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Abrí el primer cajón del viejo comodín. Estaba por aquí… pensé. Hacía tiempo que la había guardado, esperando que viese la luz en una ocasión especial.
-Ahora es el momento. Sí. ¡No puedo esperar más!
Ansiosa y con la mirada fija en sus ya no tan brillantes eslabones de oro, la coloqué sobre mi muñeca, sin abrocharla siquiera. Me conformaba simplemente con contemplar su belleza.
-Quizás más adelante –susurré.
Nunca me llamó la atención la ostentosidad. De siempre he sido una persona sencilla en el vestir, pero he de reconocer que esta joya hizo mella en mí desde el momento en que llegó a mis manos, aunque fuese simplemente para acabar guardada en aquel cajón.
Tenía cita para dentro de tres cuartos de hora. El taxi llevaba esperando en la puerta de casa unos quince minutos. Sonreí. No había calculado bien el tiempo. Posiblemente sería por la falta de costumbre… Posiblemente fuese por ello. Me apresuré a colocarme los zapatos de tacón. El negro es un color que combina con todo, incluso con aquel vestido que llevaba en la boda de Isabel, hace ya ocho años, cuando los estampados grandes y coloridos estaban en pleno auge. Las modas siempre vuelven…
Cogí el bolso y el abrigo del perchero. Antes de llegar hasta la puerta me miré en el espejo del hall. No iba excesivamente retocada. Una capa de maquillaje para definir los rasgos y tapar alguna que otra imperfección, algo de colorete y carmín.
Cerré la puerta de casa. Suspiré. Llevaba un día ajetreado y estaba algo cansada.

-Buenas tardes. ¿Adónde la llevo?- preguntó el taxista.
-Buenas tardes. Magallanes. A prisa, por favor- contesté.
-De acuerdo-respondió.
Estaba algo nerviosa. Mi pierna derecha siempre se había encargado de hacérmelo saber: en los minutos previos a un examen, ante una caricia o una mirada cómplice con alguien especial, en un apasionado beso…Hay cosas que nunca cambian y que nunca se olvidan.

Durante el trayecto intentaba mantener la calma, desviar mi pensamiento hacia otro lado. Miraba tras la ventanilla. La mano del hombre se estaba adueñando cada vez más de la ciudad. Automóviles, motocicletas, autobuses, trenes, metros,… Ya no era la de entonces. Recuerdo como si fuese ayer aquellos tiempos en los que había que andar campo a través para ir al colegio, en los que la gente se movía de acá para allá en bicicleta, en los que había un solo autobús urbano para toda la ciudad…Ya no somos los de entonces, pensé.
-¿Desde cuándo lleva ese edificio allí? ¡Es enorme!- pregunté asombrada
-Umm, je, je,…Compruebo que lleva tiempo sin venir por esta zona -respondió amablemente el taxista. -Son unos grandes almacenes propiedad de López del Valle, empresario valenciano. Se inauguraron el año pasado. Enorme, cierto. Y merece la pena ser visitado.
-En realidad es la primera vez que paso por aquí. Siempre tomo la Avenida Salvador Dalí -dije
-Salvador Dalí… Sí, podía haberla tomado, pero cogiendo esta ruta damos menos vuelta, créame. ¿Ve? ¡Ya hemos llegado!- ¿La dejo en algún sitio en especial?- preguntó
-No es preciso. Pare aquí, por favor, necesito estirar las piernas (El taxímetro marcaba 14.45) -Dígame, ¿Cuánto le debo? – pregunté.
-Catorce euros nada más- respondió.
-Extendí un billete de veinte sobre su mano. -Aquí tiene y muchas gracias.
-A usted.- Dijo sonriente el taxista mientras me daba el cambio.
Y se alejó.

