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Inicio / Cuenteros Locales / Mariette / Brisingamen, el Futuro del Pasado: Capítulo 25.

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Capítulo 25: “Tortuga, Tierra de Piratas”.
Nota de Autora: ¡Estoy feliz! Me inscribí en un taller de escritura periodística que comienza este lunes (y termina este martes…). Gracias a eso ya sé que me gustaría ser de mayor: Periodista. Reúne todas las cosas que me gustan y las que no incluye no me las veta, pues por cultura general debo mantener conocimiento en ellas. Es muy interesante.
Y nada de lo escrito sobre la canción “Two Hornpipes-Tortuga” en este capítulo es cierto, de hecho es original de Hans Zimmer para Piratas del Caribe: el Cofre del Hombre Muerto.
Sin más preámbulos, les dejo el capítulo. Disfrútenlo, pues lo vengo pensando y deseando escribir desde que la idea de iniciar Brisingamen surgió en mi cabeza (a mediados del año 2011). Lean mientras escuchan mi canción favorita: “La Canción del Pirata”, de Tierra Santa, aunque la letra no es de ellos, es de José de Espronceda.
La grandiosa, genial y grande Isla Tortuga apareció en el horizonte. Esperanza no había errado en sus cálculos, después de pasar el pobre país haitiano tendrían que esperar un día, un miserable día, y la hermosa isla que tanto habían esperado avistar, aparecería en el horizonte.
Era de madrugada, aproximadamente las tres de la mañana y el firmamento se veía lleno de estrellas. ¿Qué podría ser mejor? ¿Qué paraje podría ser más bello? El negro mar alrededor, acariciando aquel trozo de tierra que ocultaba tras su vegetación una historia particular, propia, única.
Media hora más tarde, el bello bajel se recargaba contra los antiquísimos muelles de Tortuga. A las dos capitanas el corazón les dio un vuelco. Ese era el mismo muelle en que sus congéneres ancestrales habían desembarcado una y otra vez hasta que decidieron marchar a New Providence y entonces hacer el inicio del fin con la piratería y su edad de oro.
-Bienvenue à Île de la Tortue-dijo un hombre nativo de la isla.
-Merci-dijo Esperanza.
El encargado del muelle no puso mayores objeciones a que desembarcaran en la isla, pues estaba acostumbrado a que constantemente llegasen turistas con sus propias embarcaciones.
-Bien, ahora piérdanse-dijo Esperanza adentrándose en la isla, en las intrincadas calles que ésta contenía.
-Un gusto haberla conocido, capitana Rodríguez-dijo Arantes.
-Lo mismo digo, capitana Arantes-dijo Esperanza.
Tras aquella breve y fría despedida ambos grupos se separaron y dispersaron, consientes de que nunca, nunca, nunca más se volverían a ver y que, bajo el alero de su isla, estaban completamente seguros.
Esperanza iba en busca de descanso de la aventura, Marliesse iba en busca de un navío que la ayudase a comenzar su nueva aventura.
Ya había visto unos cuantos en el muelle y el encargado no pondría objeción si ella tomaba prestado alguno sin ninguna intención de devolverlo.
La isla estaba adornada con antorchas encendidas, las cuales, más allá de un rol decorativo, cumplían un rol funcional, pues, al pertenecer a la jurisdicción de Haití carecían mayormente de dinero y tecnología para instalar luminarias eléctricas.
El espíritu de la isla era fuerte, parecía soplar en el rostro de cada visitante. Su pasado pirata se podía apreciar en cada esquina, en cada rincón. Gritaba por ser rescatado, se podía ver, se podía palpar. Más, eso no era suficiente y lo era todo a la vez.
Las casas eran antiguas, de adobe, pintadas con diversos colores vivos. Eran las antiguas casas en las cuales los antiguos piratas se dedicaban a la bebida, a la comida, a la pelea, al disfrute y a las placenteras compañías. Más algunas habían pasado a ser el hogar de sus descendientes, muchos de los cuales no sabían ni siquiera por qué vivían ahí. Otras, seguían cumpliendo el fin que las había llevado a estar en pié. Era como viajar al pasado con completa certeza de que estabas en tu presente anhelando el futuro.
Las calles eran de piedra bolón y a sus lados se arrimaban antorchas, espadas cruzadas con fines ornamentales, aunque de vez en cuando funcionales, y hojas de palmeras ensartadas en palos de bambú.
