre mis hombros, los anteojos empañados por la brisa; sujetar el manubrio fuertemente con las manos al ver a la viejita que atrevidamente cruzaba la pista sin mirar a ningún lado y meter el pie derecho a la horquilla delantera, presionar con el pie la llanta, sentir que la bicicleta conmigo encima se levantaba como caballo encabritado parado en sus patas delanteras, fue un todo. Me sentí de un momento a otro como artista de circo haciendo malabares, sobre la llanta de adelante, para no aterrizar de cara en el pavimento, más todo fue inútil y con gran estrépito mi presentimiento se hizo realidad cayendo hecho un ovillo con la bicicleta encima de mí, descalzo del pie derecho y la zapatilla aún trabada en la horquilla.
Mentiría si dijera que había mirado con algo de ternura, desde mi incomoda posición y situación, a la viejecita; pero reclamo sí, se considere que fui extraordinariamente cauto y caballero para no despegar los labios y dejar salir todos los conceptos que tenía sobre ella en esos momento, cuando muy dulcemente me hizo la ineludible pregunta:
-¿Te caíste hijito?

Reflexión: No toda ternura es tan bien recibida como merece.

Texto agregado el 07-10-2012, y leído por 129 visitantes. (1 voto)


Lectores Opinan
07-10-2012 ¡Ups! ¡Aterrizaje forzoso! ¡lamentable! Pero tu escrito muy bien desarrollado... lugares y situaciones que se viven... poniendo a prueba nuestra ternura... Mis ***** que calmen las dolencias. mahanaim
 
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