Magallanes. Una confluida calle situada en el centro de la ciudad. Majestuosas balconadas colgaban desde edificios de diez a doce plantas en cuyas fachadas pendían los letreros que daban a conocer el nombre de la empresa. Fijé la mirada sobre uno. Boutique Rhona. En el escaparate cuatro maniquíes vestidos y calzados conformaban el expositor. Detuve la mirada sobre uno de ellos. Llevaba puesto un vestido negro. ¡Qué sorpresa! Era el mismo de la semana pasada. Recuerdo que dije que, al terminar, regresaría a probármelo. Sí, sí, era el mismo: manga francesa, no demasiado escote, no demasiado largo ni demasiado corto. Dónde llevará el precio, pensé. Al instante recapacité. Tratándose de una tienda ubicada en una calle de renombre es imposible que se muestren los precios de las prendas, al menos en el expositor. En realidad no siempre era así, pero fue lo primero que se me ocurrió para justificarlo. De todas formas no tendría que ser demasiado caro pues la tienda estaba en rebajas y teniendo en cuenta que llevaba tiempo sin comprarme un trapito, ¿por qué no permitirme el lujo de gastarme algo más? Además, el negro es un color que combina con todo y la línea del vestido es sencilla. ¿No dicen que en la sencillez radica la elegancia? Me vendría estupendamente para una ocasión especial…
El reloj de la Plaza de España daba las seis y cuarto. Cuando termine, regresaré, entraré en la boutique y me lo probaré. Esta vez sí, pensé. Pero ahora si no me apresuro llegaré con la hora justa… como siempre.

Comencé mi andadura por aquella transitada calle. La gente caminaba muy deprisa, parecía que acudiese tarde a una cita. Sonreí. Las bocinas de los coches hacían las veces de música de fondo. Buscaba con la mirada el número 92. Ese era el lugar hacia donde me dirigía. Al final de la calle tres mimos de la Compañía Teatral Benavente, pude leer, extendían una mano al “público” que pasaba de largo sin volver la vista atrás. Me detuve frente a ellos mientras buscaba el monedero en el fondo del bolso. Lo abrí. Sólo tenía un euro suelto. El resto en billete. Mejor lo dejo para cuando cambie, pensé, y así les doy algo más.
Justo al lado del grupo de mimos se encontraba mi lugar de destino: el número 92 de la Calle Magallanes. Un bloque de nueve pisos se alzaba a mis pies. Podía verse, tras las ventanas, a los empleados de las oficinas del primero, el bufete de abogados del segundo…Ninguna de esas plantas era la mía. Yo me dirigía a la tercera. Llamé al porterillo.
-¿Quién es?- preguntaron
-Soy Teresa- respondí.
Al instante la cancela se abrió y la empujé para entrar. Tomaré el ascensor, me dije. Siempre lo hacía porque no era un ascensor común. Éste tenía espejo y todo. Así aprovechaba y miraba mi aspecto. Después de tantas prisas se me había podido estropear el peinado. En realidad era el único ascensor en el que me había subido. Tampoco sabía si el resto tendrían o no espejo. Pero no, cómo iban a tener espejo los ascensores…Sonreí. ¡Sólo éste lo tenía!
Pulsé el botón 3ª A. Estaba tensa, como los minutos previos a un examen…Ni siquiera me miré en el espejo del ascensor. Nunca lo hacía. Tercera planta, leí en letra roja en el indicador. El ascensor se detuvo. Las puertas se abrieron para desaparecer en los laterales. Salí. Me dirigí hacía la letra A. Conocía perfectamente el camino. Llamé al timbre. Sólo transcurrieron unos segundos hasta que abrieron la puerta, pero el tiempo, a pesar de todo, pasaba lentamente.
-¡Buenas tardes! –Exclamó una joven -Por favor…- y con un movimiento de mano me invitó a pasar.
-Buenas tardes- dije mientras entraba. Me quedé extrañada. Era la primera vez que veía a esa chica por allí. Seguramente Lourdes habría cogido la baja por maternidad.
-Déme el abrigo. Lo colocaré en el guardarropa. Avisaré a Don Ignacio de que acaba de llegar y, por favor, siéntase como en su casa- dijo mientras ayudaba a quitarme el abrigo.
-Ahh…mmm- Sonreí- Muchas gracias.

