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Durante el medioevo, en un pequeño reino de Europa central, vivía un escritor que gozaba de cierta fama entre los pocos letrados que allí habitaban. Este hombre, sin embargo, había adquirido su notoriedad debido a la dureza con la que trataba en sus escritos, a algunos personajes públicos, a quienes criticaba duramente, y con descaro se burlaba de ellos. Sus numerosos e injuriosos libelos eran leídos con indignación por los personajes difamados, y con complacencia por muchos nobles, que le pagaban para que él atacara a sus enemigos, o a los rivales de los feudos cercanos, con quienes se disputaban territorios, o la obtención de favores del rey. Esta relación con los señores feudales hizo que, al cabo de varios años, además del prestigio y la confianza de la que gozaba, se transformara en un hombre rico, y obtuviera grandes extensiones de tierra, como recompensa por sus críticas y ataques, que tenían gran influencia entre la nobleza.

Además de disfrutar de una sólida posición económica, este hombre actuaba como intermediario entre algunos nobles y el rey. Poseía una gran facilidad de palabras, y tenía mucha astucia para lograr que el soberano cediera, ante los reiterados y ambiciosos pedidos de sus súbditos. Esta situación privilegiada en que se encontraba hizo que, sigilosamente, fuera adquiriendo una gran notoriedad dentro de la corte. Su sagacidad para negociar con el rey fue muchas veces objeto de admiración, y de comentarios entre los demás nobles.
La fluidez del trato que mantenía con el soberano, y la simpatía que éste le profesaba, hicieron que, al cabo de algunos años, llegara a ser considerado como un cortesano mas. En ese tiempo estuvo al tanto de todas las intrigas palaciegas y conoció a muchos nobles de cerca. Abusando de una fingida confianza con ellos, accedió al conocimiento de ciertas conspiraciones que permanentemente se intentaban, con el fin de asesinar al rey. Estos datos eran conseguidos fingiendo amistad y complicidad, o bien sobornando a personas bien informadas, y le sirvieron de material para sus escritos. En ellos denunciaba las ambiciones ocultas de cortesanos hipócritas, y por ellos recibía grandes beneficios del rey.
Comprando información, y aprovechando la rivalidad entre los nobles, que pugnaban ante el rey por conseguir cada vez mayor poder, el escritor fue abriéndose paso en el palacio. Gradualmente fue ganando, a la par de grandes bienes materiales, la confianza del monarca, y se transformó en su consejero personal.
Aprovechaba cualquier situación para crear rivalidades palaciegas. Inventó peleas entre los nobles y varias posibles confabulaciones, en realidad inexistentes. El rey, hombre de carácter fuerte pero bastante tosco y carente de ingenio, quedó subyugado con los modales y las hipocresías del escritor, quien fingía ayudarlo y velar por su seguridad.
A diferencia de los ambiciosos cortesanos, éste no exigía nada a cambio de los datos que le proporcionaba al rey, quien lo colmaba de obsequios y le entregaba toda su confianza, creyéndolo un hombre honrado y de buen corazón. Un día, dos nobles inocentes fueron mandados degollar por el rey, ante las pruebas falsas que presentó el consejero, y en las que aquél creyó ciegamente. Allí comenzaron a tejerse algunos planes para eliminar a tan molesta influencia.
Cuando habían pasado solo dos años desde su ingreso al círculo de personas mas cercanas al trono, su influencia había crecido tanto, que el rey no realizaba ningún acto sin consultarlo previamente, y pedirle su consejo. El consejero se lo daba, siempre con tan inteligentes opiniones, que asombraba a todos quienes lo escuchaban. En realidad era un hombre muy inteligente, y utilizaba su sabiduría y sus buenos modales para escalar posiciones, y ubicarse cada vez mas cerca del poder, fingiendo ser un hombre humilde y desinteresado.
Cuando personas bien informadas le contaron los planes que había para matarlo, el consejero averiguó quiénes eran los conspiradores, y luego escribió varias crónicas en donde dejaba al descubierto sus intenciones. Incluso las magnificaba de tal manera que incluía en los planes de los conspiradores matar también al rey. Estos escritos hicieron que muchos cortesanos fueran desterrados, y otros encarcelados o degollados. En la macabra lista se incluía a algunos inocentes, a quienes el consejero consideraba obstáculos entre él y el monarca.
