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Esta extraña historia, ocurrida en Londres en los últimos años del siglo diecinueve, tuvo como protagonista a William Webster, un hombre de negocios, que dirigía una compañía de barcos, que transportaba mercaderías que partían de Inglaterra rumbo a América y el resto de Europa. Aunque la flota de barcos que poseía el señor Webster no era muy numerosa en comparación con las de otros magnates, este hombre poseía una vasta fortuna, que le permitía vivir en forma holgada y darse muchos lujos.
Pese a que frecuentemente realizaba largos viajes de placer por el mundo entero, dedicaba una gran parte de su tiempo a su trabajo, ya que no descuidaba ni por un instante las actividades de su empresa. Pasaba todo el día en sus oficinas, cerca del puerto, donde atendía a cientos de exportadores que contrataban algunos de sus barcos. Los mismos llevaban la mayoría de las veces, cobre, estaño y yute, y al llegar a América cargaban trigo, cereales y carnes, que eran comprados por empresarios ingleses.
Aunque gozaba de una renta de miles de libras anuales, entre sus empleados y muchos rivales había adquirido cierta fama de avaro. Se decía de él que, aunque gastaba fortunas en sus viajes, en los gastos de poca monta escatimaba sus monedas. Se lo consideraba también un hombre firme en sus convicciones, y su sola presencia, o la simple pronunciación de su nombre, generaba entre sus subalternos cierto respetuoso temor. Inflexible en sus decisiones, no vacilaba en aplicar severas medidas, por terribles que éstas fueran, si las consideraba necesarias. Así, una temporada, al hacer los balances de fin de año, descubrió que sus ganancias habían sido muy inferiores a lo que él esperaba. Inmediatamente despidió a mas de cincuenta personas que trabajaban para él, y que según su concepto no convenía mantenerlas en sus puestos.
Luego de este episodio ganó muchos odios, inclusive entre gente que no trabajaba con él, y se lo consideró un hombre egoísta y desalmado. Sin embargo, él hacía caso omiso de las críticas, y continuaba su tarea, inflexible. Todas las mañanas, con extrema puntualidad, llegaba a su oficina, y comenzaba la ardua misión de atender a sus clientes, firmar contratos, leer y escribir cartas de otros clientes extranjeros, y vigilar atentamente la entrada y salida de sus barcos, a través de sus amplias ventanas, por las cuales veía extenderse y perderse en el horizonte al río Támesis.
Cuando finalizaba su día de trabajo, a las seis de la tarde, salía de su oficina y se dirigía a pié hacia un pequeño restorán de los suburbios de Londres, que era frecuentado por los trabajadores del puerto en su mayoría. Allí se le daba al señor Webster un trato privilegiado.
A decir verdad, nadie podía entender por qué un hombre tan importante y poderoso tenía por costumbre ir a cenar a un lugar de segunda clase todos los días, desde hacía por lo menos veinte años. Algunos daban una respuesta que era tomada por cierta. El señor Webster, antes de ser un hombre de negocios, trabajaba en la zona portuaria, como un pequeño empleado, controlando las partidas de mercaderías que llegaban del exterior. En esa época solía frecuentar, todos los días, ese mismo restorán.

Con el paso de los años, y aunque se transformó en un hombre de mucho dinero, había ganado la amistad del dueño del local, y disfrutaba recordando las épocas en las que solo era un simple trabajador. Sus enemigos, sin embargo, decían que lo hacía por vanidad, para sentirse importante y distanciado de los demás. Mientras que en un lugar distinguido solo sería uno mas, aquí, en cambio, tenía siempre reservada una mesa especial, decorada y servida lujosamente, y alejada del resto. En verdad, el lugar que ocupaba diariamente era una mesa infinitamente mas aseada y prolija que las demás. Se encontraba detrás de unas enormes plantas y cortinas, que servían como pantalla. Parecía que había sido especialmente colocada para un invitado de honor. Estaba bastante mas alta y alejada del resto de las mesas. Desde ella podía verse todo el movimiento del restorán. Incluso, debido a su altura, se podía ver, a través de unos grandes ventanales, el imponente Támesis y sus barcos descansando en sus muelles, siendo hamacados suavemente por las pequeñas olas. En cambio desde las otras mesas, solo se podía adivinar parcialmente la mesa del señor Webster, detrás de las cortinas y las plantas.
