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¡FRÍO!

Estamos en el frente ruso, soy un simple soldado de infantería de Napoleón. Corre el invierno del año 1812, hace un frío horrible. Me llamo Armand, tengo unos 20 años y provengo de una familia campesina del sur de Francia. Me alisté en el ejército del emperador por la gran aureola de fama que presidía al General.
Mis compañeros y yo estamos pasando lo indecible por sobrevivir. La comida hace tiempo que desapareció, los mandos no existen y cada uno se preocupa de sí mismo. Sólo muerte y desolación pueblan el paisaje de la helada estepa Rusa. Soldados congelados con sus caballos, niños al fin de 18 años con esa sonrisa que da la muerte por congelación, amigos, camaradas, que no volveré a ver jamás.
¡Y todo esto para qué! ¿Dónde está el General y sus Oficiales? ¿Dónde?
Estamos todos unos contra otros para guardar el poco calor que desprenden nuestros cuerpos esperando morir.
¿Cuándo moriremos? ¿Cuándo dejaremos de sufrir? De vez en cuando, un grito de horror recorre el campamento, algún soldado se ha ido corriendo como un poseso. Como muestra de misericordia, alguno de nosotros lo abate de un certero disparo de mosquete. No podemos ni siquiera dormir porque ello supondría la muerte. Yo todavía tengo los dedos de los pies y los de las manos en buen estado. Soy un afortunado, muchos de mis compañeros los perdieron por congelación. Comemos lo que podemos, restos de caballo y otros que me dan vergüenza contar. Cuero, toda clase de cosas que se puedan masticar. No puedo resistir más, si no hago algo me moriré como los demás. Hablé con algunos que estaban más o menos enteros y decidimos buscar un lugar mejor para sobrevivir. No teníamos ni idea de dónde dirigirnos, pero sabíamos que quedarnos ahí significaría la muerte.
Llevamos varios días deambulando por los parajes helados rusos. La moral del grupo, cada vez más baja, amenazaba con echar a perder el propósito del mismo, y muchos deseaban quedarse donde estaban, no prosiguiendo más.
Un día tan frío como cualquier otro, divisamos como un edificio que parecía una iglesia o monasterio. Conforme nos acercábamos la estructura se vislumbró como un templo medio en ruinas, cubierto de nieve con su cúpula casi intacta. Entramos con precaución por si había enemigos escondidos, o simplemente resguardados de la nieve. Por suerte, para nosotros el lugar estaba libre de alma humana alguna.
Decidimos todos que pasar la noche debajo de la cúpula era lo mejor que podíamos hacer, ya que estaba nevando. Aunque estemos resguardados de la nevada, el frío es tan intenso que nos hiela hasta el pensamiento, apretándonos unos contra otros para resistirlo mejor. Poco a poco, el cansancio hace mella en todos nosotros, y los párpados empiezan a cerrarse. A duras penas puedo mantener los míos abiertos, doy empujones a los demás para que no se duerman, pero es inútil, van cayendo todos. Yo intento pasearme, hablar en voz alta, dar saltos y palmadas, pero no puedo más, no sé cuánto tiempo resistiré...
— ¡Armand! ¡Armand!
— ¿Quién me habla? Pero... ¡si es mi madre! Están todos, mis padres, hermanos mi querido y fiel perro lamiéndome la mano y moviendo la cola —todos contentos riendo me tienden la mano y yo les acompaño cantando una vieja canción francesa.
Qué sol más brillante, el calor del mediodía me envuelve, calmándome mis doloridos huesos. Todo es alegría y buen humor. Me hacen mil y una preguntas.
—¿Cómo estoy? Si tengo hambre...
De pronto, todo se vuelve gris, desaparecen todos mis familiares. La campiña se tiñe de blanco y un frío atroz me recorre el cuerpo. Me despierto, miro a mis compañeros, viendo que todos tienen la sonrisa de la muerte.
— ¡Dios! ¿Por qué yo? ¿Por qué no puedo morir cómo los demás? ¿Cuánto tiempo más, Señor? Me estoy volviendo loco —el blanco de la nieve me confunde, creo ver cosas que luego no existen. El silencio es atronador, haciendo que mi voz se ahogue en la lejanía.
Mi instinto de supervivencia me dice que salga pronto de allí o moriré como los otros. Aprovechando que dejó de nevar, me marcho del lugar, no sin mirar atrás a mis queridos camaradas.
La escena que se descubre ante mí es dantesca, soldados de diferentes rangos y categoría congelados, caballos, cañones, carruajes, toda clase de material bélico, todo completamente helado. Tengo hambre, ante el cadáver de un caballo intento con mi sable cortar alguna parte del animal, pero mi intento es en vano: la carne del mismo está más dura que una piedra. No me queda más remedio que llorar de rabia alzando los brazos al cielo pidiendo clemencia ante tantas penurias.
Sigo resignado a mi suerte, vagando sin rumbo fijo a lo que me ofrezca el destino. Una luz de esperanza se abre ante mis ojos, a lo lejos en el horizonte diviso una columna de humo que supuestamente pertenece a la chimenea de alguna casa. Me acerco lo más prudentemente posible dado mi estado físico, miró por el cristal de la ventana, consigo visualizar la estancia: hay un hogar donde una marmita cuelga de un gancho y un reconfortante fuego lo calienta, llegando a mis narices un aroma a caldo que me sabe a gloria, pero junto a ella tres cosacos aguardan el final de la cocción. De espaldas a mí se calientan charlando animadamente pasándose una garrafa de la cual beben.
No me lo pienso dos veces, el hambre me da renovadas fuerzas es ahora o nunca. Busco la puerta y, de una patada, la derribo. Los soldados ante la sorpresa no reaccionan a tiempo, me abalanzo sobre el primero arrojándole al fuego, al segundo lo atravieso con mi sable, y al tercero, con furia animal, me arrojo sobre él mordiéndole en la garganta hasta provocarle tal hemorragia que no tarda en morir. Apoyados en la pared están los mosquetes de mis enemigos, me hago con uno y le disparo al que se está quemando.
Salí de aquella casa como pude, a traspiés conseguí zafarme de la molesta nieve, al fin divisé una columna de soldados que a duras penas entre la nieve y el congelado viento aprecian una procesión lúgubre de leprosos. Grité con todas mis fuerzas.
¡No puede ser! Aquellos desarrapados soldados seguían sin inmutarse lo más mínimo, sacando fuerzas de flaqueza les alcancé, pero cuál era mi sorpresa cuando por fin pude verles el rostro. Sus carnes putrefactas se desprendían a jirones, me miraban con las cuencas de los ojos vacíos. Un grito salió de mi garganta, acto seguido, no recuerdo nada más.
Escribo desde mi cama del hospital, piensan que estoy loco, pero yo sé lo que vi.
Un sacerdote vino a verme. Me preguntó si quería confesión, un odio se apoderó de mí ser y a punto estuve de ahogarlo con mis propias manos.
Ahora ando más tranquilo, de vez en cuando esos soldados acuden a verme, siempre, siempre, mirándome con sus cuencas vacías.
Pasan los días, pasan los años, sigo recluido en mi particular hospital al que llaman casa de reposo.
¡Maldito nombre! Tengo que escapar, tengo que huir, tengo ganas de libertad, me persiguen mis viejos fantasmas, y si no salgo pronto del caserón me volveré loco de verdad. Duchas frías. ¡Señor, cuando se acabará este suplicio, sólo soy un simple soldado, no he sufrido bastante!
Estoy en el buen camino, hoy día de la fiesta nacional, cuando los sanitarios estén dando buena cuenta del vino extra, aprovecharé y me colaré por las cloacas.

