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El joven médico Teófilo Bautista se despertó igual que todos los días antes de la salida del sol y realizó sus labores cotidianas con esmero, como era propio de su carácter. El primer pensamiento que reavivó sus facultades mentales aquel día, mientras se vestía con su ropa deportiva, fue el del psicólogo que había definido al ser humano como "un manojo de hábitos ambulante".

Empezó a manifestarse su ansiedad, una compañera incansable que le acosaba con cierta frecuencia y se comenzaba a sentir densa en todo su ser en una especie de saludo matinal.

La primera revisión de su agenda la efectuó antes de la caminata matutina. Sentía un sudor frío y una sensación de esfumarse le corría por la piel. Estaba sentado en su escritorio de madera de caoba y leía bajo la tenue luz de su lámpara de noche, concentrado en un punto de interés en la agenda, ese libro tan especial para él, entre obras eruditas e incontables volúmenes de medicina y otros tópicos que llenaban sus anaqueles. Este punto figuraba en agendas de doce años consecutivos y era algo con lo cual había lidiado desde los catorce años de edad.

Había fumado su primer cigarrillo a escondidas por temor a sus padres. Lo hizo por dos razones: sentía una gran curiosidad y sus amigos le incitaban a ello. Pero no tardó mucho tiempo en hacerlo públicamente.

En poco tiempo, los hábitos adquiridos se crean para sí moradas y senderos en la moldeable cabeza humana y se erigen como reyes exigentes de la misma atención que requiere cuidar de otros hábitos más importantes, como las necesidades de alimento, agua y oxígeno.

Teófilo Bautista reconocía que no podía existir sin la nicotina. Esta droga se había adueñado de sus millones de neuronas que conspiraban contra su salud y bajo un antifaz de éxtasis y pasión y otro de calmante, le forzaban bajo seducción implícita a consumar la acción de fumar. Asemejaba la nicotina a un virus sui generis que tomando el control de su víctima de forma rápida y definitiva y sin posibilidad de cura alguna le llevaba a una muerte lenta pero segura.

Como ya había desistido del fastidio de enfrascarse en dilemas inútiles y además como parte inamovible de su itinerario, no pudo resistir la tentación de iniciar el día con "un minuto menos de vida" según los últimos informes científicos. Aquí encendió su tradicional primer cigarrillo del día.

Observaba como el humo mortífero dibujaba sus extrañas curvas en el aire y sigilosamente invadía la atmósfera. Pensó en como el aire se llegaba a unir con el humo perjudicial que se hacía cada vez más denso pero invisible. Luego, sus divagaciones le llevaron a realizar una analogía.

Aquellas inhalaciones viciosas se habían apoderado de su persona. Eran algo intrínseco de su ser luego de tantos años. Al principio es hasta un poco desagradable y se tiene miedo y un poco de indecisión. Es como la primera ola de humo cuya densidad no se hace significativa. Pero luego el hábito echa raíces como las plantas y crece. Igual que el humo que invade el ambiente. Y el hábito queda grabado en lo interno del ser y se hace parte invisible pero inherente al mismo.

Rememoró su iniciación en el fumar una tarde de verano que escogió con prudencia para estar seguro de que nadie seguía sus pasos. Se le ocurrió recorrer un poco más de lo acostumbrado para no visitar el colmado más próximo pero reflexionó que eso sería más propenso a levantar sospechas. Pidió una cajetilla de cigarrillos y no pudo evitar decir que eran para su papá y darle énfasis con la voz a esta última frase. Introdujo rápidamente la cajetilla en el bolsillo del pantalón más adecuado que consiguió para no hacer notar el paquete. Lo hizo en casa de un amigo donde casi nunca había mucha gente.

Notando que se había prolongado en sus meditaciones partió a sus ejercicios físicos luego de tomar un metódico desayuno. Después de la ceremonia matutina se dirigió a su consultorio, donde siempre realizaba lo que llamaba “ una primera consulta”, no de carácter médico sino romántico, comunicándose con su novia Laura, quien aceptaba que Teófilo le continuara llamando aunque llevaban más de cinco años de amores y el galeno no le entregaba un anillo de compromiso. Entonces fumaba el segundo cigarrillo del día.

El primer paciente de la mañana fue un obvio caso de abuso del tabaco y Teófilo se sintió identificado con la situación. Tuvo que sacar fuerzas para recomendarle enérgicamente que abandonara el tabaco y para ofrecerle sugerencias lo mejor que pudo.

Al partir el paciente, estalló en sollozos profusamente. Nunca antes le había sucedido aquello. Le ordenó a su secretaria que le diera veinte minutos para resolver unos asuntos. Recordando a Rubén Darío después de tantos años de no leerlo, repitió en voz alta estos versos inmortales:

Juventud, divino tesoro
ya te vas para no volver!
cuando quiero llorar no lloro...
y a veces lloro sin querer.

Parsimoniosamente se quitó los antejos, manía que practicaba para meditar, y comenzó a caminar alrededor de su consultorio, algo que hacía sólo en casos de mucha tensión. Resurgió en su interior una llama de ardor que no le visitaba en mucho tiempo. Era una invitación a la lucha. Sabía por experiencia que resultaba penoso y ya no poseía muchas fuerzas. Pero se resolvió a abandonar el hábito de una vez por todas.

Desempolvó una parte de sus cincuenta y siete libros de autoayuda en cuyas páginas hallaría el aliciente y el germen de la esperanza que le llevarían a la coronación de su victoria. Tomó unas cuantas hojas blancas y trazó un plan de lucha perfecta como nunca antes había concebido uno y finalizó la mañana con un humor diferente.

Terminó la jornada matutina con una sensación airosa. Parecía que iniciaba una nueva etapa de su vida. Al fin, el cigarrillo dejaría de ser un escollo en su camino. Pero no era un optimismo desbordado. Sabía cuantas veces había soñado vanamente.

Durante la tarde, en la que le correspondía estudiar y descansar, se fue a visitar los parques de la ciudad. En cada esquina veía una paletera , un dispendio, un almacén , y se agolpaban en su mente imágenes de compras anteriores de paquetes de cigarrillos de diferentes marcas, ya que en distintas épocas había fumado marcas variadas. En los parques como en las calles no podía evitar tropezarse con colillas de cigarrillos. Fue difícil resistir la tentación que le sobrevenía a cada momento , pero pudo sobreponerse a la situación.

Esa noche, se encontraba en un estado de relajación óptimo, mejor aún, de paz interior. Bajo la tenue luz de su lámpara de noche, se inspiró y escribió los siguientes versos:

El camino largo
la noche muy densa
el triunfo lejano
dormir no me deja
Penas y lágrimas
y llanto y dolor
mas siempre contemplas
que serás ganador
Aguanta con ardor
resiste la noche
y serás triunfador
glorioso tu coche

Con eso se acostó y quedó profundamente dormido.
Teófilo Bautista no era un luchador improvisado. Durante dos años, hasta ese día en que sólo fumó dos, se limitaba a fumar tres ó cuatro cigarrillos diarios . Sin embargo, sus propios médicos no le daban muchas esperanzas de poder sobrevivir a un cáncer en los próximos doce meses.

El día siguiente, el joven médico Teófilo Bautista, se despertó igual que todos los días antes de la salida del sol y realizó sus labores cotidianas con esmero , como era propio de su carácter.

1995
Revisado (2011)

ELIAS Y. BORTOKAN B.

Texto agregado el 12-10-2012, y leído por 77 visitantes. (0 votos)


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