A medida que crecía su confianza con el rey también aumentaba su ambición. Luego de haber salvado al soberano de conspiraciones inventadas por él, el rey lo designó como su único hombre de confianza. Desde entonces, el consejero decidió íntimamente acabar con todos los que se interpusieran en su camino hacia el poder.
Sus denuncias estrepitosas y sus escritos lapidarios hicieron que, en menos de dos meses, fueran ajusticiados mas de veinte falsos conspiradores. Y que el rústico e ignorante rey creyera mas en su consejero que en cualquier otra persona del reino.
Al ser el hombre de confianza del rey, comenzó a gozar de una enorme riqueza. Y siguió empecinadamente, derribando a todos quienes intentasen ocupar su lugar. Mientras él permaneció cerca del trono, fueron muertos mas nobles por traición que en los anteriores cien años.
Maravillado por el fiel colaborador que creía tener, el rey lo envió a negociar a un reino vecino algunos territorios que, desde hacía mucho tiempo, estaban en disputa. El reino vecino era considerablemente mas grande, y su soberano era un hombre muy suspicaz, y de una vasta cultura. A poco de conversar con el emisario descubrió sus fingidas buenas intenciones, y sus modales hipócritas, que escondían a un hombre perverso y ambicioso. El rey le había dado a su consejero claras indicaciones sobre su negativa a ceder los territorios en pugna. En su tosco y simple modo de pensar, suponía que el rey vecino no tendría coraje como para declararle la guerra.
Al contrario de lo que suponía, el rey vecino se mostró inflexible ante el consejero. Sabía que contaba con hombres suficientes como para vencer a su rival, y quedarse con su reino. Y esto era lo que en realidad pretendía hacer. Sin embargo, no dio a conocer sus intenciones y se limitó a expresar su negativa a ceder las tierras en disputa.
Antes de que el consejero partiera nuevamente hacia su reino, un hombre enigmático, a quien había visto junto al rey, le contó las verdaderas intenciones del monarca. A cambio de un elevado soborno accedió a mostrarle los mapas y planes de ataque sorpresivo, que estaban preparados para el mes siguiente. A su regreso, el consejero evitó relatarle a su rey todo lo que le habían contado, y solo se limitó a transmitirle la negativa del monarca rival.

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Pasaron los días, y cuando solo faltaba una semana para que llegara el día del ataque sorpresivo, el consejero montó una noche su caballo, y sin que nadie lo viera partió rápidamente hacia el reino vecino. Una ambiciosa idea había rondado por su cabeza todo ese tiempo, hasta que finalmente decidió ponerla en práctica. Al amanecer llegó al reino vecino y pidió hablar con el rey. Con palabras ampulosas y frases grandilocuentes, le dijo enérgicamente que estaba enterado del ataque que pensaba dar a su reino, por sorpresa. El rey rival se mostró sorprendido, y sin poder sospechar quien era el traidor, negó al visitante que hubiera tal plan. Entonces el consejero, que había tomado nota de los datos que le habían vendido, se los transmitió con exactitud. Cuando el rey, desconcertado, estaba a punto de estallar de furia a raíz de la solapada traición, el visitante lo calmó. Luego le preguntó cuánto le costaría reunir a sus soldados y las armas, y cuán grandes creía que serían los gastos de la guerra, en el mejor de los casos.
El rey rival, sin comprender que era lo que el emisario quería saber, le dijo una cifra que consideraba probable. El consejero quedó unos minutos en silencio, y luego, para su asombro absoluto y desorientación total, se acercó imprudentemente a él y le dijo en voz baja. Pues bien, os haré un trato. Por la mitad de esa suma os ofrezco matar a mi rey con mis propias manos, ese mismo día. Así podréis sitiar el reino y tomar el trono, sin mancharos con sangre vuestras dignas ropas.
El monarca quedó pasmado ante la insólita proposición que recibió. Al ser presionado nerviosamente por el consejero para que le diera una respuesta, y sin poder salir aún de su asombro, le pidió con desconfianza que le diera mayores detalles de su plan.
