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No era talvez el trabajo que más le hubiera gustado conseguir, pero para ese momento, cualquiera era mejor que nada. Entonces accedió, posiblemente no con mucha gana, a ser el guardia de la famosa Galería Flores. Ni bien comenzado le aclararon, poco tendría que ver la importancia del paseo de compras con el sueldo que recibiría. Cuando hay hambre no hay pan duro, se replicó para convencerse. Y así, supo que sus noches de sueños primitivos acabarían, como también, acabarían esas largas sobremesas en donde el cansancio era el único motivo para levantarse. Un poco le dolía la idea de vivir casi como un espectro, o de sufrir la vigilia del día para disfrutar el placer del sol. Pero por la familia, todo.

Empezó su primer día con un nerviosismo atípico, como el de aquel que quiere el rojo 34 para no perderlo todo, diría Dostoievski. Entonces, lo desconocido, lo nuevo, el quiebre. Porque bien sabía que aunque había pasado por muchos trabajos u oficios, ninguno había sido como tal. Cuidar una Galería durante la noche. Y la pregunta constante de qué tipo de cosaspococomunes podrían ocurrir, algo lo inquietaba. El centinela, próximo al retiro, lo recibió con una sonrisa cargada de amabilidad o de alegría por dejar ese empleo tan monótono y triste, y le sugirió comenzar el recorrido último por el ala Norte del centro comercial. Luego el ala opuesto, luego la diagonal a la opuesta y luego la opuesta de la diagonal anterior. Las cuatro alas solo conocían ropas, maniquíes, aunque de forma salteada surgía, conspiradora, alguna casa de antigüedades o una librería. De esa manera, recorrieron los escasos metros en forma de cruz que cubrían a la gran “Flores” y el ex guardia, ahora desempleado, dio por terminado el paseo casi triunfal de sus últimos minutos bajo ese techo. Le dio las indicaciones finales para tratar irregularidades de tipo normal y no se remitió a otros detalles. Sacó su saco azul, relativamente nuevo para la sorpresa del ingresante, y le ayudó a colocárselo. Un brazo, el otro, una palmadita de aliento en la espalda. -Todo tuyo, tené cuidado- y como si de nada se tratase, le arrojó un inmenso llavero a distancia suficiente como para golpearlo, dio media vuelta sin decir hasta luego, cerró la puerta y seguro pensó en no volver a transitar jamás esa galería.

-Bueno Omar, a la lucha- se susurró en voz baja.

Esa primera noche no perdió el tiempo. Anotó en su frente cada detalle de “La Flores”, porque claro, debía tener bien en cuenta todo. Ubicó la zona de donde prendían u apagaban los generadores, también ubicó las despensas. Para sentirse algo más seguro investigó los lugares en donde podrían haber irregularidades, o posibles ingresos indeseados, como los metálicos conductos de aire o las alcantarillas que daban al estacionamiento. -Si quieren robar, por encima mío tendrán que pasar- repetía, a modo de cántico, la estúpida frase. Pero ningún sobresalto aquella noche. Por eso, se sentó, leyó a Agatha Christie y entre cabeceos y sueños interrumpidos, la noche fue madrugada. Hasta mañana, entregó las llaves al guardia diurno (también taciturno) y a dormir a casa.

De ese modo, los días fueron pasando. Usted deberá notar que este relato sería como una meseta si contamos todas las noches de Omar. Él también interpretó eso y con el pasar de los días se amigó con la noche y empezó a seducir a los pasillos de la galería.
Fue en una de esas largas jornadas en donde descubrió un nuevo mundo. Y fue tan simple como meter una de las miles de llaves en la perilla de una de las puertas. Con cierta inseguridad, sin saber si violaba algún código interno o la intimidad de los libros, probó aquella de la librería. Giró una, dos veces y el chillido de la puerta abriéndose. Entonces fue alegre. Porque de ese manera las noches no volverían a ser una caminata interminable, no volvería a contar por decimoquinta vez cuantos pasos habría que dar para recorrer la galería (algo infantil por cierto) o a imaginarse que algún atracador ingresaba y que él lo reducía en cuestión de segundos. Por eso entró, para romper con la regla, a ese planeta ajeno. Y aunque talvez no fue de lo mejor en la escuela o nunca estudió en la universidad, eso jamás lo privó de ser un ávido lector. Y vaya que leía.
Con movimientos lentos para no despertar a los libros, recorrió los pasillos delineados por enciclopedias y diccionarios. El olor particular a libro nuevo lo invitaba a dormir en la desvencijada silla del vendedor. Pero se negó a semejante invitación, aunque no a sumergirse en algunos cuentos interesantes como Ramona, en el ritmo rip tip tip de la generación Beat o en las estrafalarias frases de Cortazar. Excelente. Y alababa todo, porque ese todo le gustaba mucho.