Entre los clientes habituales, casi todos trabajadores portuarios, marineros y habitantes de los suburbios, la famosa mesa era conocida como, la mesa del señor Webster. Como para asegurarse su perpetua propiedad le había hecho imprimir en el fino mantel las iniciales de su nombre: “WW”. Unos minutos antes de su llegada, se colocaba en el centro de la mesa un jarrón con gran variedad de flores, a las que él era afecto, y el dueño del restorán había designado a un camarero, que se dedicaba exclusivamente a satisfacer sus pedidos.
Luego de caminar plácidamente por las angostas calles empedradas que lo llevaban de su oficina al restorán, y luego de haber respirado el aire fresco en su corta caminata, Webster entraba al lugar. Saludaba entre dientes y con un aire de superioridad a los comensales y se dirigía presto a su mesa. Todos los días pedía una pierna de cordero y un ponche para beber, y mientras esperaba su cena leía tranquilamente el periódico, que durante el día solo había tenido la posibilidad de ojear a las apuradas.
Sin prestar atención al bullicio de las otras mesas, se quedaba allí hasta las ocho en punto de la noche. Al retirarse saludaba afectuosamente al dueño, y caminaba algunas cuadras por las oscuras calles, disfrutando la tranquilidad de la noche, hasta llegar al lugar en donde lo esperaba su cochero con el carruaje, para llevarlo a su casa, en el centro de Londres.
Si bien jamás molestó a nadie, su presencia resultaba incómoda para los demás clientes, que la tomaban como una ostentación y una muestra de vanidad. Un deseo de mostrarles a sus empleados que él era diferente a ellos, y que por eso debía estar en un lugar de privilegio. El dueño del restorán lo recibía con orgullo y se mostraba complacido con su visita, aunque a pesar de que era servido a sus anchas jamás había dejado ninguna propina. Con su fina galera, su levita y un enorme portafolios, su escueta pero elegante figura contrastaba con los atuendos y el aspecto rústico de los demás.
Aunque el señor Webster hacía que todos los días fueran rutinarios y sin cambios, uno de esos días tuvo lugar un suceso extraño e inexplicable, que se transformó en el comentario de todos los que lo conocían, y que comenzó a formar parte de los mitos y leyendas que durante años se contaron con interés.

Había pasado uno de esos días brumosos que dificultan el movimiento de los barcos, y no dejan ver mas allá de una corta distancia. El señor Webster llegó caminando por las calles cubiertas de niebla, al pequeño restorán, a las seis y media. Como era su costumbre, pidió su cena habitual. Durante la espera leyó su periódico y observó con indiferencia el incesante movimiento de los demás comensales, acompañados del acostumbrado ruido de cubiertos y el fuerte murmullo. Unos minutos mas tarde comenzó a comer su pierna de cordero con bastante avidez, pero sin descuidar sus finos modales. Como la niebla no le permitía ver hacia el exterior, se distrajo observando a la gente, y lo que él consideraba sus conductas groseras e incultas. Por momentos miraba fijamente su costosa galera, y se sentía orgulloso de sí mismo. No podía evitar sentir cierto desprecio por quienes veía comer y moverse sin su gracia y su fino porte. Por momentos intentaba no mirarlos, para no perder el apetito.
Habrían transcurrido quince minutos desde que comenzó a comer, cuando vió entrar a una joven, mal trazada y harapienta, que con paso rápido y decidido se dirigió a la mesa mas cercana y les habló en voz alta a quienes estaban sentados en ella. El señor Webster intentó escuchar lo que la muchacha les decía, y asomó levemente su cabeza entre las cortinas.
-¿Quieren saber su suerte? -, les dijo la joven. - Por solo un chelín les adivinaré su futuro. Salud, amor, trabajo. Pregunten lo que deseen y yo, mirando sus manos, sabré decirles qué les deparará el destino.
Los comensales, entusiasmados con el extraño don de la muchacha, aceptaron de buen grado, y le dieron un chelín cada uno. Webster quedó pasmado al ver la credulidad de esos rústicos hombres, y volvió a sentirse infinitamente superior a todos ellos. Luego de mirar detenidamente sus manos, la sucia muchacha contestaba seriamente a cada ansiosa pregunta.
-¿Se curarán mis dolores en la espalda?, preguntó uno.
-Si. En dos meses no los tendrás mas.
-¿Tendré éxito en el amor?, interrogó otro.
-Por supuesto. Te casarás el año entrante.
-¿Conservaré mi trabajo?, inquirió el tercero.
-Conseguirás uno mejor, y serás muy rico.