Entonces el traidor, con su envolvente y soberbia manera de hablar, le dijo que su rey le había expropiado sus tierras. Y que él, por una cuestión de honor, quería vengar la afrenta. Ante la gran expresividad y la forma elocuente con que relató su pérfida mentira, el rey quedó estupefacto, y aunque a regañadientes, terminó por creerle. Al ver vacilar al monarca, el visitante le pidió al rey que la noche del asesinato envíe a un soldado disfrazado, junto con él, para asegurarse de que cumpliría la promesa. Y si él no mataba a su rey, entonces el soldado podría matarlo e él inmediatamente. Este plan, continuó diciendo, hacía innecesario el derramamiento de sangre, y permitiría sitiar fácilmente a un reino acéfalo y desorientado. Como paga por el servicio el traidor exigió grandes extensiones de tierra del reino agresor, que hacía mucho ambicionaba. Además pidió que se le garantizara un salvoconducto luego del magnicidio, y un refugio en el reino rival por el resto de su vida.
El rey, luego de considerar detenidamente cada punto de la petición, aceptó el trato, y le ofreció al traidor asilo perpetuo en su tierra. Le advirtió que si intentaba hacerlo caer en una trampa, sería inmediatamente ajusticiado. Luego de cerrar el trato, el consejero ensilló su caballo y regresó, ansioso, ante su rey.
Con su perfidia e hipocresía, que lo habían hecho disfrutar del poder durante los años anteriores, se mostró ante su soberano mas afable que nunca. Le aconsejó sobre distintos actos de gobierno, y le dijo que debía desestimar sus sospechas sobre una posible guerra con sus vecinos.
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Luego de una semana de falsos consejos y traidoras mentiras, que el tosco rey escuchaba con atención, y creía con fe ciega, llegó el día esperado. Durante toda esa crucial jornada, el traidor se mostró agotado, y de alguna manera, con cierta pena por lo que iba a hacer. Pero lo alegraba el pensar en las incalculables riquezas que lo esperaban de por vida. Según lo acordado con el invasor, el ataque tendría lugar a medianoche. Las horas previas lo invadieron de angustia y desolación.
Cuando faltaban solo tres horas para el ataque, llegó al palacio un soldado del reino vecino, que se encontró a escondidas con el traidor, y le dijo que su rey le exigía que cumpliera su promesa de inmediato. Para no levantar sospechas, aunque no había nadie en los alrededores, el consejero asintió con la cabeza y se retiró rápidamente hacia el interior del palacio. El soldado quedó montando su caballo, fuertemente armado, agazapado entre algunos arbustos, resguardado por la soledad y las sombras de la noche.
Unos minutos después, el rey se retiraba para sus aposentos, cuando su consejero de dijo, exaltado, que debía hablarle de un asunto muy urgente y peligroso. El palacio estaba desierto. Afuera, el soldado había logrado pasar y esconderse, sin ser advertido por los centinelas, que acostumbrados a la serenidad habitual, dormitaban despreocupados en sus puestos.
El rey, molesto por la agitada actitud de su confidente, no le prestó atención. Entonces éste, fingiendo estar preocupado, le dijo a su monarca, con la voz quebrada, que alguien del otro reino había ingresado en palacio, e intentaba asesinarlo. Al oir esto el monarca, temeroso, le exigió mayores detalles, dando fuertes gritos. El traidor, que hasta entonces tenía la mano derecha ceñida en la cintura, oculta entre sus ropas, le dijo, con una fingida preocupación. No os puedo dar mas detalles. Un centinela me dijo que el intruso entró hace unos minutos, con una armadura y varias lanzas, con las que hirió a quienes se interpusieron a su paso. Ahora está escondido en algún lugar de este oscuro palacio, con intención de asesinaros.
El rey, pálido y aterrorizado, se dejó caer pesadamente en su trono. El consejero, llorando, se arrodilló ante él, y en forma entrecortada le dijo, con vos lastimera. Aunque no lo creáis, mi altísimo señor, todos los demás os abandonaron. Solo yo decidí quedarme con vos, para protegeros y acompañar vuestra pena.
Luego apoyó su infame cabeza sobre el pecho del monarca, y le dijo suplicante. Oh, valentísimo señor! Gracias por vuestra misericordia y bondad infinitas. Hicisteis tanto por mí en estos años.
