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Eulogio llegó a casa temblando. No quería que su mujer se diese cuenta de lo que había estado haciendo durante el día. Pasó inmediatamente a la cocina y se sirvió un vaso de agua. Oyó las voces de Blanca y su hijo mayor charlando a lo lejos, junto al televisor. Se apoyó contra la muralla y esperó pacientemente a que sus pulsaciones disminuyeran un poco.
Abrió el refrigerador y sacó un yogurt; ahora que la tenía a ella, necesitaba estar en forma, ya no era un jovencito. Sabía bien que las de su tipo no se congraciaban con hombres de su edad si éstos no se preocupaban de su físico.
Blanca entró a la cocina y encontró a su marido sentado en el comedor de diario, con un yogurt a medio beber, sujetando su cabeza con ambas manos.
-Te ves pálido- le dijo a modo de saludo. Él, nervioso aún, se esforzaba por no delatarse.
-No te sentí entrar.
-¿Comiste algo? Yo ya me voy yendo a la cama...
-No tengo hambre, en realidad –respondió débilmente.
-Te dejé un plato servido en el refrigerador. No tienes que comértelo hoy, si no quieres.
-No te preocupes, prepararé cualquier cosa en un rato más, si me da hambre.
-¿Subes luego o te vas a quedar escribiendo?
-Voy en un momento.
-Buenas noches, por si me encuentras dormida –dijo ella al retirarse, sin mirar atrás.
Eulogio tenía ambos codos apoyados en la mesa. Levantó la cabeza y se fijó en el reloj de muro colgado en la cocina, con su armadura metálica cubierta de polvo. El tiempo parecía pasar más lento a través de sus manecillas de acero, que se paseaban a destiempo por el marco de pintura resquebrajada. Había sido bonito en su época, cuando todos eran así de cuadrados, pero ahora resultaba anticuado y sin gracia; ya nadie quería relojes tan rústicos.
Le había pedido innumerables veces a Blanca que se deshiciera de él, pero la mujer se resistía. Que estaba lleno de recuerdos, decía ella, que era un regalo de bodas de su hermana. Varias veces intentó sacarlo él mismo, pero llevaba tanto tiempo atornillado en aquella pared que sus pernos se habían fusionado a los cimientos. El artefacto, entonces, se perpetuaba en el muro pese a que ya ni siquiera daba bien la hora.


Eulogio se movía por la casa a hurtadillas, refugiándose en el refrigerador o en su escritorio. Blanca parecía cada vez más acostumbrada a esa distancia, y así como él no le preguntaba dónde había estado durante el día, tampoco ella le hacía preguntas. Era lo mejor para todos, a su juicio.
En esos días, él ya no tenía que ir a trabajar; podía dedicarse todo el día a su gran pasión no explorada, la escritura. Sentarse en su silla de escritorio con resortes gastados le provocaba considerables molestias, pero el tedio de ir a comprar una nueva era tal que prefería mantener la que tenía. “A mi edad, es mejor defecto conocido que problema por conocer”, solía decir a los que le preguntaban.
Se había sentado en su escritorio, pero no lograba concentrarse. Eulogio jugueteaba con sus anteojos, evitando colocárselos; si bien era incapaz de ver sin ellos, le resultaban pesados y molestos; la armazón metálica le dejaba marcas en el contorno de las orejas, los cristales se empañaban fácilmente y la distorsión de los vidrios rayados le provocaban frecuentes dolores de cabeza.
Jamás pudo acostumbrarse a los famosos lentes de contactos que Blanca tanto insistía en comprarle. “Tu tienes tu reloj de muro, yo tengo mis lentes” alegaba él, defendiendo a sus grandes enemigos, obligándose a callar todos sus reparos hacia ellos; cualquier cosa con tal de no dar su brazo a torcer.
A causa de dichos anteojos, le resultaba cada vez más difícil escribir; las letras aparecían borrosas y no le resultaba sencillo dar con las teclas correctas al tipear. Lo que antes se demoraba una hora en redactar, ahora le tomaba entre cuatro a cinco.
Se sentó en su vieja silla junto al computador y se dedicó a teclear números y letras sin fijarse en cuál. Le causaba gracia eso de tipear y no ver; el contorno de las letras agrupadas diseñaba figuras en la pantalla, las que debido a su borrosa miopía parecían más gruesas y más chatas. Abría los ojos y jugaba a que veía figuras, como las que encontraba allá arriba cuando era pequeño, escondidas entre las nubes.
“Para morir no es necesario dejar de respirar” le había dicho años atrás su abuelo, después de una caída de un caballo que lo dejara postrado en una silla de ruedas; al ver la pantalla llena de caracteres sin sentido y un plato de comida fría junto al monitor, comprendió lo que él le había querido decir.
Lo habían llamado para avisarle que ella lo iría a buscar. Él se resignaba con la templada espera, ésa que no tiene apuros y se toma su tiempo para despedirse de todo aquello que algún minuto tuvo significado o importancia.
De pronto sintió su presencia. La delató su olor, inconfundible para él a esas alturas. Estaba ahí, a pasos de su esposa. Había venido a buscarlo, como anunciara días atrás.
Eulogio esperaba que ella le hubiese avisado antes de ir; de este modo, tendría las maletas listas y saldría a recibirla en la calle, para que nadie más la viera; jamás imaginó que entraría a su casa de manera tan abrupta. Si lo había mantenido todo en secreto, era precisamente para no mirar a Blanca a los ojos al momento de marcharse. Detestaba las despedidas y hacía todo lo posible por evitarlas.
Pensó en ir corriendo donde su esposa y contarle de una vez. No quería quedar como un cobarde o un traidor. Sin embargo, al verla en el pasillo, supo que no sería posible. Ella ya había llegado y no había manera de evitar que Blanca se enterase de que ellos habían estado juntos durante los últimos cinco meses.
Eulogio comprendió entonces que no quedaba nada más por hacer. Siempre había pensado que sus recuerdos eran una de las pocas cosas que serian verdaderamente suyas, que nadie podría quitárselos. Le costó mucho aceptar lo que su doctora le explicaba, que esa enfermedad era degenerativa, y que cada vez tendría más dificultades en recordar. En vez de levantarse corriendo, se sentó en el sillón de la sala de estar y cerró los ojos. En realidad, nunca había pensado que su secreto se mantendría como tal para siempre. El Alzheimer es así, dicen, una enfermedad caprichosa e impredecible.
Se dirigió a su escritorio, y se miró por última vez en el espejo. Con un destornillador giró minuciosamente los pernos de los cuales éste colgaba, y lo reemplazó por aquél retrato suyo que tanto lo enorgullecía, en el cual lucía un abrigo azul, camisa desabrochada y un brillante reloj pulsera. Se paró frente al retrato e imitando la postura que tenía en ese entonces, le respondió con una sonrisa a su vigoroso reflejo enmarcado en alerce.
-Ya volveré –le dijo a su nuevo reflejo, con el orgullo de quien enuncia una profecía –y tú, tal como ahora, seguirás sonriendo y mirando de frente.
Emprendió la retirada en silencio, con la cabeza erguida y una tenue sonrisa en los labios. Sus recuerdos se hacían líquidos y escurrían por sus manos, esparciéndose por el suelo al avanzar, pero a él eso no le importaba; Dejaba su imagen fija en el escritorio, junto al reloj de la cocina y todas esas otras cosas que se dejan en la pared.

Texto agregado el 10-12-2012, y leído por 81 visitantes. (2 votos)


Lectores Opinan
10-12-2012 Muy bueno kentucky, estás en mis favoritos ***** aguilagris
 
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