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Agua de Manantial

El manantial que cruzaba todo el camping fluía tan bello como de costumbre, allí nos conocimos. Ella venía a los manantiales todos los años, pero no a divertirse o a relajarse precisamente, sino que a convertir paganos a la religión evangélica. Yo era, soy o creo ser un inconverso.
No llevaba mucho tiempo trabajando en el lugar, creo que dos semanas, sí, dos semanas, puesto que salí del colegio la primera semana de diciembre y comencé de inmediato a trabajar como salvavidas, algo que me encanta y que seguiré haciendo todos los años, hasta que salga de la Universidad. Bueno, ese día estaba repleto de gente, incluso los dueños tuvieron que habilitar nuevos sectores para el pic-nic. Yo estaba más ocupado que nunca, tratando de ver y hacer que las personas se comportaran dentro de la poza.
El día nos acompañó con un clima agradable; pocas nubes y un viento que soplaba tiernamente contra los innumerables álamos, sauces, aromos, espinos, maitenes y acacias, dándole al lugar un ambiente puro y natural. Esta pureza explica la razón de que nos visitaran tanto. En la tarde cuando acabé mi turno, partí a mirar el nacimiento de la vertiente en un extremo del recinto. Me gustaba jugar con los peces –sé que no es muy maduro de mi parte, pero siempre he apreciado el contacto con los animales- y estando entretenido en eso, me interrumpe una voz tierna.
-Hola, ¿estás muy ocupado?
-Hola hola no no, claro que no ¿en qué puedo servirle?
En realidad si estaba ocupado; tenía que ir a casa de mi novia, Martina, una dulce chica, de lindo rostro y cabellos oscuros, que además estaba bien enamorada de mí. No sé si yo de ella, pero en fin, no es el mejor momento para hablar de mi novia.
¿Cómo te llamas? Dijo ella. Contemplé su rostro, tenía los ojos de un color similar al verde, puede ser que sean pardos, tenía una cabellera negra y lisa que le llegaba hasta sus hombros, dos mechones de pelo caían a lo largo de sus blancas mejillas, otorgándole un aspecto bastante fino. Parecía de unos veinte años de edad, dos menos que yo. Al parecer, me demoré en contemplarla, ya que me volvió a preguntar el nombre.
-Moisés- le contesté
-¡Moisés! Que lindo nombre, es bíblico. Me presento, mi nombre es Abigaíl. Puedes llamarme Abi, yo quiero… mmm no sé, hablar contigo… Moisés ¿tú crees en Dios?
Ya con esa pregunta supe que quería marcharme, que debía virar en u y emprender rumbo a mi casa rápidamente, pero ella era muy guapa y también parecía muy agradable, por eso como buen caballero que soy decidí darle la oportunidad de que me lateara acerca de Dios. Tal vez en una de esas, conseguiría una aventurilla celestial jeje.
-Como no voy a creer en Dios si yo fui el que abrió las aguas ¿o no?... creo en Dios, osea, en que existe un Dios, alguien superior a nosotros ¿me entiendes? En lo que yo no creo es en las religiones.

Al decir eso ella me miró interesada, como si nunca escuchara eso, yo sé que es común mi pensamiento, pero ella me miraba como si nunca en su canuta vida había oído tal planteamiento. Sonrió y me dijo que me perdía de mucho, que Jesús era lo más genial que le podía pasar a alguien, me dijo esas cosas que siempre te dicen con jergas evangélicas y con citas de la Reina Valera del 60. Hablamos -también- del futuro; Ella estudiaba pedagogía en castellano en Valparaíso y quería hacer un doctorado en teología. Me pareció raro que ya pensara en un doctorado, pero no dije nada en el momento. Yo esperaba los resultados de la PSU con paciencia, confiaba en mis resultados y en que los puntos me sobrarían para entrar a Sociología, en la Católica de Valparaíso.
Durante la charla, yo traté de ser gracioso y ella lo entendió. A veces también me seguía los chistes. En una ocasión le mencioné no cuajaba su relación con Dios y su relación con la universidad de extrema izquierda a la que asiste, le hice la pregunta que siempre le hacen a los muchachos de la UPLA, sobre si tienen el ramo de molotov I. Ella rió y dijo que una cosa no tiene nada que ver con la otra, que ella no participaba de esas cosas, aunque no por distancia política, sino que estaba demasiado ocupada y en su vida no era prioridad hacer la revolución izquierdista, sino cambiar el mundo de forma cristiana. No entendí, me explicó que su revolución es Jesús y que eso trata de expandir. Me molestaba un poco -solo un poco- que no podía dejar de lado su intención de persuadirme. Cada tema lo giraba en torno a Dios y Jesús; bueno, es lo mismo, según los cristianos.