En ese instante, el rudo rey sonrió complacido. El consejero agregó al instante. Hicisteis tanto por mi, que ahora ya no os necesito mas. Y al terminar de decir esto extrajo de entre sus ropas un filoso puñal, que le clavó, certeramente, en el medio del pecho.
El rey abrió los ojos en forma desorbitada, y abundante sangre comenzó a brotarle por la boca. Murió en forma inmediata, y su cuerpo quedó tendido en el enorme trono.

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Cuando al cabo de una hora, un sirviente, por casualidad, descubrió el cadáver, el traidor ya estaba galopando junto con el soldado, rumbo al palacio del rey agresor, que se disponía a atacar el castillo. Luego el traidor tomó rumbo hacia las tierras que le habían sido prometidas, como pago por sus servicios. Esa noche se produjo el masivo ataque. El pequeño reino, con su rey asesinado y sus tropas dispersas, cayó fácilmente.
La ciudad quedó sitiada. Se cometieron toda clase de aberraciones contra sus pobladores y contra los cortesanos y sus bienes. Los nobles y hasta los sirvientes del viejo castillo fueron ejecutados en pocas horas. Todos los bienes de la ciudad pasaron a manos del rey invasor, que de esa forma aumentó su territorio y su poder.
Luego de varios días de temerosa huída, el consejero llegó finalmente a sus nuevas tierras. Se había transformado en un hombre inmensamente rico, era uno de los mas grandes señores feudales de su nuevo reino. Entonces se retiró de la vida pública y se dedicó al descanso. En su placentera vida volvió a su antigua ocupación, y escribió toda clase de críticas e injurias contra el rey muerto, del cual había sido su confidente, y de cuya ignorancia y buena fe había sacado tan buen provecho. Estos escritos eran leídos con satisfacción por el nuevo rey, quien sin embargo se demostraba distante ante los obsecuentes cumplidos que le otorgaba el traidor. Este también defenestró a los nobles que habían sido ajusticiados a raíz de las calumnias que le contaba al rey muerto, que habían sido en todos esos años mas de un centenar.
El rey vencedor, sin duda mas inteligente que el otro, desconfiaba de la fidelidad de quien había traicionado y entregado a sus propios compatriotas. Por ello se mostraba parco con el consejero, y no le tenía la misma confianza que le había otorgado el rey anterior.
Por eso el traidor solo se limitaba a entregarle a la corte sus infames escritos, en los que injuriaba la memoria de quienes él mismo había mandado matar, en los años anteriores.
A diferencia del necio monarca asesinado, el usurpador gobernó el reino de manera brutal y despiadada. No aceptaba la obsecuencia en su corte y todos los nobles que demostraban una ambición desmedida que pudiera perjudicar al trono eran inmediatamente eliminados. El nuevo y estricto rey no era afecto a los consejeros, y prefería gobernar solo, sin pedir ayuda a nadie. Esta circunstancia hizo que el consejero, ya satisfecha su ambición de riqueza, se retirase de la nueva corte y se dedicara solamente a escribir y a disfrutar de su poder y fortuna.
Con el paso de los años, el peso de tantas muertes, y la traición a su reino, comenzaron a pesarle en la conciencia. Al acercarse su vejez la idea de la muerte comenzaba a atormentarlo. Temía tener que pagar en poco tiempo mas, los crímenes que impunemente había cometido durante su vida. Por primera vez sentía el miedo de cargar con sus culpas, y ser tan vulnerable ante la muerte como todos los demás. El, que había creído ser el dueño de la vida y la muerte de cientos de personas, y del destino del reino, estaba obsesionado al ver próximo su final.
Después de varios años viviendo en la opulencia, pensó supersticiosamente que si dejaba de escribir por el resto de su vida, sus errores serían redimidos. Así fue como abandonó su antigua profesión y se dedicó, ya en sus últimos años, a vivir en un completo anonimato.


Aunque interiormente se negara a reconocerlo, sentía, incluso en su cómodo exilio, una cierta nostalgia hacia su terruño, que vilmente había entregado a sus adversarios por su infinita ambición. A pesar de su riqueza, en el nuevo reino siempre fue visto por los demás nobles con desconfianza y desprecio, y siempre fue considerado un forastero.