Ante cada respuesta, los hombres se sentían aliviados y agradecidos. La joven guardó en un pequeño bolsillo los chelines que le dieron, y fue a la siguiente mesa. Allí también se mostraron interesados y admirados por sus virtudes, y le pagaron de buena gana lo que pedía por cada pregunta. El azorado e importante observador estaba extrañado de la simpleza de esa gente, que tomaba cada palabra de la niña como una verdad revelada, y ante cada anuncio de su buena suerte futura parecían tomar una gran tranquilidad.
Conforme iba recorriendo las mesas, concitaba una mayor atención. A excepción de tres o cuatro incrédulos, todos aceptaron que por el precio mas o menos accesible de un chelín alguien les dijera qué sería de ellos en el futuro. Le llamó la atención a Webster el hecho de que nadie sintiera extraño de que a cada uno de los adivinados le esperase un futuro prodigioso. Ya que si se tomasen las palabras de la divina como una verdad absoluta, se llegaría a la conclusión de que en ese modesto y pobre restorán había una reunión de millonarios y afortunados en potencia, a los que por una maldad del destino aún no les había llegado el momento de comenzar su nueva vida.


Al realizar estas irónicas reflexiones, el poderoso hombre no pudo evitar esbozar una amplia sonrisa, que le permaneció inmodificable en la cara durante los minutos que pasó observando a esas pobres y miserables almas, tan desahuciadas que eran capaces de comprarle a una embustera una ilusión por un chelín. Después de todo, pensó Webster, podrían invertir ese dinero en un plato de sopa. Ya que es bien sabido que algunas ilusiones se consumen mas rapidamente que un plato de sopa.
La pequeña estafadora, sin embargo, hizo que durante varios minutos esas personas soñaran que tendrían un futuro venturoso, y que creyeran ciegamente en cualquier quimera, que los pudiera sacar de su perpetua mediocridad.
Pobres tontos, como malgastan su escaso dinero, masculló en voz baja Webster, mientras saboreaba lentamente su pata de cordero. Para él su lugar de privilegio era como estar en la primera fila de un lujoso circo, en el cual todos los días había una variedad diferente. La de hoy, pensó, podría llamarse, “un montón de idiotas amaestrados que se dejan convencer y estafar por una andrajosa pero hábil mujercita”. “¡Qué estúpidos!, ¡Crean imbéciles, crean en cualquier cosa!,¡ Es lo único que pueden hacer sin dinero en el bolsillo!”
La pequeña siguió recorriendo todas las mesas, motivando el interés y la admiración de todos los ignorantes clientes. Luego de una hora entera de leer manos, y predecir brillantes futuros a los pobres esperanzados, se había hecho con la nada despreciable suma de una libra esterlina con diecisiete chelines. En todo ese tiempo se negó rotundamente a revelar el secreto de su sabiduría, y optó por leer gratis algunas manos, tan indefensas y lastimadas, que no podían siquiera sostener un chelín.
Mientras bebía su ponche y saboreaba su cordero, Webster no podía dejar de sonreir, sintiendo aún un mayor desprecio por esa gente torpe e inculta. Ese espectáculo le había inspirado una gran lástima, aunque por un instante pensó qué sentiría él sentado alli, entre toda esa gente. Por algunos segundos se le ocurrió que quizás allí se sentiría mas feliz y despreocupado, pero esta duda se le borró instantáneamente de la cabeza.
Al terminar su trabajo, la joven se apoyó contra una pared, y con mucha dificultad comenzó a contar el dinero que había ganado. Al terminar sus cálculos miró detenidamente al aislado hombre, vaciló unos instantes, volvió a observarlo con atención, guardó su dinero en el bolsillo, y lentamente se fue acercando a su mesa.
Al verla acercarse, Webster simuló no verla, y estar ensimismado en su pata de cordero. La mujer, tozuda, lo siguió mirando de cerca sin decir palabra. Allí siguieron los dos, en un tenso silencio. Ella, mirando su aspecto refinado y su costosa ropa. El comiendo con la vista clavada en el plato, como si dentro de él hubiera perdido la dentadura. La tensión se quebró luego de unos segundos, cuando la muchacha dijo resuelta: -¿le adivino la suerte, señor?
Webster simuló no haberla escuchado, y siguió comiendo impávido. Pero al notar que la testaruda seguía allí parada, al cabo de varios segundos, esperando aún su respuesta, dió vuelta la cabeza con exasperante lentitud, y le dijo: -¿me habla a mi ?
- Si señor, le contestó ella, por un chelín yo le diré qué le pasará en el futuro.
En un momento de maldad, se le ocurrió hacerle pasar a la jovencita un momento desagradable. -Está bien, le contestó. Pero no le pienso pagar un chelín.
