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Habría de llegar. Más tarde o más temprano. Llegaría. Ese era su destino. Lo sabía desde siempre. O desde siempre se lo decía. Una y otra vez. Lo repetía. Una y otra vez. Hasta que se convirtiera en su camino su verdad y su vida. Un buen día habría de llegar. Sí. Un buen día llegaría. Al sol.

Sólo le faltaban alas. Y un viento que le fuera favorable.

***

Ella no era de ahí. Pero nadie podría asegurar entonces de dónde había venido. Lo único que se decía es que había llegado por el este, caminando o montada en un caballo -y por allí no habían caballos- desde el horizonte en un día despejado y calmo previo a una tormenta sin precedentes.

Al día siguiente se volaron -parece- prácticamente todos los techos de la aldea.

Areth era un poblado perdido entre las sierras. De hecho, desde los tiempos ancestrales, tiempos llenos de leyendas y seres mitológicos, nunca había llegado a sus tierras forastero alguno. Los días trans-currían apaciblemente entre cantos y vendimias. Sus pobladores eran unos seres alegres muy bien dispuestos a toda clase de celebraciones. Por eso no debemos asombrarnos de que la recibieran entre danzas y salutaciones repletas de abrazos y sonrisas.

O bien estaba completamente perdida -se decían- o bien tenía algo importantísimo para transmitirle a su pueblo -ambos motivos sufi-cientes para una buena celebración-. Aunque en verdad no era ni una cosa ni la otra. Ella simplemente seguía al sol. Pero esto nunca lo llegaron a saber.

Al otro día despertaron con el calor inusual del sol en plena cara. La inclemencia devastadora de una noche tormentosa había hecho des-aparecer tanto los techos de sus rudimentarias viviendas como todo rastro de aquella visita tan inesperada como inverosímil.

Aún hoy se cuenta la historia sobre la llegada inesperada de una visitante extranjera de una hermosura sobrehumana, y su más enigmática partida quién sabe adónde. Hay quienes agregan que se fue galopando en un caballo -un animal enorme que incluso hasta puede que volara- y que dejó en la aldea un perfume inconfundible. Y que desde entonces a aquel poblado perdido entre las sierras se le conoce como Areth, La Tierra de la Eterna Primavera. Y cada año celebran, entre danzas y sonrisas, la víspera de La Gran Tormenta, que desde entonces llega siempre para volarles tejados y pesares.

Tras su partida nació -asegura el gran lingüista Lett- el vocablo Ün, palabra ésta equivalente a la nuestra melancolía.

***

Las fieras salvajes no faltaban. Al contrario. Abundaban en medio de esa vegetación exuberante. Es más. A cada paso se sospechaba la presencia, el acecho clandestino, la amenaza permanente de unas garras como garfios, de aguijones como flechas. Uno esperaba -a cada paso- la mordida traicionera y las siguientes alucinaciones convulsi-vas como preámbulo de una muerte lenta y horrorosa. Pero esperada como si fuese la mismísima salvación del alma. Además de eso. Caab era tierra de piratas.

Poco es lo que se sabe de ese rincón del mundo que ya no aparece en ningún mapa. Nunca quedó claro si de isla o península se trataba. La información es muchas veces contradictoria. Una laguna encantada. Una entrada oculta hacia el Averno. La Montaña Sagrada de los Inmortales. Incluso a veces aparece como un simple páramo abandonado. Aunque -esto sí- siempre se nombra a Allehahella. Un río que tanto iba hacia un lado como hacia el otro -a veces más bien parecía no correr hacia ninguna parte- y todo navegante era al ins-tante de embarcarse en él asediado por la más pétrea incertidumbre. Esto es. De repente se encontraba en el fondo de unas aguas tan os-curas como la peor de las tinieblas. Demás está decir que el Alle-hahella era letalmente intransitable. Y no pocos fueron los que pere-cieron en el afán de hallar su misterioso manantial que se creía era fuente de los más descabellados milagros. Que infelizmente no se tiene conocimiento de ninguno.

Sin embargo era en sus orillas donde ocurrían toda clase de hazañas y encuentros legendarios. Como el día en que Baal Bartelaff -el pirata más temido del condado- se enamoró de lo que creyó era la Ninfa de la Floresta más conocida como Arghil, que agraciaba a quien la acariciara con los dones de todos y cada uno de los animales de la selva. Largamente la persiguió -a los tumbos- entre malezas y des-peñaderos, hasta alcanzarla -al fin- en un claro de la floresta, sentada tranquilamente sobre un árbol caído, jugando distraídamente con las trenzas de su cabello. Baal se precipitó a acariciarla. Lo hizo. Y se quedó esperando un milagro que nunca sucedió. En cambio oyó que ella lo saludaba con un acento extrvagante. Luego oyó más dete-nidamente y descubrió que no era el acento lo extraño, sino que hablaba en una lengua completamente desconocida.
Nadie supo cómo había llegado allí. Ni tampoco como se fue luego de pasar largos días y más largas veladas junto a Bartelaff. Comiendo en la misma mesa, pero soñando con tesoros diferentes. Un día sim-plemente desapareció. Y al poco tiempo -dicen- desapareció también la isla o la península de Caab, sumergida en las aguas del olvido, perdida para siempre en el océano de la existencia.

