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El tulipán negro


Sobre la cubierta resbalosa y balanceante de la goleta, “La esperanza”, un grupo de marineros miraba hacia arriba en dirección del palo mayor. En una driza de algún aparejo, forcejeaba un adolescente tratando de liberarse. En incómoda posición, boca abajo, estaba atado de ambos tobillos y se balanceaba como plomada.
La sangre se acumulaba en la cabeza formando gruesas venas sobre las sienes. El aire golpeaba su cara. Para aumentar su angustia, un halcón peregrino revoloteaba amenazante a su alrededor. Ha dejado de gritar. Prefiere guardar energía pues intuye que le espera un castigo prolongado.
Medr fue un esclavo en Alejandría, su trabajo consistía en impermeabilizar el casco de las galeras con estopa y alquitrán. En el primer viaje que realizaba desde Argel a Trípoli como remero, la nave fue asaltada por una flota maltesa.
Después de una batalla corta y desigual, los turcos depusieron las armas. Lo que siguió fue un despiadado saqueo. Si Medr hubiera sido moro habría tenido alguna posibilidad de ser sirviente en las sociedades europeas. Pero él era un esclavo de origen etiope.
Los piratas malteses lo consideraban joven y débil para ser “usado” como marino, sin esa utilidad resultaba una carga para la tripulación. Esa consideración no impidió que se divirtieran a sus costillas mientras viviera. El espectáculo resultó aburrido al ver que no peleó más, y regresaron a sus tareas, entre otras, hacer lucir su embarcación como un navío mercante.
La goleta, La Esperanza, atracó en el puerto de Trípoli. Más tiempo consumieron en colocar el puente los marineros, que en descargar el producto de sus atracos. Por la intensa actividad, nadie reparó en la acción que se desarrollaba en lo alto del palo mayor. Habilidoso y atlético, Medr lograba enredarse en la driza que colgaba liberando así de su peso las ataduras, ahora sin contrapeso desataba sus tobillos, movió su cuerpo con fuerza y empezó a columpiarse como péndulo. El bosque de mástiles y tanta driza suelta le ofreció una oportunidad de fuga, el ruido que produjo el palo mayor por el balanceo de Medr, alertó a los piratas malteses, haciendo que un par de ellos subiera por el mástil para detenerlo, el movimiento pendular lo acercaba a unos nueve metros de las velas de un bergantín goleta, un barco pesado y largo con mucha anchura y poco calado que zarpaba en ese momento.
En la parte más alta del movimiento angular, Medr se soltó de la driza para caer en las velas latinas del bergantín que justo empezaban a desplegarse, se deslizó con rapidez, sin embargo logró desacelerar la caída al abrazar algunos de los pliegues de las velas.
El vigía del castillo de proa del bergantín holandés lo divisó, el oficial de guardia también lo vio claramente desde el puente, y envío al guardiamarina para investigar quién era el polizonte que había abordado la nave. Reportó sin novedad.
Medr logró hamacarse en la vela cerca de la botavara, ocultándose del guardiamarina. Él sabía que su posición era temporal, tiempo suficiente para que la nave se alejara del puerto.
Desde allí, un grupo de piratas malteses gritaron procacidades y levantaron sus armas amenazantes en dirección del bergantín que se alejó lentamente.
Medr desconocía la inmensidad del mar, prefiguró algunas horas de viaje, tal vez una noche podría soportar escondido, no sabía que iniciaba un largo viaje hacia Holanda.
Anocheció, el cierzo frío y el hambre castigaron el cuerpo de Medr. Con la paciencia del cazador que llevaba en los genes, esperó a que mermara la actividad y relajara la vigilancia. Una bruma espesa aportó la oportunidad y nuevos riesgos. El torso descubierto y oscuro, la neblina y la noche se asociaron en el proyecto de hacerlo inadvertido, sin embargo, su mayor activo era el sigilo. Sus pies descalzos absorbieron cualquier ruido de sus pisadas. Esa precaución resultó de más, el crujir de las maderas que se torcían con el vaivén de las olas fue superior. Buscó la entrada a las bodegas. Sin demora regresó a su escondite con abrigo y comida, un mapache no lo habría hecho mejor. Mientras deglutía grandes trozos de carne de oveja seca, su vista privilegiada y su posición estratégica permitieron que vislumbrara a estribor, un navío que discreto y a distancia los seguía. Navegaba a oscuras para no ser avistado.
Medr había escuchado las historias de piratas e incluso fue víctima de ellos en su primer viaje. Intuyó el peligro. Dudó si debía prevenir a la tripulación y delatar su presencia o esperar y confiarse a su buena suerte. Las horas de sueño que se había tomado por la tarde y la adrenalina le permitieron mantenerse en vigilia observando el accionar del acechante navío.
Desapercibidos, los astutos piratas se acercaron, el amanecer era inminente, empezaba a clarear, ya no podían ocultar su acecho aunque su avistamiento fue tardío, no había tiempo para disparar y el abordaje fue inevitable.
La sorpresa fue un factor decisivo; no había muchos marinos en cubierta que pudieran repeler el ataque de los invasores. En poco tiempo se hicieron del control del bergantín. El capitán de los piratas quiso dar muerte personalmente al capitán de los holandeses. Al estar frente a frente, Medr, como si fuera un ave, voló en medio de los dos y con su daga asestó una herida de muerte al capitán de los piratas. Por la excesiva confianza que provocó el triunfo fácil, no habían tenido la precaución de desarmar a los marinos holandeses. Con la muerte de su líder, los piratas no reaccionaron con prontitud al contraataque de los holandeses. Medr, atado a la cintura con una driza, contribuyó con el triunfo, a cada desplazamiento cobraba una vida que seleccionaba de acuerdo a los que mostraban mayor fuerza o destreza.
Ese acto de tal arrojo y valentía, provocó la admiración del capitán y le ganó su derecho a la libertad, de tal suerte que lo acogió en su tripulación. A cada viaje y defensa de los bienes del bergantín holandés, surgía una nueva hazaña de Medr escalando posiciones en la oficialía de cubierta. Fue en uno de esos viajes que adquirió el mote de, El tulipán negro, al defender con valentía el cargamento de esas exuberantes flores. Pero su primer viaje con el cargo de grumete, fue de consecuencias catastróficas. Surcaban los mares del Océano Atlántico y debían cruzar el Cabo de Buena Aventura. El primer indicador azaroso fue el repentino abandono de los gorriones y del halcón peregrino que acompañaba su viaje. Como si fueran suicidas, retrocedieron renunciando el cobijo del navío. El viento dejó de soplar, y el mar antes picado, lució apacible. Los tripulantes sintieron una “calma chicha”.
Medr tuvo un presentimiento que le hizo saber al capitán.