-¿Ah no?, contestó ella, algo asustada por el tono agresivo del hombre.
-Un chelín es demasiado, contestó él, irónico, mientras jugaba con su galera.
La muchacha dudó unos instantes, recordó lo mucho que había ganado ese día, y le dijo dándose importancia: - está bien, por esta vez acepto que sean solo seis peniques.
-¿Seis peniques?, contestó el hombre enfurecido. No puedo, es demasiado para mí.
La muchacha comprendió el extraño cinismo de aquel hombre, pero decidió sin embargo seguir adelante.- Le diré su suerte por cinco peniques.
El hombre se incorporó en su silla, corrió el plato, que recién había terminado, y le dijo, mirándola con los ojos fulminantes: - yo seré quien fije el precio.
-¿Cuánto?, dijo ella.
-Un penique, contestó irónico. Pero con una condición.
-¿Cuál?, preguntó ella con aparente interés.
-Primero me adivina y después le pago.
-Está bien, contestó ella, en voz muy baja y sumisa.
En ese momento, al presenciar la larga y tensa conversación, el dueño se acercó apurado y dijo nervioso: -¿qué pasa, señor Webster?, ¿ le digo a esta chiquilla que se vaya?
-¡No, por favor!, contestó con sarcasmo. ¡Si me va a adivinar el futuro!
Webster pensaba hasta dónde podría llegar con su burla, ya que la joven lo seguía sin ofuscarse ni sentirse molesta. Lo miraba con sus grandes ojos azules, sin inmutarse ante sus irónicas agresiones.
Entonces el señor Webster se reclinó en su cómoda silla, y ante la vista atónita del dueño del restorán, le dijo a la mujer con firmeza, mientras le extendía la mano, adivine mi futuro, y después le pagaré su penique.

La joven tomó su mano y miró la palma, tal como lo había hecho con todos los demás. Luego de mirarla por varios segundos, alzó su vista a Webster y volvió a mirar la palma. El hombre sonrió, sintiendo en ese momento un profundo desprecio por ella, y por todos los ingenuos que le habían creído. Después de varios segundos, en los que la joven tenía la vista clavada en la mano, le dijo ofuscado: ¿Y bien?, mire que si no encuentra nada en mi mano, perderá su penique, y es una lástima porque deberá seguir vistiendo con harapos y mendigando, y burlándose de la gente incauta.
En ese momento le tomó a la joven el mentón con su mano, y fingiendo que quería ahorcarla, le dijo exasperado: ¿Y bien, niña estúpida?, ¿se te olvidaron tus artes?, ¿o no las recuerdas por menos de un chelín?, ¿no sabes lo que dicen mis manos, verdad?, ¡andrajosa embustera!
Mientras el hombre descargaba su furia contra ella, la pequeña lo miraba, asustada pero con desprecio. Cuando se hubo calmado y el dueño intentó echarla de nuevo, les dijo: -Sé lo que dicen sus manos, pero es algo como… algo como…
-¿Algo como qué?, preguntó Webster, burlándose de ella. La muchacha miró fijamente a ambos hombres, dudó un poco y finalmente dijo con la voz entrecortada por el miedo: - Yo no soy una embustera. Leí algo terrible en sus manos. Pero no sé como decírselo. Sus manos dicen que… dicen que usted… que usted tiene… bueno, una vida corta por delante.
En ese momento, Webster se encolerizó. Rojo de ira y con los ojos desorbitados, le gritó a la joven, -¿de qué estas hablando, desgraciada ?. Ella, acobardada, le contestó tímidamente: - Sus manos dicen que usted, que usted morirá pronto, quizás esta misma noche. Dicen que… es probable que usted muera esta noche.
Antes de que alcanzara a terminar la frase, la joven recibió una fuerte trompada que le pegó Webster, que la dejó tendida en el suelo. Todas las demás personas dejaron de hablar entre ellas, y se dieron vuelta para mirar la mesa del señor Webster, quien fuera de sí comenzó a arrojarle a la niña todos los objetos que había sobre la mesa. Mientras le gritaba desesperado: -¡Estúpida, como te atreves a decirme eso!, ¡Mentirosa, ladrona, pordiosera!
Al ver este triste espectáculo, parecía que el circo se había dado vuelta, y que ahora la mesa del señor Webster era la variedad del día. Nadie podía creer ver así de exaltado al apacible hombre, que continuó arrojando todo lo que había a su alrededor, y destrozó las costosas flores que habían sido especialmente preparadas para él.