Permanecí a su espera sentada en uno de los sillones del amplio recibidor. El mobiliario era de diseño. De la pared, pintada en un tono pastel, colgaban láminas abstractas ausentes de marco. Una decoración muy a la vanguardia.
Al instante la puerta se abrió. Ahí estaba él. Había salido exclusivamente para recibirme. Mi pierna derecha comenzó a temblar…mi corazón a palpitar agitadamente. Sí, ahí estaba él…Tan alto, tan delgado, tan apuesto. Moreno, ojos oscuros y rasgados. Pero no sólo atraía físicamente, también era correcto en el trato, cortés, y muy adulador. En conjunto, el hombre ideal. Creo que desde la primera vez que nos vimos nos caímos bien. Eso se nota Teresa. En cómo me miraba, cómo se sonreía…Sería el padre perfecto para mis hijos, pensé mientras se dibujaba en mis labios una sonrisa.
-¡Teresa!- exclamó (se alegraba de verme) y extendió su mano para saludarme.
-Don Ignacio- correspondí de igual forma.
-Por favor, Teresa. ¿Cuántas veces te tengo dicho que dejes de llamarme Don Ignacio? Nos conocemos desde hace años, ¿verdad? Creo que va siendo hora de que dejes a un lado tanto formalismo.
Todo hacia él era admiración y respeto. Me costaba tutearle. Pero tenía que hacerlo. No era la primera vez que llamaba mi atención por ese motivo.
-¿Cómo estás? Se te nota feliz. Eso es buena señal- dijo.
Cómo no iba a estarlo si lo tenía frente a mí. Tan alto, tan delgado, tan apuesto…Miraba fijamente a mis ojos. Me fulminaba. Bajé rápidamente la mirada y con ella mi cabeza. Había conseguido ruborizarme. Intenté disimular. Mi voz temblaba, mi pierna también.
-Ehm, bien, sí, muy bien. Bueno…, algo cansada, sí, últimamente, ya sabe, me canso mucho y sigo sin tener apetito, pero por lo general bien, sí -respondí tímidamente
-Me alegra saber que estás bien. Y de nuevo, trátame de tú. Ya veremos a qué se debe ese cansancio y esa falta de apetito –dijo y, ofreciéndome el paso, nos dirigimos ambos hacia el final del pasillo.
Entramos a una habitación muy iluminada en la que el blanco era el color predominante. Aquel día me dio la sensación de que estaba decorada de forma distinta. Era como si fuese la primera vez que entraba allí. Todo me resultaba extraño. Luego comprendería el porqué...
En ese momento se dirigió al escritorio y descolgó el teléfono -Mercedes, tráeme el dossier de Teresa-dijo mientras me invitaba, indicándome con la mano, a tomar asiento.
Al momento llamaron a la puerta.
-Adelante- dijo.
Era Mercedes, auxiliar administrativo aunque hacía las veces de secretaria. La misma persona que me había recibido al entrar. Traía en la mano el dossier que le pidió Don Ignacio- -Aquí tiene- dijo ella.
Pude leer en él mi nombre antes de que se lo entregara.
-Gracias Mercedes-dijo mientras ella se retiraba cerrando la puerta. –Lourdes está de baja por maternidad. Ha tenido una niña preciosa…
Le encantaban los niños. Aunque ya lo sabía se le notó en ese simple comentario.
-A ver, a ver,…Teresa César Prieto. Esa eres tú, ¿verdad?- bromeó a la vez que abría la carpeta- Veremos… ¡Aquí está!-exclamó
Tomó en su mano un sobre cerrado. También, en el dorso, estaba escrito mi nombre: Teresa César Prieto…de siempre me gustaron mis apellidos.
Estaba abriendo el sobre cuando pregunté:
-¿Qué es esa carta Don Ignacio? ¡Ignacio!- rectifiqué
-En este sobre está el resultado de la analítica que te hicimos la semana pasada…Salvo raras excepciones una analítica tarda en estar lista una semana, quizás algo menos, dependiendo de la urgencia y, en algunas ocasiones, de lo atareados que estén en el laboratorio. Me llegó justo ayer junto con otras que estaban pendientes. Por eso te cité para hoy. -Y mientras hablaba abría el sobre detenidamente con el abrecartas.
Claro. Qué estupidez la mía. Porqué iba a ser sino el citarme hoy…Algunas veces piensas tonterías Teresa. Porqué iba a ser sino…Céntrate y no pierdas el norte. Don Ignacio decidió hacerme un chequeo porque últimamente me cansaba con facilidad y había perdido un poco el apetito. Nada de qué preocuparse. No era la primera vez que me ocurría…
Había abierto el sobre y extrajo una hoja de su interior. La sostuvo en su mano a la par que la leía. Observé cómo empezó a fruncir el ceño.
-¿Va todo bien?-pregunté
Se hizo el silencio.
-Don Ignacio, ¿va todo bien?-repetí
Nada. No decía nada. Estaba ausente, en otro mundo, con la cabeza inclinada y la mirada perdida en un punto de la habitación .
Empezaba a estar preocupada.
-Por Dios, Ignacio, ¿qué es lo que sucede?-insistí
El sonido de mi voz hacía eco en la habitación mientras el silencio que parecía ser eterno me estremecía cada vez más. Levantó la cabeza. En su rostro se dibujaba dolor, rabia,…e impotencia. Eran muchos años conociéndole, pero ¿por qué?
-Teresa…-apenas le salía la voz
-¿Sí?-pregunté exaltada
-Teresa…No sé cómo decírtelo. No es lo que esperaba. La analítica muestra una proliferación de leucocitos inmaduros y anormales en la sangre…-se quedó en silencio.
Alargó la mano hacia una caja de clinex que había en un extremo de la mesa y extrajo uno. Estaba sudando. Empecé a perder la calma. Lloré…Su mirada anunciaba una no muy buena noticia.
-…Verás, no tiene porqué ser definitivo, es decir…puede que haya alguna confusión, que se hayan traspapelado los informes, que hayan asignado a tu nombre el resultado del análisis de sangre de otra persona… ¡No tiene porqué ser definitivo Teresa!-gritó agitado golpeando la mesa con el puño.
-¿Y…?-pregunté. Me temía lo peor.
-Tienes cáncer Teresa. Leucemia. –sollozó. –Dios, ¡no sé cómo no te hice la analítica antes! No presentabas síntomas alarmantes…sólo cansancio y falta de apetito. Tienes que ingresar Teresa. El estado de la enfermedad es bastante avanzado. Tenemos que someterte a tratamiento, quimioterapia. Será duro, muy duro…pero existen algunas esperanzas…. Sé fuerte, no todo está perdido…existen algunas esperanzas…Y yo estaré a tu lado.