Si bien no estaba arrepentido de sus crímenes, ya que le habían permitido gozar de su inmensa fortuna, al llegar su ancianidad creyó que, aunque la justicia de los hombres no podía castigar sus actos, sí lo haría la divina. Estos pensamientos lo ponían a menudo melancólico y agobiado. El recuerdo del monarca asesinado lo atormentaba, ya que con el rey muerto había desaparecido la única persona en el mundo que le tenia un afecto sincero. Que no se acercaba a él por interés o por temor, sino porque confiaba neciamente en sus palabras, y le tenia una admiración especial por sobre todos los demás cortesanos. Al recordar esas épocas, el viejo escritor se sentía solo. Hasta llegó a pensar que en el fondo se había traicionado a sí mismo. Aunque gozaba de enormes riquezas de por vida, vivía en una tierra que le era extraña, y en donde nunca dejaría de ser un extranjero. El rey invasor, una vez cumplida su promesa, lo hizo a un lado y no dejó que interviniera en sus asuntos. Los demás nobles lo veían con desconfianza, con esa recia mirada con la que se observa a los traidores, o a quienes cometieron algún delito grave.
En los finales de su vida, el consejero entró un dia a una oscura sala de su enorme castillo, en donde guardaba todo lo que había escrito durante su vida. Allí pasó varias horas leyendo en silencio, y sintiendo gran culpa, la infinita cantidad de acusaciones inexistentes, y confabulaciones inventadas, con las que se había deshecho de sus adversarios en la corte, ganado la simple y torpe confianza del rey.
Recordó la larga lista de nobles inocentes que por su culpa fueron muertos, dejándole el camino libre hacia la confianza absoluta del monarca. Leyó apenado las infames expresiones contra el rey que él mismo había asesinado, con las cuales intentó en vano ganar la amistad del cauto e inflexible invasor. Cuando terminó de revisar sus viejos escritos, con la triste convicción de haber malgastado su vida, regresó a una de sus enormes salas y se echó a dormir, apesadumbrado.
Al entrar en el mundo de los sueños, soñó que moría, y que se encontraba parado en una enorme sala completamente oscura y fría. En el sueño sintió una enorme angustia, no tanto por morir como por estar en ese sitio tan extraño y tétrico. Luego de permanecer parado y sin osar moverse, durante un tiempo que él consideró interminable y tedioso, al ver que allí no había señales de vida comenzó a caminar lentamente, con mucho miedo. Si bien no podía medir el tiempo ni la distancia, sintió que caminó largamente en esa sala negra y profunda. Miraba con temor a los alrededores sin poder ver nada. Sintiéndose desolado, solo se limitó a caminar hacia adelante. Y así siguió interminablemente, sin querer desviarse. No sabía donde estaba, ni para qué ni cómo había llegado allí. Solo intentaba avanzar, instintivamente, sin saber tampoco por qué lo hacía.
Luego de un tiempo extremadamente largo y tedioso, el asustado hombre vió, a su derecha, un largo velo que pendía del aire, que parecía flotar. Como era lo primero que había visto e identificado en ese lugar, sintió la irresistible tentación de correrlo y ver qué había detrás. Se paró ante el velo, caviló un rato, estiró su mano temblorosa y con expectativa comenzó a correrlo. En ese instante una fuerza invisible lo arrojó de espaldas hacia atrás, dejándolo tendido en el suelo boca arriba, sin poder levantarse. Sin la fuerza suficiente para ponerse en pié, quedó acostado y con un enorme pánico, suponiendo que algo muy grave estaba por ocurrirle.
Inmediatamente, pasando por el hueco que había dejado el velo corrido, comenzaron a salir unas largas cuerdas. Con una lentitud exasperante comenzaron a enroscarse sobre el cuerpo del escritor, que quedó inmóvil y no pudo defenderse. Estas sogas eran interminables e incontables y nadie las llevaba, se movían solas con una gran lentitud. Parecían estar allí para hacer enloquecer al consejero. Cada una tenía una función distinta. Algunas le sujetaban las piernas, otras los brazos, otras la cabeza. Mientras tanto, otras bailaban y se retorcían ante sus ojos horrorizados. Esta macabra escena se hizo interminable para él. A cada momento aparecían mas y mas sogas, que se sumaban a las que ya lo ataban, y no le permitían moverse.
