Caía quizá una noche de Septiembre. Es, claro, en este punto en donde comienza a diferenciarse ésta del resto de historias, porque, en nuestros tiempos y los que los anteceden, todas las historias comienzan en una tarde de Abril (el mes en el cual más se enamora la gente) o una mañana de Julio (el mes cuando más hijos nacen) o una madrugada de Noviembre (cuando más coge la gente), siendo Mayo y Agosto también populares. Pero pareciera que en el mes de Septiembre nunca ocurre nada, u ocurren las cosas que nadie cuenta, posiblemente por lo dificultoso que resulta decir “Septiembre”, en comparación a la dolorosa facilidad de decir “Abril” o “Julio”. Mas no dejamos que esta terrible dificultad nos impida continuar con nuestro relato.
Pues caía la suspendida noche de Septiembre cuando decidimos permitir estallar esas bombas apasionadas que venían engordándose hasta el último punto de aguante desde todos los meses anteriores en los que nos hablábamos como dos extraños que se conocían todo y se ocultaban lo horrible. Y es que no me lo dijiste todo entonces y todavía nos marcan las cicatrices de tales omisiones. Ahora resulta difícil comprender la tolerancia que le teníamos a esa existencia. Nuestra relación era de naturaleza rara, porque no hay otras palabras para decirlo. Nos sentíamos dueños el uno del otro cuando a la vez denunciábamos lo ajenos que nos éramos. Como conversar con un sacerdote que espera impaciente que le confesemos nuestros pecados mientras sólo le hablamos del clima o de lo mal que está la economía.
Teníamos la piel hinchada, roja y rasgada de las picadas de zancudos furiosos que nos rascábamos y retorcíamos tratando de hacer paliativo, pero ésa no es la forma de tratar las picadas y lo aprenderíamos inclementemente. Mojamos una pelotita de algodón y la frotamos sobre nuestra irritada piel, intentando borrar todo aquello espantoso que habíamos dejado atrás y que nos mostramos y escondimos el uno al otro pensando que estábamos haciendo lo mejor, o estábamos cumpliendo un capricho, o cediendo a la presión, o desquitándonos por algo feo que nos restregó en la cara el otro.
Lo bello viene rodeado de tales espinas, y es el amor, específicamente, el que crece sangrando. La mayoría de historias cuentan con la ventaja de la cercanía, o mejor dicho, la falta de distancia, para usar las manos y ensartarse las espinas en ellas; pero en nuestra historia todo estaba de cabeza; comenzamos por el principio y terminamos por el final, y ahora en el comienzo que es el término vemos atrás y nos reímos con lágrimas, chupando dulces amargos y bebiendo hirvientes jugos con hielo.
No sabíamos cómo podíamos quitarnos aquellas espinas estando a miles de kilómetros de distancia, era comprensible. Sólo contábamos con las palabras. La fuerza de las letras sería la única arma con la que contaríamos para atravesar crecidos y gruesos tentáculos espinosos que nos ahogaban germinante semilla. La Era del Hielo.
Esa muy probable noche de Septiembre nos armamos hasta los dientes y sin querer, casi como un hipo, sin ya más poder contenerlo, nos salió revelarnos ese secreto público. Salió el Sol y derritió los Eternos Hielos.
El mundo había tomado un nuevo color, un color rosado, como el de un caracol, y ya nada importaba, porque nos teníamos el uno al otro y ahora podíamos decírnoslo. Las rosas se abrieron, como el cielo, y todo tenía sentido. Con palabras de consuelo y explicaciones nos lamimos las heridas, hasta renacer con una nueva visión de mundo en la que sólo existíamos nosotros.
Curiosa-o-no-mente sería que en otra noche de Septiembre, mas sin que se cumpliese un año, cuando regresarían nuevos hielos, nuevas espinas, y un nuevo elemento: una tremenda penumbra que nos cegaría de las heridas hasta que se llenaran de larvas de mosca. Ni modo, nos las tuvimos que comer después, cuando logramos batir la oscuridad, y aquí, nuevamente, te tengo curando mis heridas con tus palabras, esperando que esta vez me des las respuestas que necesito (o quizá quiero) para recapitular nuestra vida, y, seguramente, alcanzar un Septiembre distinto.
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