Algunos carruajes estaban disponibles para dar un paseo a los turistas atraídos por las leyendas piratas, otros estaban fuera de servicio, con sus cocheros con la mente completamente beoda en un igualmente borracho cuerpo.
De repente algunas personas comenzaron a montar un número artístico de tipo teatral. Eran actores contratados por el municipio para representar a unos piratas. Disparaban como si lo fuesen en realidad.
Pero, poco a poco, el ambiente comenzó a viciarse y la ciudadanía se lanzó al asalto disparando a su vez. Eso sucedía siempre y, dentro de media hora, la pelea vería su cénit. A las cinco de la mañana ya no habría nadie en las calles y a las seis los pescadores saldrían a trabajar.
Nadie que no hubiese estado despierto de madrugada podría saber jamás en lo que se transformaba la célebremente pirata Isla Tortuga.
Esperanza buscó de prisa un lugar para refugiarse. No le gustaba los tintes que la situación estaba tomando, por muy progresivamente que fuese.

Divisó en medio de la zalagarda un lugar que le demandó mediana confianza. Pero, no era el tiempo de ponerse regodeona. Era eso o esperar pacientemente a que alguien friese a Arturo y a ella de un solo plomazo.
El lugar escogido prometía tener aire acondicionado, música en vivo, comida francesa. Al menos se veía decente.
La fachada era de madera. La puerta de vidrio y el nombre del local estaba escrito con letras rojas en la puerta y en los muros, además de tener su propio y personal letrero colgado desde el marco de la entrada: “Le Sauvignon”.
Cogió a Arturo de la muñeca y lo hizo ingresar. Adentro, el ambiente era tranquilo, la gente se notaba respetuosa. Aún así algo no le calzaba y no le daba toda su confianza, a pesar de saber que de momento nada malo sucedería. Podía oler en el aire el peligro, pero era olerlo, no verlo, no palparlo, no sentirlo en la piel, y ese era un enorme motivo para sentirse más segura adentro que afuera.
En uno de los rincones había un grupo de hombres tocando diversos instrumentos de música clásica, entre ellos violines y flautas traversas. Luego se expandía la enorme pista de baile y en los alrededores y cerca de la puerta se ubicaban las mesas. Una puerta dividía del lado derecho la sala de la cocinería y del lado izquierdo se divisaba una escalera de madera desvencijada al propio que conducía a los altos de la edificación, seguramente a las habitaciones.
Cuando entraron la gente aplaudía con ganas al grupo de músicos, quienes hacían una floritura dando sus agradecimientos al público. Vestían como los antiguos piratas. De sombrero tricornio, paliacate negro, camisa amarillenta y desabrochada, pantalones negros, fajín rojo y botas negras. Llevaban la espada al lado izquierdo y la pistola al derecho.
Nuestros protagonistas se sentaron en una mesa cercana a la puerta, sin ser vistos por nadie. La idea de Esperanza era pasar desapercibidos. Nunca se sabía la reacción de la gente y mucho menos en un tema controversial como el “honrado” oficio que ellos despeñaban en pos de un fin que hacía dudar de la salud mental de ambos. Aún así no daban directamente a los vidrios de la puerta, de modo que si entraba una bala por accidente no les diese de lleno en la espalda y que, si la situación se complicaba en los interiores del local, pudiesen salir rápidamente.
El líder del grupo se acercó al único micrófono que había en el lugar, el cual, al entrar en contacto con su voz, se acopló en cosa de nada. Cuando consiguió hablar anunció la siguiente canción. La tocarían en honor a sus ancestros: los antiguos piratas de Tortuga. Ellos solían tocarla y bailarla en la taberna que anteriormente estaba en aquel terreno cuando bajaban a tierra. Luego había sido tomada sin ningún crédito a sus autores para una película. Su nombre era… “Two Hornpipes-Tortuga”.
La alegre melodía salía de las dulces voces del piano, de los violines, de la flauta y de la guitarra. Retumbaba en los muros. Arturo miró a Esperanza, quien miraba embelesada el espectáculo, como una niña en día de feria, mientras tamborileaba los dedos.
El muchacho nunca supo lo que en ese momento se le dio, pero se puso de pié, cogió a Espe de ambas manos y la llevó a la pista de baile.
-¿Qué demonios haces?-preguntó Esperanza, completamente alarmada.
Por única respuesta recibió la cristalina e inocente risa de Arturo, a quien le faltaba mucho que aprender de la vida, según lo que ella pensaba en esos momentos.
