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Una mirada cómplice
Carlos García Soto
Nunca imaginé que asistir a un taller sobre cuentos de terror daría lugar, no a un cuento, sino un verdadero testimonio de terror, como éste. Lo que aquí se va a escuchar se asemeja a un cuento… Y cuánto hubiera deseado yo haberlo escrito sólo para leerlo en un taller sobre cuentos de terror…
Más allá de que caminar por las calles de lo que he denominado como “Ciudad Gótica” siguiendo las instructoras de un taller sobre cuentos de terror sea en sí mismo algo terrorífico, lo que aquí se va a escuchar ocurrió en la realidad. Por más fantasmagórico que parezca.
Leí en el twitter un día un anuncio de un taller sobre cuentos de terror que sería ofrecido, con un recorrido incluido por el centro de Ciudad Gótica. Desde que sucedió “aquello”, más nunca he tenido la valentía para abrir de nuevo el twitter, porque fue en ese momento, cuando leí aquella invitación a ese taller, cuando comenzó “esto”.
El taller se desarrolló con toda corrección. Se visitaron distintos lugares en el centro de Ciudad Gótica en la cual se han dado fenómenos… ¿cómo decirlo? ¿Paranormales? El término está de moda, y ciertamente, lo que allí nos contaron se salía de lo que convencionalmente llamamos como “normal”.
La visita al Museo Sacro fue particularmente interesante. Había estado allí hace unos años, y desde hace semanas me había venido diciendo a mí mismo que quería volver. De hecho, aún recuerdo con cierta ironía interna cómo le dije a mi amigo Javier aquél día: “hay que venir un día con más tiempo”.
El taller siguió su curso, y luego recibimos una clase sobre cómo enfrentar la escritura de un relato de terror, en un edificio, por lo demás, ciertamente terrorífico. Mientras escuchaba mi clase me imaginaba escribiendo un “cuento” de terror, en el sentido tradicional del término, referido a un relato imaginario. En realidad, ahora me he visto obligado a adaptar tales reglas propias de un relato imaginario, para contar algo que no ha sido imaginario, sino tan real como que en este momento estoy aquí, a esta hora.
Llegué a casa y me serví una copa de vino para descansar de la jornada. Estaban transmitiendo un buen juego de béisbol, y allí me instalé en ese canal de televisión, fijando la atención en algo tan distinto a lo que había sido mi jornada de taller.
Algo me inquietaba. Cierto sobresalto, de origen indeterminado. Cambié varias veces de canal, y aunque me distraje por un momento, el sobresalto continuaba. Apagué el televisor y busqué otra copa de vino y me puse más cómodo para apoyar la cabeza en el sofá. Me quedé dormido quizá por quince minutos.
Al despertar, la angustia que había sentido antes de dormir se había incrementado, como por una fuerza interior que yo no podía dominar. Era curioso, porque al menos en ese momento de mi vida todo estaba en relativo orden, tanto en lo material como en lo espiritual. Era una de esas épocas de la vida en la que todos los aspectos van fluyendo ordenadamente. Por ello, propiamente no había una razón objetiva por la cual sentirme inquieto.
Ya que en el taller lo había pasado francamente bien, decidí buscar una tercera copa de vino y sentarme junto a la ventana para tomar aire fresco y hacer un recuento en mi memoria del taller que realicé. Desde que tomé el metro para ir al centro, hasta que volví a tomarlo para regresar a casa.
Al margen de la angustia que ya sentía, y que he intentado con el alcance que las palabras me lo permiten, transmitir, en la medida en la que iba recordando la cronología del taller, se generaba en mí una angustia adicional, que, por triste que parezca, era diferenciable de la otra angustia, si bien en algún momento podían entrecruzarse.
A medida que recordaba, y en mi itinerario mental me acercaba a la visita que se hizo al Museo Sacro, las dos angustias aumentaban en su intensidad. De alguna manera, me dio la impresión de que si seguía en mi recorrido mental, algo catastrófico podía ocurrir en mi mente al llegar en ese recorrido al Museo Sacro. Aún no sé por qué, concluí que la única manera de calmar mis angustias era ir, a esa hora de la noche, al Museo Sacro, a conjurar los miedos que mi propia mente había fabricado.
Así lo decidí, a pesar de los conocidos riesgos que supone ir al centro de Ciudad Gótica en la noche. Tomé un taxi, y pedí que me llevara hasta allá.
Cuando estaba a unas cuadras de llegar al Museo Sacro caí en cuenta de lo irracional de mi conducta. No tenía absolutamente ningún sentido lo que estaba haciendo, pero me parecía aún más ridículo decirle al taxista que diera media vuelta y me llevara de nuevo a mi casa. Era una situación bochornosa en la que me encontraba y decidí no decirle nada al taxista, y dejar que me llevara hasta el Museo Sacro.
Al llegar, pagué y me bajé del taxi. Aunque en el momento fuera insignificante, en ese momento me surgió una tercera angustia, esta vez más material, si se quiere: la de estar a media noche en el centro de Ciudad Gótica, sin carro.
Caminé hacia el Museo, y la cara del vigilante me pareció conocida: en efecto, era quien nos había abierto la puerta en la tarde de ese día cuando hice la visita junto con mis compañeros del taller. Con una sonrisa levemente macabra me abrió la puerta y con el brazo me invitó amablemente a entrar.
Había algunas luces encendidas, lo que le deba al Museo un ambiente más espeluznante que el de por sí ya tenía. No dejaba de ser en cierta forma una sensación bien peculiar la que podía sentirse allí adentro.
Me dirigí hacia la zona donde, según nos habían contado, se habían descubierto restos de osamentas humanas. Afortunadamente, había una pequeña luz en esa terrible habitación, que me permitía no tropezar cuando caminaba hacia ella.
Llegué la habitación y comencé a tratar de leer las explicaciones que allí había sobre los distintos objetos. La temperatura –nunca sabré si la externa o mi interna- comenzó a descender significativamente, al punto que en un momento llegué a sentir verdadero frío.
Lo que sucedió después fue simplemente inexplicable, por más que al decir eso pareciera como si he claudicado ante el típico lugar común de un cuento de terror. Sin embargo, recuérdese que esto no es un cuento de terror, puesto que no es un relato imaginario. Es un testimonio de algo que sucedió en mi vida, y allí no caben los lugares comunes. En realidad, ni siquiera he sabido explicarme a mí mismo con algún grado de exactitud sobre qué fue lo que ví. Lo único que puedo afirmar en este momento es que lo que yo vi esa noche en esa habitación, era la representación viva de lo maligno.
Al salir atropelladamente del Museo lo único que pude ver con algún grado de detalle fue la mirada cómplice del vigilante.

Texto agregado el 29-11-2012, y leído por 157 visitantes. (0 votos)


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