La jovencita fue despedida violentamente del restorán por su dueño, quien luego intentó infructuosamente calmar al señor Webster, a quien le obsequió un nuevo ponche, y le pidió que se quede en el restorán, y no salga a la calle hasta estar completamente tranquilo y relajado.
-Por favor, señor Webster, intentó calmarlo el dueño. - Le ruego se tranquilice. Es solo una vagabunda que quería su dinero. Olvide este mal momento. Bébase su ponche y quédese aquí el tiempo que considere necesario. Usted es un hombre muy importante como para bajar al nivel de esta gente torpe. Al terminar de decir esto, y como aún continuaba el alboroto general, se dirigió a las mesas y dijo, levantando la voz. - ¡Ustedes continúen cenando!, ¡Y si ya lo hicieron váyanse de aquí!, ¡No voy a permitir disturbios ni insolencias en mi local!

La gente observaba el extraño comportamiento del serio hombre, y sin saber lo que había provocado esa reacción tan violenta, lo miraban como a un animal exótico, y se burlaban de él por lo bajo. El señor Webster se sentía ultrajado, y se quedó en su mesa, con la cara escondida entre sus manos, lleno de ira e indignación. Unos minutos después los murmullos se acallaron, y recién entonces asomó su cara por entre los dedos. Quedó durante un tiempo mirando a esas personas, tan lejanas para él, que ya habían olvidado el incidente y que volvían a contarse sus propias historias. La variedad del señor Webster ya había terminado.
Por momentos se le ocurrió que sus vidas serían quizás mas amenas y menos dramáticas que la suya. Incluso llegó a pensar que serían mucho mas felices que él. Siempre los veía sonriendo, gritando y gesticulando mas de lo correcto, pero parecían estar siempre despreocupados y disfrutando, a pesar de su escasa fortuna. En cambio él, pensaba, siempre tenía algún problema por resolver, y muchas veces no dormía a causa de sus preocupaciones. Se le ocurrió que esas pobres e ignorantes personas tenían, a pesar de su aspecto exterior, una vida mejor a la suya.
Atormentado por estos pensamientos, las palabras de la joven insolente le golpeaban en su mente, como un látigo implacable. Contestaba instintivamente con monosílabos las tranquilizadoras palabras del dueño, que no hacían mas que molestarlo. Al intentar beber su ponche, le resultó como una masa pegajosa, que se le trababa en la garganta. No podía comprender como una harapienta estafadora lo estaba haciendo sufrir, y dudar de sus propias convicciones. “¿Será posible, pensaba agobiado, que una persona pueda descifrar los misterios de la vida?, ¿o yo también habré caído en la misma sugestión que los demás?
Juzgué a los otros de crédulos y pueriles, ¿pero no seré yo el escéptico, el que cierra los ojos ante las palabras de los demás?”
“Pero si yo mismo lo he dicho, ¡las palabras! Solo fueron palabras, emanadas de una boca inconsciente y mentirosa. No hay hechos concretos, ni siquiera algún leve indicio que pueda confirmar su veracidad. Nadie puede tener el poder de entender y conocer las razones que hacen que los seres vivan y mueran. Y si lo tuvieran, no lo venderían como limosna. Reconozco que influyeron en mi esas absurdas frases, pero soy lo suficientemente inteligente como para ver mas allá que toda esta estúpida gente, y darme cuenta de que todo era un engaño, ¡un vil y asqueroso engaño!, ¡Pobres tontos, qué triste es ver la ignorancia ajena! Y que placentero es comprobar la propia superioridad. Menos mal que esa ladrona no pudo conseguir mi dinero, y que no fui estafado como todos estos inservibles.”
Al terminar estos pensamientos volvió a sentir alivio, e intentó olvidar el episodio.
-Creo que de buena gana beberé otro ponche, le dijo al dueño, mostrándole la copa vacía. Este volvió rapidamente con lo que le había pedido, y dió media vuelta luego de servirlo. Entonces Webster, en un momento de duda, lo llamó y le preguntó, un tanto asustado: -¿Usted le creyó a esa joven ?
-Por supuesto que no, contestó enérgico el dueño.
-¿Y entonces por qué la dejó entrar?, le preguntó Webster en forma prepotente.
El dueño vaciló unos instantes, y dijo: - en realidad nunca antes había entrado. Aunque conozco algunos lugares de baja categoría en los que estas adivinas se ponen de acuerdo con los dueños de los locales, y luego se dividen las ganancias. Usted sabe, señor, como es esta gente. Bruta y obstinada. Creen en todo lo que les dicen, y son capaces de pagar lo que no tienen a alguien que les augure un buen futuro y mejoras en la vida.