Al fin, allá a lo lejos mi pueblo, mi querido y amado pueblo. Llego a las primeras casas y, loco de alegría, empiezo a gritar tan fuerte que algunos vecinos salen despavoridos esperándose lo peor.
¡Me reconocen! Por fin gente amable, son de los míos. La alegría inunda mi corazón de viejo soldado, todo son promesas de parte de las autoridades, lo primero un buen caldo calentito que me vendrá muy bien a mi dolorido estómago.
No os podéis ni imaginar lo que supone para mí, como loco de contento de estar por fin en mi cama calentito a la lumbre de mi querido hogar.
A los pocos días, una comitiva se acerca a mi casa, el Alcalde, muy estirado, me hace llamar hijo predilecto de la Villa, los vítores se hacen oír por encima de las campanadas que ex proceso tocan en mi honor.
En el sur de Francia, entre suaves valles y un paisaje idílico, hay un pueblo encantador rodeado de viñedos y campos de trigo. Donde los inviernos son suaves y los veranos calurosos. El orgullo de los lugareños es un viejo soldado del extinguido ejército de Napoleón que fue condecorado al valor en la campaña militar de Rusia. Lo que no se explican los lugareños. ¿Por qué? Dicho militar que siempre paseaba con su viejo uniforme luciendo su medalla nunca se quitará su abrigo aunque sea verano o invierno, quejándose de que tenía frío.
“Los restos de unos 2.000 hombres encontrados en una fosa común en Lituania pueden ser parte de soldados de infantería del Ejército Imperial, la famosa "Grand Armé", con la que Napoleón Bonaparte invadió Rusia hace 190 años”.

FIN.
J. M. MARTÍNEZ PEDRÓS.

Todas las obras están registradas.

https://www.safecreative.org/user/1305290860471

Texto agregado el 10-10-2012, y leído por 174 visitantes. (1 voto)


Lectores Opinan
25-06-2014 La redacción y el estilo, narrándolo en primera persona, es un acierto absoluto, igual que utilizar el presente. Por momento se va por ahí algún pasado, pero por lo demás... el lenguaje empleado es muy apropiado y la historia muy bien armada. Me desconcierta un poco cómo has expuesto el final, no sabría decirte por qué, pero me queda como un poco desubicada la forma en que cuentas lo de Napoleón después de describir la campiña y a su trastornado hijo predilecto. Cosas mías. Un abrazo nayru
25-06-2014 Leer tus textos es asomarse a una ventana maravillosa en la que puedes observar la peor de las torturas o un pedacito de conmovedora historia olvidada. Este cuento me descubre una vez más algunos de los horrores que el ser humano es capaz de soportar. Tienes un don admirable para meter al lector en tus historias al punto de sentirlas. Entre tus líneas se padece el frío, la soledad y la desesperación absoluta de tu Armand nayru
 
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