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En esta ladera de Ñuñoa residen por alguna razón inexplicable, inumerables cantidades de Chinos. Inexorablemente también los hay innumerables cantidades de restaurantes. Como es esperado en un día domingo, me encamino rumbo a dicho barrio en busca de una comida barata, rápida y relativamente saludable. La caminata es lenta y aburrida, sólo a dos cuadras de casa. La tarde es gris y los sonidos de la ciudad yacen ahogados y sordos. La presencia basta de una brisa otoñal acompaña deliciosamente al paisaje. No se esperarían demasiadas sorpresas. Entro en un restaurante cuyas ofertas me seducen. El recinto es tranquilo, débilmente alumbrado por pequeños farolillos de papel rojo, cuya necesidad es bastante cuestionable a la hora de almuerzo. La garzona, para mi sorpresa, es una joven Chilena. Nada en sus atributos físicos es recordable, su rostro es fatalmente neutral. Ordeno una colación de arroz con carne mongoliana, le digo que sea extra picante. La chica sonríe y lleva la orden. Al cabo de media hora, habiendo ya terminado mi colación (bastante insípida, por lo demás), entra al local una familia de avanzada edad. Son cinco, todos adultos. La mayor, una anciana octogenaria, es el centro de atención y deciden sentarla al medio, ubicada perfectamente frente a mí. Piden menú para cuatro y se disponen a dividirlo de manera racional para todos.La anciana, una mujer de cabellos blancos y largos, me observa con una dedicación jamás antes contemplada. Nuestros ojos se conectan, la veo mascar débilmente la ración de wantán frito que ordenó. No deja nunca de observarme. Silenciosamente, nuestros cuerpos se enlazan en una situación de co-dependencia. No podemos desligar nuestra atención, ella comiendo el wantán frito, yo mirando perplejo sin que nadie lo note. Sus ojos son enormes esferas líquidas rodeadas de arrugas, pareciese que gritan algo, un murmullo ineludible. De pronto, como si quisiese confirmarme las sospechas, la anciana intenta levantarse de su asiento, queriendo, tal vez, escapar de nuestro nexo. La mujer que yace a su derecha le ayuda persuadiéndole de que permanezca sentada. En un par de segundos, la anciana se estremece y cae al piso. El plato de wantán vuela en el aire, todos gritan, los wantanes caen, la anciana muere, las migajas de wantán rodean su cuerpo. Se oye el crujir de las pisadas de pánico del wantán sobre la baldosa. La garzona no sabe que hacer, llama a la ambulancia y en par de minutos el local se llena de chinos. Me paro rápidamente, sin estar claro aún de mis emociones. Sólo sé que debo correr, que debo borrar el mensaje que la anciana intentó decirme. Entonces salgo apresurado, entremedio del pánico, de la aborrecible ciudad gris. Llego a mi departamento y allí está ella, más hermosa que nunca, esbelta, joven, carnal. Nunca había deseado con más ganas sentir la juventud en mis brazos. La beso, es mi mujer, siempre lo ha sido, siempre lo será, incluso si nos consumimos, exprimiendo hasta la última gota de juventud. La desnudo, nos besamos, nos amamos, no nos simulamos excusas ni nos acordamos de simulacros. Somos un tumulto de carne empapados de juventud.Despierto luego de tres horas, el cielo es oscuro y la ciudad, finalmente, parece estar relativamente más viva. Observo por la ventana el barrio Chino, buscando inútilmente señales de lo sucedido.

Texto agregado el 23-03-2013, y leído por 111 visitantes. (2 votos)


Lectores Opinan
24-03-2013 5* muy bueno quntur
24-03-2013 Muy bueno compatriota!, un abrazo! osnolapeterpan
 
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