Cuando el dueño tuvo que retirarse a atender otros negocios, el señor Webster se quedó mirando, indiferente, la niebla que tapaba la hermosa visión del Támesis. Con cierta incertidumbre pensó por qué la vidente solo a él le había dicho lo que le dijo. Esta duda se acentuó con el paso de los minutos, y se acrecentó agobiantemente al no encontrar ninguna respuesta coherente.
-¿Y si después de todo lo que me dijo es verdad?, se preguntó. ¿Cómo saberlo?, la lógica me dice que tal cosa es imposible, pero, ¿por qué no he de dudar ?, ¡Pero qué estoy pensando! No puedo rebajarme y quedar a la altura de estos supersticiosos. Sé que no moriré esta noche, estoy seguro de ello. Aunque, ¿por qué debería estar seguro, si nadie conoce los misterios de la vida? Digamos que no estoy seguro, pero que es probable, analizándolo lógicamente, que mi muerte no suceda esta precisa noche. En otras palabras, ella tiene la misma seguridad o inseguridad que tengo yo. Aunque alguno de los dos acierte en su pronóstico, todo se debería a las mas pura casualidad, y no a la influencia que podría haber tenido una convicción preestablecida.
Habían pasado ya un par de horas desde aquel episodio, y casi toda la gente se había ido. Webster, a pesar de sus momentos de tranquilidad, seguía aún angustiado por sus cambiantes pensamientos. Sabía que se estaba quitando horas de sueño, y que al día siguiente tenía asuntos que atender, pero por alguna extraña razón no quería alejarse demasiado de ese lugar. A pesar de estar solo y no hablar con nadie, ya que el dueño se había retirado a las nueve, lo tranquilizaba ver a las apacibles y despreocupadas personas que aún estaban en el lugar.
Durante largos instantes había observado obsesivamente sus manos, sin encontrar en ellas nada fuera de lo común. Trataba de convencerse de que nadie podía, al mirarlas, saber nada sobre él ni sobre su futuro. Pensó que cada uno forja su propio destino, y que es pueril creer en un determinismo al que todas las personas están atadas. Las personas nacen, se interrelacionan y mueren, pensó intentando convencerse. Realizan todos sus actos en virtud de esa interrelación, sin estar limitados ni encasillados previamente esos actos.
La intensa niebla aún seguía cubriéndolo todo. La noche se hacía cada vez mas fria, conforme pasaban las horas. Cerca de las diez, y aunque aún estaba un poco turbado, el señor Webster tomó la decisión de irse a su casa. Con paso firme se levantó de la mesa, se puso su abrigo, se colocó su fina galera, echó una vanidosa mirada a las pocas personas que aún quedaban, y caminando lentamente se perdió entre la niebla.
Lo que sin duda mas temor le causaba, era el tener que caminar por las oscuras cuadras hasta donde lo esperaba su carruaje, para llevarlo hasta su casa. Con paso trémulo y ligero, miraba nerviosamente a sus alrededores, a la espera de algo que le hiciera detener la marcha. Se impresionó sobremanera por el repentino ladrido de unos perros. Contuvo el aliento y lanzó un suave grito. Parecía en ese momento que era él el crédulo e ignorante, que creía al pié de la letra todo lo que le decían. Sin mirar en ningún momento hacia atrás, caminó con las piernas temblorosas por las calles empedradas y desiertas. La última cuadra antes de llegar a su carruaje le pareció sencillamente interminable.
Al llegar a la oscura esquina, debía dar vuelta en un callejón donde noche a noche lo esperaba su cochero. Al aproximarse observó con desazón que su carruaje no estaba alli. Con un enorme miedo caminó unos metros mas, y trató de divisar entre la niebla las calles laterales, pero en ninguna de ellas estaba su salvación.
Sintiéndose derrotado y con una terrible angustia se recostó sobre una vieja pared, y miró apenado la hora. Lleno de ira dijo entre dientes, ¡son las diez y veinte!, ¡El cochero debería haber llegado a las ocho!, ¡Si se cansó de esperarme y se fue, mañana mismo lo despediré! Esta mala jugada que me hizo le costará muy caro. ¡El castigo que recibirá hará que deba pedirme perdón por el resto de su vida!
Desconcertado y temeroso, sin saber adónde ir ni que hacer, decidió volver al restorán y explicar lo sucedido, ya que a esas horas en los suburbios de la ciudad no podría conseguir ningún medio de transporte para regresar a su casa. El odio que comenzó a sentir por el incumplimiento lo hizo dejar momentáneamente de lado el miedo que lo acompañaba.