***

Es a mitad del mar donde más resplandece el astro sol. Donde cada rayo reflectado contra el agua es un destello que se junta a otros des-tellos como puntos conectados en sutiles redes resplandecientes y fluctuantes, pero feroces como explosiones y enceguecedoras como cien soles multiplicados al infinito. La inmensidad del mundo es poca cosa comparado al brillo solar en una sola gota de agua cristalina. Sobre todo cuando uno está sediento y la sal en la boca no apacigua en nada al espíritu al borde de la desesperación. Naufragar puede parecer poético. Pero no lo es en absoluto.

Ella lo supo de inmediato ni ben cayó del barco y enseguida vio al barco caer asimismo al fondo de los abismos.

Ahora sólo flotar. Nada más pertinente y aterrador. Flotar y esperar lo imposible. Una corriente que la lleve a tierra firme. Flotar y mirar fijamente al sol hasta quedarse ciega. Esperar. Una embarcación que justo pasara por ahí y justo alguien desde la borda la avistara y justo el capitán estuviese dispuesto a socorrerla. Flotar. Flotar. Flotar de-seando que un tiburón acabase con todo eso de una buena vez.

En cambio fue Bethel quien apareció. Sorpresivamente. Desde abajo. Desde lo profundo de un azul muy profundo. Con el sol brillando en su piel tornasolada. Su piel escama. Su piel sirena. Rostro delicado y cola de pez.

Primero fue su canto. Hermoso, conmovedor, inexplicable. Un canto que no se oía. Un canto que se te metía por los poros y te hacía vibrar todo el ser desde adentro. Un canto que te convertía de repente en el propio canto. Te inundaba. Y te hacía olvidar por un momento cualquier naufragio. Disolvía en el aire -o en el agua, mejor dicho- todas las catástrofes de la humanidad -que no son pocas-. Te prometía el paraíso y éste era apenas un canto de sirena.

Luego apareció una imagen difusa como nube en la lejanía.

La imagen se fue acercando y conforme se acercaba más nítida y vi-brante se volvía. Verde. Palmeras en la orilla. Rocas. Espuma. Un cerro cubierto de enredaderas o serpientes. Un poco más cerca y una silueta parada en la costa. Un brazo sacudiéndose como en una des-pedida. Un poco más y entonces. Tierra firme.

***

Un día había llegado al puerto. Ya no recordaba desde dónde. Pero había llegado. Y eso era lo importante. Llegaba para quedarse. Eso era lo que creía.

Icco era una ciudad frenética. Las distintas lenguas se mezclaban en la plaza como una amalgama bulliciosa e incomprensible. Todos pa-recían estar buscando algo muy preciado que habían perdido pero no lograban darse cuenta qué era exactamente lo que estaban buscando. Todo el mundo yendo de un lado al otro a los empujones limpios como tentando un encuentro fortuito que no quería suceder. Y así hasta que un cansancio demoledor los dejaba inertes en el rincón de alguna habitación oscura.

Día tras día la vida trazaba una parábola idéntica y repetitiva. El sol despuntaba entre las construcciones, las puertas se abrían como al unísono volcando a las calles millones de transeúntes apurados. To-dos iban y venían en jornadas agitadísimas y eternas hasta que el sol nuevamente se ponía detrás de otros edificios, las puertas volvían a abrirse -y a cerrarse- dejando las calles repentinamente desiertas. Excepto -claro- por aquellos pocos que deambulaban como insistiendo todavía en un encuentro fortuito entre oscuros bares y pasajes más siniestros. Encuentros que -disculpen ser reiterativo- se resistían a acontecer.

Una noche la vieron por el puerto. Las maletas al hombro. Mirando de un lado al otro con unos ojos brillosos llenos de vértigos e incerti-dumbres. Parecía recién llegada. Y en efecto así era. Y además no tenía la más remota idea de para dónde diablos arrancar.

Luego no la vieron nunca más por ahí, ni por ningún otro lugar de Icco. A la mañana siguiente, antes incluso del sol aparecer por detrás de alguna torre, ella estaba montada en un tren con rumbo a no sé dónde.

***

El canto cesó, y así como llegó el silencio aquella imagen en el hori-zonte desapareció. Quedó -de repente- flotando sola en el medio de la inmensidad.

Para no sucumbir al pánico se puso a hacer memoria -y eso que re-memorar no era una de sus actividades predilectas- trayendo a sus párpados cerrados una danza febril de colores y acontecimientos pa-sados.