Pero como lo bueno termina, él reloj hizo de malo avisando que en pocos minutos el guardia de la mañana arribaría. Apurado, dejó la escena en perfecto estado (en el estado que estaba) y apagó la luz y cerró la puerta y guardó las llaves. Y listo, como si nada hubiera pasado. Simón esperaba afuera, moviendo el pie en mensaje de demora. Entonces, Omar, en un intento por ser amable y entablar, al fin una conversación, le dijo, mientras le entregaba las llaves -No se te ocurra entrar en alguna de las tiendas, picaron-. Increíble, pero Simón rió, -¿Estás loco? Me echarían del trabajo si me meto en una tienda en horario de guardia-. Omar tragó saliva con dificultad, -Hasta mañana viejo-

Y fue hasta la misma mañana en donde temió ser visto por alguien. Porque bien había escuchado a Simón -me echarían del trabajo-. Por eso, aguantando el peso de los parpados y la quietud de las piernas pasó, horas más tarde, por aquella librería. Fingió no conocerla ni conocer la ubicación de las cosas. Al parecer el dueño tampoco conocía lo mala que puede ser la gente, porque ni cerca de estar alarmado, dormitaba en la misma silla desvencijada que permitió a Omar leer extractos de Kerouac. Por eso, se tranquilizó, habló algunas palabras con el dueño y de vuelta a casa. Pas de problème.

Las doce, su brazo derecho empujando la puerta de vidrio polarizado que da a la gran avenida, el cansancio en la cara y por tercera vez en el día a esa galería. Y de vuelta a la nada, porque en esa galería no había nada que uno pudiera considerar algo, solo vidrios o puertas de vidrio, algunas mesas cubiertas por las sillas boca abajo, basureros y plantas ornamentales, que en realidad no tenían función más que estar ahí para ocupar un lugar físico o talvez si quiera eso siendo que nadie se detenía en la Galería a observar más que atuendos y regalos. Nada de todo eso tenía importancia si uno sabía lo que había del lado contiguo de los pasillos. Él sabía dónde estaba lo que importa. Si, detrás de esas puertas transparentes que dejaban entrever en sus vitrinas gente blanca vestida con la última moda, libros de jerarcas literarios o vasijas de los años de oro. Y luchó contra la intriga, luchó contra su voluntad y quiso no tener en sus manos ese llavero, quiso no saber que estaba prohibido entrar. Pero era casi pobre, ignoraba la sensación de lo que era llevar puesto un traje o tener un libro best-seller en sus manos y también le pesaba la idea de decir que no a eso desconocido. Y no pudo evitarlo, entró.

Las alarmas no debían sonar, y no sonaron. Las luces no debían prenderse y no lo hicieron. El talle de la camisa blanca era perfecto para su cuerpo, y aunque con los años un bulto había aumentado de tamaño a la altura de su estomago, los botones cerraron. El saco terminaba donde debía terminar, a la altura de la muñeca y a pesar de que no corría aire entre su dedo gordo y el final del zapato de cuero negro, aguanto esa presión punzante en el pie. Jugó con los dedos hasta recordar cómo hacer el nudo de la corbata. El maniquí yacía desnudo y mudo en el piso del comercio. Y él, petrificado por esa imagen que sus ojos desconocían, parado frente a un espejo. Actuó como si fuera un Sir inglés, un prestigioso abogado o un político carismático. Alzó su brazo invitando a alguna dama transparente a que entrase con él a una gala y después de ver, incesante, esa imagen, quiso haber sido alguna vez importante. Se desnudó, vistió al hombre de plástico, le devolvió su posición y abandonó el local. Amargamente triste.

Y con los días, o mejor las noches, eso fue costumbre. Supo ser un ingeniero, un director de cine, un dandy o un simple civil. Supo ser dueño. Porque eso lo hacía sentir lo que nunca había podido. Y sin aires de humillación, sabiendo que podría ser la única vez, desnudaba a esos hombres sin vida, paseaba por los pasillos y vivía un sueño de algunas horas. Luego, todo a su lugar, mirar hasta el último detalle y cerrar con llave.