Cuando le expliqué que ya tenía que irme a casa, noté un poco de tristeza en su expresión. Había disfrutado su charla conmigo, de eso no cabía duda. Luego me miró a los ojos y se dispuso a hablarme. Yo no pude evitar poner mis negros ojos en su boca, que era muy sensual.
-Moisés, sé que esto no influirá hoy mucho en tus pensamientos, pero tienes que saber que en un futuro cercano esto retumbará en tu mente día y noche. Cristo te ama. Si quieres venir hoy en la noche a los bautismos, sólo a mirar claro, te estaré esperando.
Nos despedimos con un beso en la mejilla, sentí sus labios levemente carnosos y húmedos en mi cara. Sentí una leve excitación. No tenía nada que hacer por la noche, sólo ir a ver a Martina, pero la verdad, las cosas no andaban muy bien con ella. Así que decidí mejor pasar a ver a mi mamá primero, tal vez para poder excusarme con Martina y venir a juntarme con la evangélica, aunque también quería saber que había cocinado, pues era tarde y mi estómago fatigado clamaba por las delicias que me preparaba mi vieja.
Llegué donde mi mamá, nos saludamos efusivamente como siempre. Sin embargo, esta vez en sus ojos la noté sorprendida. Supuse que ella no esperaba mi visita tan temprana- y eso que era tarde-. También me fijé en que la casa estaba más ordenada que de costumbre. Al principio esto no llamó tanto mi atención, pero cuando observé detenidamente, mi mente se iluminó. Ella estaba toda despeinada y olía a perfume de hombre, un perfume como de pino, muy diferente al típico desodorante con colonia con aroma cool ice que usaba mi viejo. Descubrí en una tercera mirada examinadora que su nerviosismo se acrecentaba inmensamente con el pasar de los segundos. Por descuido miró hacia su habitación. Sólo por un brevísimo instante. No sabía si ponerme a llorar o golpearla; mi papá trabajaba mucho, tampoco era el tipo más agraciado del mundo, pero no encontraba más razón como para que ella tuviera un amante. Quise descubrir quién era el que gorreaba a mi viejo, así que por ese error de mi madre tomé las cartas del asunto y, sin prestarle más atención a ella, corrí hacia la habitación de mis padres y busqué al gañán para darle su merecido.
-Moisés, ¿qué haces? ¡Moisés para que estás desordenando la pieza!, hijo ¿qué te pasa?
-Dime donde está, yo lo voy a matar, mi viejo va a saber que te lo estabas cagando, dime dónde está ese maricón, mamá, no lo ocultes.
-Hijo, yo no sé de que….
No alcanzó a terminar la frase falsa y cliché, cuando lo vi. Iba corriendo en dirección a la puerta de salida del living comedor desde mi propia pieza, mi propia morada. Salí disparado hacia él, empujando a mi madre con el hombro. Haciéndola caer a la cama manchada por su infidelidad- aunque pudo ser mi cama perfectamente-. El avanzó raudo y abrió la puerta, pero ahí se demoró. Aproveché su contratiempo en la entrada de la casa y le di alcance, además de un puñetazo en la nuca –un golpe justiciero e irónico- que le hizo caer al suelo. Ahí pude darme cuenta de quién era. Mi jefe, no, no era mi jefe, en realidad era el dueño de los manantiales en los que yo era un simple salvavidas. No entendí por qué él y mi mamá, bueno, ya saben. Al ver sus labios sangrando supe que no trabajaría más en ese lugar si le contaba a mi viejo todo este engaño, de todos modos estaba demasiado desconcertado como para pensar, para actuar o para hablar.
-¡Torres! ¡Moisés Torres!- dijo el patas negras. Se levantó, se limpió la sangre y me miro duramente, aunque no tenía ningún derecho, sacó su ímpetu de hombre adinerado y me amenazó. El muy caradura me dijo que me iba a bajar el sueldo, en realidad por eso es que resumo esta conversación; no me gusta recordar tanta pavonada. En pocas palabras quedé entre la espada y la pared, no sabía qué hacer y tampoco quería hacer nada, me importaba poco mi novia, mucho menos Abi.