Cuando decidió abandonar ese oscuro e inhóspito callejón, comenzó a caminar hacia la esquina, y oyó una voz que se acercaba e él, y que le gritaba: ¡Señor Webster, señor Webster!
El hombre se dió vuelta pero no pudo ver a nadie a raíz de la niebla, aunque la voz se aproximaba rápidamente. Enseguida vió a un hombre, que con paso ligero se acercaba a él mientras lo llamaba. Presa del pánico, comenzó a correr torpemente.
-¡Señor Webster, espere por favor! agregó el hombre que lo buscaba. Como era mucho mas joven que él, lo alcanzó enseguida. - ¡Señor Webster, míreme! No se asuste, ¿no me reconoce?
El señor Webster, sin intentar siquiera mirarlo, intentó correr mas rápido, pero el hombre lo tomó del brazo y le dijo agitado: - Míreme. Yo trabajé en su compañía durante varios años. ¿No se acuerda de mi ?
Webster giró su cabeza hacia él y le pareció reconocerlo, aunque al estar muerto de miedo no le contestó palabra alguna. El hombre intentó explicarle. - Yo trabajé mucho tiempo junto a usted. Cargaba algunos objetos para reparar los barcos. Yo reparaba las averías de sus barcos, ¿no me recuerda?
Entonces Webster, con la voz quebrada y temeroso, dijo parcamente: - Si, lo recuerdo.
-Pues bien - le contestó el hombre, - yo vivo cerca de aquí con mi familia, y me enteré de que usted pasa por esta calle todas las noches. Y decidí molestarlo porque… no sé como decirlo. Luego se produjo un largo silencio.
-¡Dígalo de una buena vez!, gritó Webster, exasperado por el miedo.
-Está bien, contestó, resulta que soy padre de seis hijos. Luego de que usted me despidió, hace seis meses, no volví a conseguir empleo.
Webster observó con altivez las pobres ropas de aquel hombre, y sin poder sacarse de encima el miedo que lo agobiaba, le dijo secamente: - Yo no puedo hacer nada por usted.
-Sí que puede, le contestó el hombre casi como un ruego. Si usted quisiera volver a darme ese empleo, le juro que no me alcanzarían todos los años de mi vida para agradecerle.
-Pero, ¿es que no me entiende?, le gritó Webster exasperado, le he dicho que no. ¡Y ya no me moleste! En ese momento le hizo un gesto de desprecio e intentó seguir su camino.
Había dado solo dos pasos cuando el hombre lo tomó enérgicamente por los dos brazos, y suplicándole le repitió: - Tengo seis hijos pequeños que mueren de hambre. Mi mujer trabaja en una fábrica, pero el dinero no nos alcanza para comer todos los días. Yo no consigo trabajo, y estoy desesperado. ¡Le ruego, señor!, ¡Por mis hijos, que son lo que mas amo en este mundo!, ¡Hágalo por ellos!
Antes de que el hombre pudiera terminar esta frase, Webster se desprendió de sus manos y continuó caminando hacia la esquina. El desdichado hombre lo seguía, algunos pasos por detrás, implorándole que lo escuche. Un par de metros antes de doblar a la esquina y retomar el camino por la oscura calle, se dió vuelta violentamente y le dijo enérgico: - ¡Ya no me moleste mas! Tengo muchos problemas y no quiero escuchar sus lamentos.
-Si me da el empleo, lo interrumpió el hombre, le prometo que jamás volveré a molestarlo. Trabajaré para usted con empeño, seré un empleado brillante. Le imploro por lo que mas quiera. No pretendo siquiera ganar como antes. ¡Me bastará una libra a la semana! Con eso mi familia podrá sobrevivir.
Con un enérgico y exasperado “no” el señor Webster le dió la espalda y siguió caminando hasta llegar a su ansiada esquina. El hombre, parado e inmóvil, volvió a insistirle. - Tiene razón, le pedí demasiado. ¡Perdóneme, señor! No quiero una libra, me conformaré con solo un chelín. O si lo prefiere, con solo seis peniques. Sino con cinco peniques. ¿O prefiere ser usted quien fije el precio?

En ese instante, al escuchar nuevamente esas fatídicas palabras, Webster, muerto de miedo, se quedó petrificado en la brumosa esquina. Lentamente se dió vuelta hacia él, que lo miraba unos pasos mas atras, con gesto expectante. Sin entender por qué le había dicho eso, titubeó unos instantes, y le dijo enérgico: -¿Qué son estas imposiciones?, ¿por qué debo hacerle caso?, ¡váyase, salga de mi vista! Ya le dije que tengo otras preocupaciones, como para andar perdiendo mi tiempo con sus estupideces.