No pasaron ni dos segundos y, al marcado tiempo de la música, su compañero de travesía la hizo girar en redondo. Su falda revoloteó en el aire, y en ese pequeño vuelo la hizo lucir más elegante, salvaje y casi más indómita de lo que era.
Arturo no sabía qué era lo que se le había dado por sacar a bailar a Esperanza. A él, justo a él, a aquel muchacho que odiaba bailar en público, mucho menos en un lugar lleno de bebedores y ladrones de mar, lo que él llamaba una “casa del pecado”. Pero no podía evitarlo, quizás era la música y las ganas de vivir la vida, de descubrir las posibilidades que el mundo le ofrecía. Aunque también haber visto a Esperanza mirar tan embelesada a los músicos, como anhelando secretamente salir a bailar, dejar que su cuerpo se moviese en completa libertad.
Al terminar la pieza musical, Esperanza y Arturo recién se percataron de que las otras parejas danzantes se habían retirado a sus mesas y que ellos eran los únicos que quedaban bailando en la pista, ante las miradas de todo el mundo. Arturo lo tomó de un modo afable, incluso le pareció algo simpático y hasta gracioso, una buena anécdota y nada más.
Esperanza, en cambio, no pudo evitar molestarse. Le gustaba el público, no había caso en esforzarse en negar lo obvio, pero ese público en específico no le agradaba para nada. Su idea inicialmente era pasar desapercibida y ocultarse de pasada del tiroteo que se había intensificado a esas horas en las calles de Isla Tortuga.
Sin embargo, ahí se veía, haciendo una reverencia junto a Arturo ante la ovación que el público les dedicaba. Podía haberse negado ante el hecho de ir a bailar y Arturo no habría tenido cómo obligarla a ir, pero se había dejado llevar como una cría, se había dejado arrastrar hacia la libertad.
Sin hacer mayor alarde regresó a la mesa, casi arrastrando a su amigo. Ya era suficiente espectáculo por hoy.
La música regresó. Las meseras volvieron a correr de aquí para allá con las bandejas, se volvieron a escuchar los gritos de los clientes exigiendo más ron y volvieron a oírse las exageradas risas de las prostitutas. Las parejas regresaron a la pista de baile. Todo retomó su curso normal.
Pero, de pronto, se acercaron dos hombres de aspecto rudo hasta la mesa en que ambos jóvenes estaban esperando su comida. Ambos hombres estaban acompañados de mujeres de mala muerte.
-Vienen a Tortuga y se aprovechan de nuestra hospitalidad. Se comen nuestra comida, les quitan protagonismo a nuestras gentes, nos roban, ¿qué significa ésto?-preguntó el que, a juzgar por su aspecto, era el líder y, dicho sea de paso, el mayor de ambos.
-Significa turismo-dijo Esperanza como si fuese lo más obvio del mundo.
-Ésta taberna es de piratas y morirá siendo de piratas-dijo el otro hombre, el que asemejaba ser más joven.
-Somos congéneres suyos-dijo Arturo.
Esperanza nunca supo en qué momento su compañero de ruta se había vuelto propicio para ser asesinado, pero de seguro eso no importaba. Ahora les había metido en un buen lío.
-¡¿Lo son?!-inquirió el mayor, en tono de marcada furia-. Eso quiere decir que además de robarnos en esta taberna también nos robarán nuestro sustento, de lo que vivimos, ¡merecen morir!-dijo éste, apuntándole con una pistola a Arturo, mientras que el otro se medía con Esperanza. Las dos mujeres que les acompañaban se alejaron y comenzaron a hacer “barra” a sus clientes.
“Malditas”, pensó Espe cuando la concurrencia se volteaba para ver la confrontación.
-¡Parlay! Invoco el derecho a Parlay para él y para mi-exclamó Esperanza, justo cuando los dos hombres apretaban los gatillos.
Una oleada de asombro se extendió, como un reguero de pólvora, por entre la concurrencia. Hacía tiempo que no habían oído hablar a nadie de ese modo.
-¿Qué desean?-inquirió de malos modos el mayor de los piratas.
-Que nos respeten la vida-dijo ella con tono de voz firme.
-¿A ustedes? ¿A unos vulgares invasores que se dan ínfulas de piratas? Ni lo sueñen-respondió el mismo.
