De un lado a otro su mano abanicaba, con cierta elegancia eso sí, el aire enrarecido que constantemente se agolpaba delante de sí a cada pisada. El espacio por ser una antigüedad ameritaba tales manías de un hombre de su clase. Además, el mayor descubrimiento de la historia estaba allí, a pocos metros de ese lugar lleno de polvo y caluroso, cruzando el umbral del otro habitáculo. El arqueólogo afianzaba sobre el tabique de su nariz los pequeños anteojos que vacilaban en caer a cada rato. Con una mirada levantó la inmovilidad impuesta y ambos hombres avanzaron hacia allá. Era el corazón un redoblante en medio del pecho. El avistamiento no pudo ser más estremecedor. Allí clavado en medio de la pared, con sospechosa disposición, estaba el resultado de todas sus búsquedas por años. El pequeño hombre de ciencias se arrodilló inmediatamente ante la contemplación y sus ojos redondos se colmaron en llanto. El otro observaba la forma como un tesoro o reliquia que estaba a punto de formar parte de su ya extensa colección de hombre rico. De inmediato se acercó a la pared y lo tomó con sus manos, para verificar que en realidad aquello estaba allí. Fue un instante donde las cosas maravillosas de sus vidas pasaron rápidamente por su mente y se convertían en un montón de banalidades ante aquel objeto. Sólo un segundo duró el éxtasis, y al siguiente creería haber visto un ángel en medio de la sala, uno con tres ojos mirándolo fijamente y recibiéndolo de alguna manera. Todo tan veloz que sólo alcanza a ver desde el suelo los talones de las botas del arqueólogo huyendo de la escena.