Al cabo de un buen rato, las sogas eran tantas y tan fuertes que su cuerpo estaba completamente cubierto por ellas. Le ajustaban tanto que prácticamente no podía respirar. Ante esta situación el hombre se aterró, y comenzó a gritar con desesperación, pero nadie contestaba sus súplicas. Cuando solo sus ojos quedaban al descubierto, y seguían retorciéndose miles de sogas frente a él, las cuerdas comenzaron a tironear con extrema fuerza sus brazos y piernas, hasta quebrarlos y desgarrarlos, mientras el consejero aullaba de dolor, rogando misericordia.
En ese momento, una voz grave y potente, que le pareció que venía de todos lados, le dijo con firmeza. Misericordia pedís? Vos, maldito gusano, osáis pedir misericordia? Vos, infame traidor, cruel asesino?
Matasteis a vuestro rey, entregasteis vuestra tierra a los salvajes, vendisteis a tu pueblo. Por vuestra culpa murieron cientos de personas. Por qué no tuvisteis misericordia entonces? Indiferente del dolor ajeno, adulador hipócrita, ahora yo os condeno a vivir así eternamente. En esta brutal agonía, rodeado de vuestras propias calumnias.
Entonces se produjo un inquietante silencio. Tras el cual el hombre tuvo una visión horripilante. En todas las sogas que lo ataban y desgarraban aparecieron al instante miles de letras. Al observar con atención descubrió que eran las mismas palabras que él había escrito durante toda su vida. Aquellas por las cuales habían sido injuriados y asesinados cientos de nobles y cortesanos, con cuyas calumnias había ganado el temor de sus pares y enormes riquezas.

Sus propias palabras lo laceraban y lo encadenaban eternamente, sin que él pudiera defenderse, como tampoco pudieron defenderse quienes debieron morir por su culpa. El dolor se intensificaba cada vez mas, hasta que casi no podía soportarlo. Sabiendo que continuaría en ese estado para siempre, y sin poder realizar ningún movimiento, soltó un grito desesperado, que lastimó sus propios oídos, y lloró desgarradoramente.
Fue entonces cuando las sogas que estaban flotando frente a sus ojos formaron lentamente un complicado nudo, que al cabo de unos instantes, tomó la forma de un enorme puñal. Quedó suspendido en el aire, frente a su aterrada mirada. Sobre el la hoja del puñal estaban escritas, en pequeñas letras, las palabras injuriantes que él había escrito sobre el rey, luego de su muerte. Este puñal lentamente le perforó el pecho y le atravesó el cuerpo, saliéndole por la espalda, y causándole un dolor inaguantable. El consejero, extremadamente dolorido y desesperado debió quedar así, inmóvil y prisionero de sus propias palabras, cumpliendo la condena eterna.
Con un terrible grito se despertó, en medio de la noche, agitado y sudando. Quizás por superstición, o por un extraño misticismo, interpretó su sueño como una verdad inevitable. Presagiando su triste futuro corrió por las inmensas salas de su castillo, y llegó a aquella en la que guardaba celosamente sus escritos.
Antes de despuntar el alba, los siervos, que ya estaban trabajando en los sembradíos de su feudo, observaron con atención la enorme fogata que, en la lejanía, hacía brillar los campos, y parecía, por su fulgor, querer anticipar las luces del nuevo día. El escritor veía, nerviosamente, como iban desapareciendo los restos de su infame trabajo de tantos años. Como si el fuego, que él mismo había provocado, pudiera borrar y hacer olvidar las muertes y el dolor que esos papeles causaron. Pero que continuarían permanentemente en su conciencia, limitando sus pensamientos y turbándolo en todas sus horas.
Su memoria seguiría por siempre recordando los daños que había causado su ambición. Sus palabras eternamente lo encadenarían, y seguirían lesionando su conciencia. Sin embargo, y aunque se daba cuenta de ello, cuando al salir nuevamente el sol solo una montaña de cenizas quedó como indicio de sus pecados, sonrió interiormente y sintió cierto alivio.

Texto agregado el 04-02-2013, y leído por 193 visitantes. (0 votos)


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