-Somos viajeros. Simplemente estamos haciendo escala en Tortuga. Además, según la Cofradía era delito matarse entre piratas, entre hermanos-dijo ella.
-¿Hacia dónde van?-preguntó él.
-Dinamarca-contestó ella.
-Interesante viaje, ¿un cambio de aguas?-preguntó él-. ¿Les persigue algo?
-La Zeven Provinciën. Deben tener mucho cuidado con ellos. Son capaces de destruir Tortuga por el solo hecho de que nosotros hayamos estado aquí-dijo ella.
La conmoción entre la gente fue mayor aún.
-No, no lo son, de intentarlo quizás, pero de lograrlo no-afirmó el pirata.
-Éste ya no es un pueblo pirata. La piratería desapareció de aquí hace trescientos años-dijo Esperanza.
-¿Segura?-preguntó a Esperanza con mirada sarcástica-. ¡Qué alcen sus armas todos los que aquí sean piratas!-gritó hacia el público.
Sorprendentemente para nuestros protagonistas, hombres y mujeres de entre los presentes comenzaron a alzar sus cuchillos, sus pistolas, sus dagas e incluso una que otra espada. Y esos hombres y mujeres no eran pocos, sino la gran mayoría.
-¿Ve usted?-preguntó el pirata hacia la muchacha.
Arturo estaba aterrado ante tanto pecador junto y tan cerca de él. Por su parte, ella se sentía como en su casa.
-Esto es un refugio secreto. Aquí vienen, tal como usted, los piratas en busca de hacer una escala. Y muchos de los nativos trabajan en los alrededores. No estará llena la isla como hace trescientos años lo estuvo, pero la Cofradía sigue viva-dijo el pirata.
-¿Sí?-inquirió ella con genuino interés.
-Aquí nos reunimos… ¡Bienvenida a Tortuga, capitana Rodríguez!-exclamó el pirata.
-¿Cómo sugiere quien soy si ni siquiera le he dicho mi nombre?-preguntó ella, pasmada.
-Se cuentan leyendas y es mejor aún cuando aquellas leyendas se repiten en primera voz, ¿no es así?-inquirió él.
Al mismo tiempo una mujer regordeta exigió a sus trabajadores que volviesen a la cocina, a las meseras que volviesen a recoger sus bandejas, a los músicos que volviesen a sus instrumentos y a la gente que hiciese como si nada hubiese sucedido allí.
-Capitán Jacques Garreau-se presentó el pirata.
-Capitana Esperanza Rodríguez-se presentó a su vez la muchacha. Ya que había obtenido algo de hospitalidad era mejor no hacer enojar al capitán y llevarle el amén.
-Él es mi contramaestre: Richard Southampton-dijo el pirata, a su vez el mencionado muchacho hizo una floritura.
-Y él es el mío: Arturo Gómez-presentó Esperanza.
Se seguían escuchando los gritos de la mujer isleña, resonando por entre el eco natural del tema que interpretaba el grupo.
-Ella es mi mujer…-dijo el capitán Garreau por entre risas.
Ni Esperanza ni Arturo contestaron nada. La muchacha pensó que quizás era eso un gesto sólo para hacerles decir algo que no debían o, en su defecto, burlarse de la mujer.
-Siéntese con nosotros, capitán-sugirió Arturo gentilmente.
El caribeño volteó y miró hacia todos lados, en busca de las dos chicas que les acompañaban. Al no encontrarlas con la mirada, hizo una seña con la mano a su segundo y se sentó despaturradamente en la silla que se le ofrecía.
-¿Beben ron?-preguntó a Esperanza y Arturo.
-Yo sí, pero él no bebe nada que no sea agua-contesto ella.
-Entonces ya es tiempo de que beba su primera jarra de ron, miren que la vida del pirata es única y se vive sólo una vez-anunció el tipo.
Arturo se sintió morir en cuanto llegó la mesera con la comida y el ron. ¿Caso nadie entendía que él no estaba hecho para beber? Y por mientras miraba a Espe quien bebía y comía como si nada malo estuviese haciendo, tan ufana como siempre, por mucho que él le dijese que beber alcohol era pecado.

Y así transcurrió, medianamente tranquila la cena, hasta que, a eso de las cuatro y media de la madrugada el ambiente comenzó a viciarse.