El viento no paraba de soplar, su vestido no dejaba de mecerse, el bosque alrededor entonaba un canto sutil como plumas u hojas ca-yendo en remolinos. Ella venía dando pequeños saltos, de roca en roca, remontando un río de aguas transparentes como hielo.

Río arriba no había más que naturaleza condensándose sobre sí misma. Ella iba mascullando una canción desconocida. Cuando llegó a una cascada que no sospechaba que existiera. Porque saber -lo que se dice saber- no sabía nada. Todo le resultaba novedoso y deslum-brante.

Agua cayendo a torrentes entre arcoíris y luciérnagas. Una pared gigantesca de roca húmeda. Musgo como tapices. Vegetación frondosa todo raíces hojas lianas. La exuberancia de la belleza natural re-flejada en un pozo de aguas brillantes como el cristal. Y ella en el vórtice del espejismo recordando su desnudez recubierta de espuma.

Hasta que llegó la noche y el río era ahora sólo un murmullo inter-minable, una voz arcaica y renovadora. Ella conciliaba el sueño al pie de un árbol que danzaba con el viento. Cuando de pronto creyó oír algo. Le pareció el retumbar de unos tambores. Como un llamado misterioso a través de la noche. Y tenía que responder de inmediato a ese llamado. Se paró de golpe. Juntó sus pocas pertenencias. Y se adentró en la maleza.

El sonido se tornaba cada vez más intenso. Y entre los matorrales halló de repente un sendero angosto como camino de hormigas. Y el camino la acercó indefectiblemente al resplandor de un campamento o una fogata. Junto al fuego nacía el ritmo. Imparable. Fugaz. Es-pontáneo y ancestral. La danza junto al fuego. El canto en el aire como una estela. Los distintos instrumentos que fueron apareciendo como una orquesta. -Acústica de caracol. Dinámica de mareas-. Y la extraña sensación de participar de un ritual tan antiguo como la tie-rra.

El cuerpo embebido en una única ascensión. El movimiento. La energía fluyendo como rayos. Los pies livianos como polvo. La respi-ración tan presente que parecía un mundo entero respirando. Y de repente esa mirada. Brillando desde la oscuridad.

***

Le pareció conocido. Ese rostro fascinante. Hostil como la intempe-rie. Esa mirada intrincada como laberinto de sueños. Esa mano firme invitándola a subir a bordo, a ponerse a salvo, a olvidarse por un momento de cualquier naufragio o cualquier otra calamidad. Le pa-recía. Sí. No podría ser otro. Tenía que ser. Claro. Si no es más que Baal Bartelaff. Cuyo rostro no evocaba sino la mismísima ferocidad del mar.

Ya no tenía que flotar esperando que algún destino se cumpliera co-mo una sentencia. Ya no. Ahora era navegar, izar las velas, timonear, y pasarse eternidades en el Myst -que así se llamaba el barco- esperando la tierra firme aparecer como una sombra en el horizonte. Ya no.

Y sin embargo. Ni la travesía venturosa ni la presencia de aquel afamado pirata lograban sacarle del pecho emoción alguna como una estampida de caballos salvajes. Quería ahora más que nunca llegar al sol. Alzar vuelo hasta fundirse en el Fuego Cósmico. Encarnar La Transmutación. O volar por lo menos. Aunque sea eso. Volar.

Y trepó de inmediato hasta el punto más alto del Myst. Allí donde flameaba una bandera negra. Y sintió de pronto como un viento dife-rente a todos los vientos anteriores de su vida. Y sintió que ya no podría sostenerse. Hasta que de repente ya no sintió más nada que un aire ascendiendo entre los aires. Y sus dedos aferrados al borde de una bandera negra.

Abrió los brazos y sonrió. Desde el fondo de la oscuridad. Sonrió. Mientras todo se aclaraba. Lo que habría de suceder estaba suce-diendo. Lo imposible. Lo impensable. Lo deseado.

Y de repente llegó al sol.

***

Dicen que llegó del agua hablando sobre sirenas y que se fue volando en un gran corcel de fuego. Que era amiga de piratas y de los espíri-tus del bosque. Que donde pasaba dejaba un inconfundible aroma como de flores silvestres. Y luego de marcharse sucedía siempre al-guna cosa inexplicable. Por ejemplo dicen que ese día se apagó el sol por un instante. Que los mapas se alteraron absolutamente de la noche a la mañana. Y que desaparecieron de la faz de la tierra todas las catástrofes de la humanidad.

Se habla de una Secreta Profecía que está a punto de cumplirse. Pero -si les soy sincero- no creo en ese tipo de leyendas.

Y estoy seguro de que se trató simplemente de un eclipse.

Texto agregado el 02-04-2013, y leído por 118 visitantes. (0 votos)


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