Estaba recordando cuando llegó Pedro. En silencio llegó. No dijo nada. Entró a casa como entraba siempre. Sin tocar. Sin anunciarse. Cuando lo vi me largué a llorar desconsoladamente. Es como que había llegado algún tipo de consuelo para mí. No me dijo nada. Una sola palabra no dijo. Me abrazó fuerte. Mis lágrimas eran cataratas. Mojaban sus hombros. Lo curioso de todo esto es que Pedro nunca me preguntó qué me pasaba. Solo me estaba acompañando en ese dolor que era notorio.
Balbuceaba algunas palabras que Pedro tal vez no las entendía. Todavía siento ese abrazo sincero en mis espaldas. No le encontraba explicación alguna a muchas cosas de la vida: a la vida misma, al sufrimiento, a la tristeza, al llanto, a la muerte…
Cuando estuve un poco más calmado Pedro se fue. Sin decir una sola palabra. Sabía que en algún momento iba a volver. Siempre vuelve. Es como un perro amigo aquerenciado en un lugar determinado. Volví a encontrarme solo, entonces sentí que fue la mejor charla que tuve con mi amigo Pedro a pesar que no nos dijimos una sola palabra.
Ahí quedé. Sentado en el borde de la cama. Esperando que el amanecer llegara a mi vida. Solo Dios fue testigo fiel de esos días y noches de dolor y angustia.
La tormenta fue pasando. Pedro dejó de venir. Hace tiempo no lo veo. Es un tanto especial. Es como que presiente cuando me siento mal y entonces aparece. De la nada aparece. Si me ve triste me acompaña en el silencio. Si no estoy triste habla y se ríe a carcajadas.
Así es Pedro. Un idioma más de cómo pronunciar la palabra amistad.
@Mauricio Muro