El capitán Garreau dejó de lado las cosas banales y graciosas de la conversación que habían estado manteniendo, sus labios olvidaron las conversaciones y palabras dedicadas en el transcurso de ese tiempo hacia el oficio que junto a la capitana Rodríguez desempeñaban. Se silenció y miró con ojos agudos el lugar.
Esperanza, por su parte, también percibió lo que sucedía, lo que se estaba gestando allí.
-Alerta, capitana-dijo Garreau.
Ambos contramaestres, por su parte, se prepararon discretamente para lo que venía, uno a tientas, el otro con el conocimiento extremo que sólo da la experiencia.
No pasó mucho rato hasta que los disparos comenzaron a formar parte del lugar y se conformaron dos bandos. La locataria, por su parte, salió de la cocina con su escopeta para ahuyentar a los revoltosos de su taberna, pero consiguió lo opuesto: causar más desorden.
Uno de los dos grupos, uno formado por solamente hombres, dirigido por un joven que no sobrepasaba los veinticinco años, se acercó violentamente a la mesa.
-¿Qué significa ésto, Faubert?-preguntó Garreau a uno de sus tripulantes, quién mágicamente resultó ser el líder de aquel grupo.
-Motín, eso es lo que significa, capitán, motín-indicó el muchacho.
-No hay espacio para sublevados en mi tripulación-replicó irónicamente el capitán.
-Y en la nuestra no hay espacio para capitanes traidores-contestó valientemente Faubert, recibiendo en cosa de segundos una bofetada como respuesta.
-¿Qué quieres decir, Faubert?-inquirió el capitán, completamente furioso.
-Que usted deja a su gente en pos de unos invasores, que vienen a quitarle su trabajo inclusive a usted mismo-replicó fuertemente el tripulante.
-No son invasores, son piratas, como nosotros, y vienen a hacer escala en Tortuga, no a establecerse aquí-aclaró Garreau.
-Vienen a estrujar la isla y luego, cuando ya no les sirva, se van a ir, dejándonos en la más asquerosa miseria, ¿apuesta a que no es eso, capitán?-replicó Faubert.
Un denso silencio se armó entre la tripulación del hombre caribeño y el pequeño grupo que él conformaba con los chilenos y su contramaestre.
Sus respiraciones acompasadas despedían el humo de la rabia y sus ojos dejaban en libertad el fuego de la ira, de la rebelión, de la furia más extrema. De fondo, como una música seleccionada especialmente para ese momento sonaban los disparos de la locataria y su personal, de las tripulaciones piratas, de los clientes y viajeros que, turisteando, se habían sacado la lotería de ir a caer en aquella enmarañada situación que tenía de trasfondo si dejaban o no en libertad a aquellos dos invasores y a los dos traidores, de matarles o no.
-¿No es así?-replicó Faubert hacia Esperanza.
Ella se quedó en silencio. Estaba consciente de que si ella no atacaba primero a aquel hombre, ella y Arturo terminarían hechos cadáver en menos de cinco minutos. Pero, si atacaba primero, el grupo que acompañaba al amotinado la atacaría a ella y, cabía mencionar que ellos eran cuatro y aquellos eran treinta y cinco en el menor de los casos.
Faubert le disparó a quemarropa y, si no hubiese sido por la oportuna intervención de Garreau, la bala jamás se hubiese desviado y la historia para ella hubiese acabado.
Algunos de los clientes se acercaron a aquel tumulto, sacando valentía de donde no tenían. Su propósito era reprender a los amotinados. Se habían atrevido a desobedecer a su capitán y eso era algo prohibido entre piratas.
Esperanza, al ver el desorden reinante en el lugar decidió atravesar con su espada a Faubert, pensando en que no quería matarlo. Sus recuerdos viajaron a Chiloé, a Sheila, a la extraña leyenda que cobraba vida en su arma y en su mente, entonces supo que había hecho lo correcto.
La gente se acercó más al muchacho mitad francés mitad haitiano.
-¡Vámonos de aquí antes de que te prendan!-indicó el capitán haitiano.
Y, cogiendo a la muchacha del codo se la llevó hasta el extremo izquierdo de la construcción, hasta la escalera.
-¿Qué sucede?-inquirió su mujer en creole.
-Sólo di que no has visto nada-contestó él en la misma lengua.
Acto seguido la mujer volvió a la pelea y los chilenos fueron llevados a donde nunca pensaron conocer, ella llevada por el capitán y él por el contramaestre.

Texto agregado el 16-01-2013, y leído por 120 visitantes. (1 voto)


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