Opté por caminar hacia el río, ya era de noche y en el cielo no se posaba ninguna nube, las estrellas me hicieron pensar en todo lo ocurrido con mi madre. Me acordé que a esa hora generalmente llega mi padre a casa, imaginé su siempre cansada expresión: tenía los ojos un poco achinados, pero con grandes iris negras, la boca pequeña, labios partidos, piel seca y sin rastro de vello. En mi mente lo vi saludando a mamá con tres besos en la boca como acostumbraba. Que cínica es mi madre, que cínico es mi padre, que seguramente ya sabe todo esto y se hace el tonto, que cínica es Martina, que debe estar hablando con quizás cuantos jotes por facebook, sonrojándose con cada comentario baboso de los imbéciles en sus fotos, cínica también la evangélica. Todos somos unos cínicos.

A orillas del río, tomé unas pocas piedritas y comencé a jugar al sapito, tirando las pequeñas piedras de modo que rebotaran en la superficie del río. Eso me calmó. En general este ambiente, este lugar, me trae mucha paz. Cuando era niño siempre venía a jugar al río. Me aprendí los nombres de los árboles y de los pájaros; siempre jugaba con ellos. Creaba historias en las que las tórtolas eran primas de los maquis y se peleaban la herencia del señor Espino. Era divertido comer maqui pensando en que lo estaba lesionando y que lo debía llevar al médico. Rememorar mi infancia casi me hizo llorar de alegría. Normalicé mi estado anímico y tomé el camino de vuelta a Manantiales, pasando entre los arbustos y la maleza que abunda en el lugar. En diez minutos me encontré a las afueras del cerco alambrado que separaba el mundo silvestre de mi lugar de trabajo. Entré en el recinto y logré visualizar en la laguna central el famoso bautismo del que me habló Abigaíl, sólo ahí recordé que me estaría esperando, pero ya no sabía si deseaba verla y hablar con ella ¿Y si no la veía? Todo sería aun peor.
Al final decidí que quería verla, pero no la vi. La busqué durante media hora, una eterna media hora en la que tuve que rechazar a cinco hermanos. Estos se acercaban ansiosos de darme la buena nueva- más bien la nueva ignorada-. Mientras me movía por el lugar, divisé una cara conocida bajo un sauce cercano a una pequeña acequia. No, no era ella, sino que era Beto, un chico que trabajaba con el equipo de mantención del camping. No éramos amigos, pero habíamos hablado un par de veces. Beto era reservado y siempre se iba temprano, a diferencia de los otros empleados de mantención que parecían adictos al trabajo y al lugar. Me llamó la atención que fuera evangélico, o que se quedara hoy hasta más tarde, en realidad no sabía que hacía ahí. Decidí acercarme a él, quizás conociera a Abi –no sé por qué pensé eso-. Me reconoció y me saludó como siempre, efectivamente es evangélico, aunque no vestía el terno como todos, estaba mirando el acto religioso.
-Conóces a una chica que se llama Abigaíl- Dije con alguna expectativa. Su respuesta fue negativa. Si no la conocía no me servía de nada, pero de todos modos le contesté para que me ayudara a buscarla. Se la describí sin dar muchos detalles, porque no quería parecer demasiado interesado en ella. Estoy seguro de que fracasé en mi intención. Beto igual quiso ayudarme.
-Creo que vi a una niña así en el puente del Quique, venía del baño, parecía que había llorado. ¿Ustedes son parientes?- dijo él
-No, no lo somos, somos amigos- repliqué sin cambiar mi expresión serena, que ocultaban mis ganas de ver a la chica. Quería desahogarme y en ella veía un hombro, desconocido, pero un hombro al fin y al cabo. Aparte de las intenciones de mi instinto cazador, claro.
Partimos los dos en busca de Abi. Por si las moscas fuimos al puente del Quique -ese nombre, siempre me llamó la atención, porque pienso que puede ser el de una persona o el del animal, pero ese animal no anda por estos lados. – y, para nuestra sorpresa, ella estaba allí. Sola, llorando en silencio. Beto me preguntó si quería que él se fuera. Negué con la cabeza (o eso recuerdo, puede que no lo hiciera, pero el asunto es que mi compañero se quedó). A ella le hice el paquete de las dos peores preguntas del mundo. Beto permaneció en silencio.
-¿Estás bien? ¿Estás llorando? –dije por decir-.
Respondió que más o menos sin levantar la cabeza ni sacar las manos de su rostro.
-¿Moisés eres tú? no te había reconocido, perdóname si no me encontraste en el culto. ¿Quieres que vayamos donde los demás?
