Aníbal era un campesino peor que cualquier espartano. Le vi operarse con una navaja un tumor en la cara y a sangre fría. Me dijo que le trajera la navaja, la piedra de amolar, la gasolina de su mechera y un pañuelo. Se colocó frente al espejo y se hizo dos profundas incisiones en cruz y con la uña se escarbaba como retirando algo. Le vi bañado en sangre y cuando la esposa le vio se desplomó como un bulto de periódicos. Todo lo que dijo era que la sangre era muy escandalosa. Se limpió la sangre con el pañuelo y mantuvo su mano apretando la herida hasta que dejó de sangrar. Me dijo que yo debía aprender a curarme por mí mismo y será por eso que soy mi propio médico. Agustín, el padrastro de Aníbal medía como 1,50 metros pero Aníbal le tenía no miedo sino pavor. Sin embargo de él aprendió infinidad de métodos de curación como el descrito. Agustín estaba en un aserrío y con un gran serrucho trocero sacaban piezas a lo largo de los troncos. El serrucho era operado por dos personas, uno arriba y otro debajo de la tarima. Un día un trabajador pasó por el lado del serrucho en funcionamiento y le abrió la espalda con una herida por lo menos de 50 centímetros. Agustín lo hizo coger, a las malas, de los otros trabajadores. En el suelo uno se le sentó en un brazo, otro en otro y dos más le tenían las piernas. Agustín puso a hervir agua como para pelar pollos y se la fue vaciando poco a poco sobre la herida hasta que esta quedó blanca y no manaba sangre. Cuando terminaron el trabajador los insultó y salió corriendo. Esa gracia no la podía hacer nadie pero Agustín lo disculpó porque eso siempre duele, comentó.