El golpe había desarmado la mesa y agrietado el cristal. Con la tensión la mujer mantiene quieto cada uno de los músculos del cuerpo, esperando otro momento de arranque de aquel hombre furibundo. Éste no hacía nada más que contemplar, con abstraída mirada, el resultado de sus acciones. El puño aún cargado se mantenía oprimiendo la superficie de la mesa, tal vez culminando su tarea de desahogo. Cumplido el minuto el hombre levanta su enorme cuerpo y grita una última palabra justo en el rostro de la mujer que cierra los ojos por el acostumbrado temor infligido. Suelta otros gritos esa masa de carne y adrenalina que a punto está de soltarle una última cachetada en medio de la cara, de quien una vez estuvo enamorado, por así decirlo, antes de que todo empezará y él se acostara con otras. Ese insulto siempre era el detonante a la paliza. Ella presiente el golpe y se refugia entre los brazos que nunca antes habían sentido tanto alivio al recibir sólo la brisa de un aleteo. Y por fin sucedió. Luego la mujer busca la escoba y limpia los escombros del hombre que una vez amó. Después de todo, no era tan mala en los hechizos.