Cuando conseguí salir del estado de shock en el que me encontraba en el momento en que Ignacio me dio la noticia ya estaba ingresada en la clínica privada Santa Teresa de Jesús. Siempre la sanidad privada me dio más confianza que la Seguridad Social. Era consciente de que tenía una visión equivocada pero fue una fijación que tuve desde niña. Mi madre siempre decía que en la salud no había que escatimar en gastos…Realmente, era una visión bastante equivocada.

Recuerdo que me quedé mirándole fijamente a los ojos. Y allí, sentada frente a él y de un modo involuntario, me retrotraje, como en un túnel del tiempo que te transporta al pasado, y me vi a mi misma, horas atrás…La imagen de una mujer en una habitación de una casa. Miraba fijamente una pulsera de oro que llevaba tiempo guardada esperando ver la luz en una ocasión especial… ¿Qué esperaría ella de la vida? La imagen de la misma mujer seguía ahí, ahora ante el escaparate de una boutique ¿Por qué no entraba a probarse el vestido que tanto le había gustado? ¿Por qué lo dejaba para otro momento? ¿No es cada día, cada momento, distinto al anterior y por ello especial?

Me pregunto si merecía la pena vivir así, como lo hacía ella, como lo hago yo, sin ilusiones ni esperanzas, “vivir por vivir”. Ahora soy consciente de que la vida no es buena ni mala, sino que todo depende del color de la lente por la que se mire. Ahora recuerdo aquellas palabras que una vez llegaron a mis manos y que, a la par, pasaron desapercibidas como lo pasaron aquellos tres mimos de la Compañía Teatral Benavente... Ahora cobran sentido como por arte de magia. Ahora sé realmente cuál es su significado. Y cuanta verdad se desprende de ellas.

Las flores nacen y se marchitan.
Incluso las brillantes estrellas acaban extinguiéndose.
En comparación, nuestra existencia es sólo un suspiro.
Durante nuestro breve paso por este mundo, reímos, lloramos, amamos, sufrimos, odiamos...
Pero todo ello no es más que un recuerdo cuando finalmente abrazamos ese sueño eterno llamado muerte.


A mi madre
I.V.H.

Texto agregado el 10-08-2004, y leído por 444 visitantes. (2 votos)


Lectores Opinan
12-09-2004 una historia muy bonita que hace recapacitar y que llega a una gran conclusion...no dejes nada para una ocasion especil, cada dia es una ocasion especial. kayla
10-08-2004 Hola, te dejé mi comentario en el libro de visitas... Un beso orlandoteran
 
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