Oigo esa música que crea la esperanza de encontrar un pedazo de mi tierra en este lugar. En la plaza los rostros que logro ver son serios, pero sin malas intenciones. Nada más me dejo guiar por la música mientras ubico, girando sobre mí, este sitio donde quiero estar. Algunas imágenes en mi cabeza se mezclan con la de los edificios y la gente. Hay frío, algo antiguo, se respira alguna pasión mítica. Las parejas permanecen en las banquetas de piedra, sentadas alrededor de la fuente, otros parados bajo los horcones de viejas cantinas. Todos con esa aura despreocupada de que nada pasará. Que se quedan allí por pura costumbre. En tanto yo, impaciente avanzo sobre el duro piso. Buscando con la experiencia esa canción y ese sitio, y una brisa me hace cerrar el abrigo. Saco del bolsillo una foto, añoranzas de mi viejo país: pavorreales en un jardín. Junto a la fuente intento parar allí a cualquiera que me entienda. Incurro en el error de llamar por nombre y olor a una mujer. Con pintas en el cabello y fuego en los huesos viene hacia mí. Digo palabras que no se entienden. Al caer en cuenta que mi confusión provoca su perplejidad desisto y quiero dejarla seguir su camino. Pero de eso nada. Ella toma las fotos. Canta y ríe con escándalo. Así de despreocupada. No entiendo su gusto por empezar a morder mis fotos por las orillas y escupir. A la par, me doy cuenta que canto y risa son una sola expresión en ella, ¿un rito, tal vez? Me devuelve las imágenes en silencio y continúa su camino. La brisa es una helada en los nervios, volcando los instintos al puro estropicio de pavorreales.