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La esclavitud de Nicolás empezó desde pequeño, cuando su madre Rosita lo envolvía con el rebozo deshilachado como a un tamal oaxaqueño para que la dejara trabajar en la vieja máquina de coser heredada de los bisabuelos.

Rosita no llegaba a los diecisiete años cuando nació Nicolás, meses después de que ella conociera a cierto muchacho greñudo y atascado de pecas que arreaba chivos y se había presentado como Hilario a la salida de la iglesia de san Nicolás de los Petates.

Después de unos intercambios tímidos de miradas y de posteriores encuentros furtivos en el mercado por la presencia severa de la mamá, los jóvenes se organizaron para verse a escondidas en los corrales de la casa de Rosita, donde un buen día engendraron a Nicolás junto a unos marranitos que hurgaban entre el rastrojo.

Hilario se vería por última vez con Rosita luego de unas semanas. Se despedía porque se iba al otro lado “a juntar hartos billetes para el casorio”, por lo que ni se enteró de la perpetuación de su especie.

Así que Rosita tuvo que enfrentar sola los reclamos de su madre, de por sí amargada por el abandono de tres hijos cuarentones y la permanente ausencia de un esposo que se la pasaba catando pulques con los compadres desde hacía años. De modo que al nacer Nicolás su suerte estaba echada: sería un esclavo por el resto de su vida.

Sobra decir que fue la abuela quien se encargó de la crianza de Nicolás, al cual traía a la espalda bien fijo con el rebozo, mientras Rosita se mataba en la máquina de coser confeccionándoles vestidos ramplones a las muchachas casaderas alborotadas por el retorno de sus pretendientes que hasta inglés hablaban.

A Nicolás no le dieron tiempo ni de comprender los misterios del lodo o las argucias del comején; menos pudo descubrir el sendero de las hormigas o la destreza de las arañas para tejer sus trampas, pues su abuela lo puso a traer y llevar cosas en la cocina cuando apenas comenzó a caminar, de modo que aprendió a fuerza de manazos los nombres de los jitomates, las cebollas, naranjas o limones.

Era tal la acritud de la abuela siempre encabronada, que ni siquiera sonrió cuando Nicolás dijo sus primeras palabras, ya que para ella sólo era una carga más ese chiquillo que siempre andaba con el calzón colgando lleno de caca o todo meado cuando Rosita no lo cambiaba a tiempo.

A los tres años Nicolás ya tenía tareas suficientes para entretenerse medio día: extraer los chícharos de sus vainas, despellejar los garbanzos, acomodar la leña para la lumbre, quitarle las piedritas a los frijoles y acarrear cubos de agua.

A los siete Nicolás era un experto en detectar los huevos infiltrados en los nidos llenos de corucos de las gallinas del corral, a las que espiaba para ver sus arrebatos místicos cuando ponían luego de voltear los ojos con la lengua de fuera, estallando en cacareos mientras el huevo surgía como revelación de la cloaca inverosímil.

A los nueve años Nicolás había desentrañado los enigmas del apareamiento de los animales. Convertido en una máquina precisa, lo mismo ponía en orden la cocina que los reductos de los puercos o atendía los sufrimientos etílicos del abuelo, a quien no era raro ver chillando cubierto de babas mientras abrazaba a su hija.

Un mes antes de que Nicolás cumpliera los diez años, llegó a la casa un señor larguirucho y ensombrerado con sus buenos trapos. Nicolás fue quien le abrió la puerta, sorprendido del resplandor de unas botas ante las cuales sus huaraches raídos resultaban más deplorables.

El hombre lo miró con estupor. Se agachó para ver bien la carita atascada de pecas, se quitó el sombrero y se rascó la cabeza exclamando algo que Nicolás sólo comprendería mucho después: “¡Carajo!”

Justo cuando el tipo pretendía iniciar un interrogatorio minucioso, Rosita salió a ver quién era y quedó de una pieza. El visitante se puso de pie como picado por una araña arcuata: ante él se hallaba una mujer con un vestido austero y zapatos maltratados, pero con un cuerpo y facciones que ya quisieran muchas de las gringas a las que había conocido durante sus avatares en el otro lado.

Hilario no esperó nada. Entró en la casa con autoridad y le exigió a Rosita que juntara sus cosas y las de su hijo; que él hablaría con su madre en cuanto regresara del mercado.

Antes de cumplir los diez años, Nicolás conoció la abolición de la esclavitud.

Texto agregado el 02-05-2013, y leído por 322 visitantes. (11 votos)


Lectores Opinan
01-02-2014 Sigo asombrada gratamente con tus textos. No sé de dónde sacas tanta letra feliz...! Clorinda
12-08-2013 Me ha dado gusto descubrir estos relatos suyos, tan plenos e ingeniosos, que provienen de alguien que sin duda tiene gran conciencia de ser escritor y no duda en hacerlo, de los mejores autores que he leído en esta página. Saludos! dromedario81
25-05-2013 Buena narraciòn, bien lograda. marfunebrero
02-05-2013 Desoladora historia que cuentas con una trivialidad difícil de igualar. Creo que sobre todo, la principal característica de tu cuento, no es el final feliz, sino el transcurso de eventos dolorosos que nunca volverán a ser. Magnífico cuento. kone
02-05-2013 La última frase de la ágil narración me dejó imaginando felicidad simasima
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