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Mi madre utilizaba una perífrasis para hablar de su gordura. No decía, «¡Dios, qué gorda estoy!», no. Decía, «¡Dios, cómo se me ha aflojado el neumático!». A ella, se le aflojaba el neumático. Eso quería decir, «¡Dios mío, dios mío, qué barriga tan descomunal tango!». Pero eso no se podía decía, en todo caso, cuando se ponía en plan fina, prorrumpía con el siguiente lamento, «Qué panículo adiposo tan extraordinariamente voluminoso me ha surgido en el abdomen». A nosotros, que utilizábamos neumáticos de ruedas de camión para bañarnos en el mar y para diversos menesteres propios de la infancia, nos gustaba más aquella figura relacionada con el neumático. No sólo es que tuviera un neumático alrededor de la cintura, cosa de por sí alarmante y portentosa. Sino que ese neumático se había ido desvarando por diversas causas, ajenas por completo a su voluntad. Una de ellas, inapelable, eran los sucesivos y numerosos embazaros que había tenido a lo largo de su dilatada vida reproductora, doce, a lo que había que sumar un número indeterminado de abortos sin cuantificar. En mi casa éramos los mismos que los hijos de Abraham y las Tribus de Israel y, claro, todo ese ir y venir de la barriga de mi madre, afloja, qué duda cabe.

El reconocimiento de las dimensiones apocalípticas de su barriga no implicaba, en modo alguno, la toma de medidas para paliar el crecimiento y la laxitud de aquella rueda de camión. Todo el mundo convenía que era algo propio de su naturaleza y, por lo tanto, natural. La barriga de mi madre era natural pues había tenido doce hijos y no se sabe cuántos abortos. Frase que se repitió en mi casa de manera constante. A mí, por lo tanto, me parecía natural la barriga de mi madre y no me daba vergüenza tener una madre sobredimensionada. No obstante, como medida precautoria, nunca llevaba a mis amigos a jugar al patio de la casa cuando estaba la ropa tendida, para que no vieran las dimensiones realmente fantásticas de sus bragas.

Uno de los espectáculos más connotados de mi infancia consistía en pedirle a mi madre que nos enseñara la barriga en todo su esplendor. Si estaba de buen humor accedía y como nunca tuvo sentido alguno del pudor, se arremangaba el blusón y dejaba que viéramos y tocáramos aquel portento de ombligo y sus alrededores, recostada en el sofá como si fuera una odalisca. Nosotros abríamos lo ojos como platos y nos abismábamos en aquella inmensidad, o pegábamos la oreja para escuchar un concierto acuático de ruidos y sentir los movimientos que se producían en su interior. Después del espectáculo, aplaudíamos. Entonces mi madre decía: «Antes de que se me aflojara el neumático, yo era una sílfide». No sabíamos lo que era una sílfide, pero intuíamos que tenía que ser algo así como el espíritu de la golosina, flaco y estilizado. Alentada por la euforia del momento y el general reconocimiento que despertaba, aprovechaba para elevar a categoría de ley universal su teoría del neumático: «Hay un momento en la vida de las mujeres en el que se les afloja el neumático, afirmaba. Pasa aquí, en la Cochinchina y en Pernambuco. La barriga de los hombres, por el contrario, es fruto de la molicie». Con el tiempo, la barriga de mi madre y la elasticidad de su musculatura abdominal, terminó siendo no sólo el orgullo de la familia, sino una especie de admirable objeto de culto y veneración.

JUAN YANES

Texto agregado el 15-11-2012, y leído por 121 visitantes. (2 votos)


Lectores Opinan
15-11-2012 Me encantó, es un texto dulce y pleno de amor, además de entretenido y no dejé de sonreír mientras lo leía, el amor de un hijo es incomparable. Mis estrellas. Magda gmmagdalena
 
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