-Quiero que me digas qué te pasó, si no es mucho pedir- dije con un tono protector. Antes de responderme ella miró a Roberto -ese es el nombre de Beto- y se saludaron con distancia, después me miró a los ojos y me contó lo que le pasaba, me lo decía como si nos conociéramos desde siempre, como si ella fuera mi polola y no la que seguramente estaba chateando con otros en la comodidad de su casa. Su padre había engañado a su mamá esa misma tarde y se había ido del campamento evangélico. Básicamente en eso consistió su historia que, aunque no estaba totalmente detallada- gracias a Dios- si contenía todo lo que alguien puede contar de un suceso de esas características. Traté de aconsejarla, pero no tenía consejos útiles que darle, nunca me he manejado bien con estos asuntos. Recuerdo que una vez Martina vivió una difícil situación familiar, porque su hermano mayor, de unos 40 años, murió de cáncer. Ella recurrió a mí en el proceso de la enfermedad y yo no supe nunca qué decirle. De igual forma me pasó con Abi, no sabía qué diantres decir. Justo cuando me inspiraba para darle aliento a la muchacha de ojos pardos, suena la canción de timbre de mi celular. Martina me llamaba. Pedí un momento para contestar, Beto -que aun se encontraba allí- se quedó hablando con ella.
Martina me preguntó dónde estaba, con quién estaba, por qué no la había ido a ver y todas las preguntas con las que una mujer puede paquear a un hombre. Estuvimos charlando un buen rato. Ella sonaba triste y algo desconfiada, pero a la larga se tragó el cuento que le metí. Le dije que mi mejor amigo se había enfermado y que yo estaba afuera del hospital cuando ella me llamó. Al despedirse me dijo que me amaba y yo le dije que también. Para ser sincero quiero terminar con ella. Me da pena la situación pero estoy seguro de que no la amo, y ella no debería amarme tampoco, puesto que nunca he sido un buen novio; la he engañado pero ella me ha perdonado, le he mentido, incluso una vez le pegué, osea, no le pegué, sino que le dí un empujón en un arrebato de rabia al saber que me mintió con respecto a un tipo que la joteaba. Ella cayó al suelo llorando. Yo entiendo que eso igual cuenta como violencia. En serio quiero terminar, por el bien de ella, por el bien de ambos.
Cuando volví de hablar con Martina, Abigaíl estaba calmada, y Beto se despedía de ella y le daba un abrazo. Me sentí un poco celoso. Se bendijeron mutuamente y Beto me miró con una mirada paciente. Roberto se despidió de mí y se fue. No me bendijo ni yo a él. En realidad yo no bendigo a nadie, puede que envíe buenas vibras, pero no bendigo. Abi me dijo que ya todo estaba bien, que fuéramos a ver si la ceremonia seguía. No quise que me explicara lo que había hablado con Beto. Con rápidos pasos avanzamos hacia el lugar de los bautismos; la laguna central de Manantiales, una bella laguna. Ya no había nadie, ni evangélicos ni nadie. Volvimos al puente del Quique, seguramente en esa pequeña estructura de madera cubierta por la sombra de un aromo todo estaría mejor.
-Debe ser lindo trabajar en un lugar así- dijo ella.
-Lo es, vale la pena trabajar aquí. – repuse mirando las oscuras y extrañas hojitas del aromo.
-Sé que apenas nos conocemos, pero sabes, ya te estoy agarrando confianza. Quiero ser tu amiga- dijo. Le contesté que podíamos ser amigos, pero que me encantaría poder llegar a ser algo más. Me acerqué a ella, la miré a los ojos, luego levanté la cabeza y miré las estrellas, recite viejas palabras; viejos trucos para conquistar que siempre utilizo en situaciones como éstas. El puente era el lugar ideal, el verde de la naturaleza que nos encerraba en la libertad absoluta, sólo brillaba con el resplandor de las estrellas y la luna menguante, que se veían por sobre nosotros, era la medianoche y sabía que no me iba a rechazar. Pero lo hizo, corrió la cara cuando mis labios buscaron los suyos.
-Quiero ser tu amiga
-Pensé que querías, disculpa.
Me dio vergüenza, pero ella me repuso diciendo que no tenía por qué tener esa sensación, que yo la perdonara a ella. El corazón me palpitó más rápido, mis ojos se humedecieron, pero no por el rechazo, o tal vez sí. Me puse a llorar, recordé a Martina, los ojos delatores de mi madre y la sangre en la cara del dueño de este maravilloso lugar, imaginé el dolor de mi padre, lo visualicé colgando de un sauce, muerto como el hermano de Martina, como mis chances con la evangélica. Ella me acarició el mentón, me besó dulcemente la mejilla y me dijo que Cristo me amaba. Lloré con más fuerza.

Texto agregado el 30-12-2012, y leído por 726 visitantes. (0 votos)


Lectores Opinan
31-12-2012 Por que será que a veces las personas nos esforzamos en alejar las cosas buenas de nuestra vida Carmen-Valdes
 
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