—Estás perdiendo el valor, Medr —fue la respuesta.

Tras minutos de desesperante calma, las velas del bergantín fueron azotadas por huracanados vientos, se desprendieron las drizas, chicotearon en todas direcciones, a destiempo el vigía dio voz de alerta sobre la tormenta, las velas amenazaban con desprenderse, las olas se sucedieron cada vez más grandes golpeando la nave, unas invadieron su cubierta con cortinas líquidas que rompían tres metros por encima de la quilla, otras más lo levantaron en vilo y al caer sus maderos gimieron de dolor, los rayos eléctricos que abatían iluminaban las arterias de la tormenta. La tripulación intentó arriar las velas, muchos fueron arrastrados por las olas que cruzaron por la cubierta, el capitán se aferró al control, le pidió al contramaestre que lo atara al timón, Medr hizo lo propio, se amarró una driza a la cintura y con espectaculares acrobacias intentó arriar las velas pero perdió la batalla, volaba a voluntad del viento como papalote. El capitán lucía enredado, como mortaja, en un trozo de vela.
Durante los momentos más intensos de la tormenta, de los abismos marinos emergieron horrendos bramidos que por fin le robaron el aliento a los vientos y a los tripulantes y no callaron sino hasta cuando el mar se puso manso.
El bergantín navegaba a la deriva a través de espesa niebla haciéndole lucir como en lo que se había convertido, no había señales de vida, como tampoco de la tormenta. Arqueado, Medr seguía colgado a la driza, reaccionó lentamente, se desató y bajó a cubierta, arrostró el paso de la muerte. Como si flotara se dirigió al puente de mando para descubrir el cuerpo del capitán y lo reanimó. El capitán lo miró con horror y le dijo:

—Por qué no me detuviste, por qué dejaste que los condujera a esta desgracia, háblame, me atemorizas, quita esos gestos fantasmales, dime que tú también sobreviviste.

Medr no se atrevió a decirle que él lucía igual. Calló y luego se cuestionó:

“¿Por qué nadie se aventura a decirle al león que su aliento apesta?”




Texto agregado el 06-04-2013, y leído por 547 visitantes. (26 votos)


Lectores Opinan
29-07-2014 Muy bien escrito he sentido la emoción de la tormenta. filiberto
16-02-2014 Hacía mucho que no leía una historia que se desarrollara en un escenario de barcos, piratas y tormentas marinas. Y me ha resultado muy grato volver a leer algo así en esta historia magnífica. Muy buena narración. Ikalinen
25-08-2013 (Aunque esta historia no fue lo mío, pero, ¿a quién le importa :)) Solo_Agua
25-08-2013 Sabes el oficio, de eso no me queda duda. Solo_Agua
12-05-2013 que bueno que está tu cuento************** yosoyasi2
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