Antes de que Webster terminara de decir esto, un brazo fuerte lo tomó por atrás, trabándole el cuello, mientras otros brazos lo empujaban hacia atrás.
En cuestión de segundos, con una rapidez extrema, mientras dos fuertes hombres lo sostenían, otros tres o cuatro sacaron rápidamente unos cuchillos de sus bolsillos y comenzaron a apuñalarlo, ensañándose brutalmente con su indefenso y débil cuerpo.
Al verlo tendido en el suelo, malherido y cubierto de sangre, el grupo de hombres que lo atacaron se dispersó, corriendo hacia rumbos distintos, y perdiéndose en la densa niebla.
Aún se escuchaban los pasos agitados, cuando el hombre que había hablado con él unos segundos antes, se le acercó, se paró frente a Webster y se quedó mirándolo con desprecio. Luego levantó del suelo la galera, que había quedado tirada sobre el empedrado, se la colocó sobre la cabeza y se alejó de allí, silbando una triste melodía. A los pocos segundos, también desapareció, bajo la niebla espesa.
Ensangrentado, sin poder moverse, el señor Webster vió aparecer por detrás de una vieja y arruinada pared a la joven que, horas antes, había echado brutalmente del restorán. Ella le apoyó un pié sobre su cuerpo tendido en el suelo, y le dijo con desprecio: - Como ves, no he sido una embustera. El incrédulo fuiste tú, que solo confiabas en tí mismo y despreciabas a tus subordinados. Sinceramente, es una lástima dejarse matar por un chelín. Yo acerté en mi predicción. Pero si me hubieras pagado, te habría augurado una larga vida por delante, llena de salud y fortaleza, como hice con todos los demás, ingenuos y torpes, pero no avaros. Si no hubieses sido tan egoísta y altanero, habrías tenido una vida muy larga y venturosa, y habrias sido mucho mas feliz.

Cuenta la leyenda que el señor Webster murió mientras veía alejarse a la harapienta muchacha por la calle oscura y desierta, sin haber tenido tiempo de pedir ayuda a nadie. Aunque muchos desconfiaron de la veracidad de la historia, lo cierto es que el poderoso señor jamás volvió a aparecer en el restorán ni en su trabajo, y desde el momento en que salió aquella noche del restorán nadie volvió a verlo nunca.
Aunque este episodio, tal como se lo contaba, resulte dificil de creerse, se presume que Webster, de alguna u otra manera, murió esa misma noche.
La gente crédula e ignorante de la zona creyó la historia del asesinato a pié juntillas, y hasta a los mas escépticos les resultó extraña su repentina e inexplicable desaparición. Pronto el señor Webster se transformó en uno de los mitos de la zona, y fue objeto de apasionados y crédulos comentarios. Sin dudas, de haber seguido viviendo, él habria desconfiado de su propia historia, y la hubiera atribuído a la imaginación de esas personas ignorantes y torpes, que él tanto despreciaba.
El señor Webster había sido víctima de un engaño. Su avaricia y egoísmo lo habían hecho caer en una perfecta trampa, cuyas fatales consecuencias no había podido prever. Uno de los mas importantes y suspicaces hombres de negocios del sur de Londres, había sido engañado vilmente por un grupo de gente crédula, tonta e ignorante. Sin darse cuenta, se había dejado llevar a su trampa por una pequeña y necia vagabunda, que sin embargo, había sido mas hábil que él.
El hombre más poderoso de toda la zona se había dejado matar, ridículamente, por solo un chelín.
Pero aunque él no quisiera creerlo, ella se lo había advertido.


Texto agregado el 04-02-2013, y leído por 216 visitantes. (0 votos)


Lectores Opinan
21-09-2013 hay una sobria distinción en el desplegarse la historia; el altercado con la adivina al vaticinarle ésta su muerte podría sentirse un poquito artificial o arbitrario, si no se considera que nuestra misma mente lo es, en lo que radica tal vez el prodigio de la imaginación. quilapan
21-09-2013 aunque las adivinas siempre traerán consigo un cariz sobrenatural, la forma realista del relato se ha nutrido muy bien con la descripción sicológica de Mr Webster (ignoro si al final del 1800 ya se había insertado la sicología de los personajes), lo que hace una lectura interesante; quilapan
 
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