El tiempo pasó, pero la galería y su fama no se animaron a dejar de ser y siguieron con esa popularidad constante, resultado de las altas costuras o de sus vitalicios compradores. Pero fue una noche donde esto empezó a hacerse notar. Porque Omar no era sordo, y escuchó, esa suerte de voces o de ruidos que provenían de los conductos de gas. Entendió que talvez se toparía con algunos indeseados que querrían tomar el botiquín de los comercios. Entonces esa noche no hubo desfile, no hubo imaginación ni laureles. Y así cambiaba esa rutina por una, ahora, tan excitante como la otra. Tenía miedo. “La Flores”, sostenida en el tiempo, como siempre, vacía, con su olor a jazmín, con sus pisos de mármol y sus techos dibujados por algún artista interesante. Pero también con ese ruido, que ahora era lo único diferente o nuevo en esa escena ya tan común para los sentidos de Omar. Entonces, abrió una de las tantas rejas que permiten entrar en los tubos con la idea firme de que lo esperarían a punta de pistola. Miró para ambos lados, pero su posición no era cómoda, no era lo suficientemente alto y flaco para caber dentro del tubo y sus piernas estaban colgando, esforzándose por tocar el suelo. Los ruidos cesaron aunque no la inquietud. Y las seis a eme. Llegó Simón, abrió la puerta y le advirtió, -Escucha bien por donde vienen los ruidos, trata de anticiparte y atrapalos-. Optó por tener el teléfono de la policía a mano. Hasta mañana y buena suerte. El alba en el horizonte..

Apoyó su cabeza en la almohada, algo cansado, algo inquieto. Su cuerpo no notó ese nerviosismo mental, y lo dejo dormir, largo y tendido, hasta las cuatro de la tarde. Despertó, comió y conversó con su mujer. No le comentó nada al respecto. Tampoco a sus hijos.

Nuevamente la noche, que llegó tan rápido como la luz de un trueno. Omar había callado, talvez era un error, pero era orgulloso. Eran él o Simón los encargados de la seguridad.

Entonces lo esperado no tardo en llegar. Los largos pasos del pequeño hombre se vieron obligados a frenar cuando algo parecido a un grito rompió el silencio. Nervios. A veces, uno quiere negar la realidad. Pero él no podía, debía entregar su cuerpo si era necesario. Se golpeó la cara dos veces. Atento Omar, atento. Eran ellos, no había duda. Intentó percibir de donde venían los gritos. A quien no lo escucha, no es posible hacérselo comprender. Era un sonido sordo, crudo. Venía del ala Oeste. Estaba ciertamente convencido. Y fue hasta allá. Los ruidos calmaron, aunque no la duda de si venían de ahí o del otro lado. Silencio. Los ruidos de nuevo, y ahora las voces eran notorias, se distinguían. Y fue hasta allá, al ala opuesta. Pero vacío, volvieron al silencio. Y era como si los ladrones lo pudieran ver, pudieran oír sus pasos. Pero sonaron de nuevo, y ahora iban por encima de su cabeza, por los conductos, cruzando hacia el ala Norte. Maldijo por no poder portar armas, porque de esa manera los hubiera liquidado en cuestión de segundos y hubiera salido en la portada de los diarios como el héroe de “La Flores”. Pero no la tenía, no podía portarla. Y entonces, era él contra ellos. Corría en desventaja. Ellos eran muchos, porque los tubos se notaban cargados, moviéndose de manera pendular, y no entendía como no se rompían. Pero tenía que ponerse enfrente.

Oyó como una de las compuertas pequeñas, de un conducto, se abrió. Ya estaban en la galería. No pudo distinguir de donde vino. Pero corrió para alguna de las alas. Era en la Sur. La reja de metal se movía de lado a lado. ¡No se van a escapar!. Pero ellos no estaban ahí. Omar vaciló. Ahora la compuerta del ala Oeste se abrió. No podía verlos. El ángulo no le daba perspectiva. Y los pasos, el repiqueteo, la desesperación porque ya estaban ahí. Y la locura por no tener el teléfono, que defectuoso yacía en su escritorio, para llamar a la policía, ni nada que pudiera dar señales al mundo exterior de que estaban robando en la Galería. Estiró los pasos hasta la Oeste. Pero tampoco estaban. Y empezó a notar que las puertas de los locales estaban abiertas, y supo que sería secuestrado, o amordazado para que no pudiera hablar, o cegado para que no pudiera ver. ¡Puta, tendría que haberme anticipado! Sentía como se movían de lado a lado. Ahora la compuerta del ala Norte. Y el ángulo recto, que nuevamente, no le permitía divisar nada. Y devuelta a correr, ya sin saber si era mejor esperar a que lo atrapen, para marcar presencia. Porque ya, como las puertas de vidrio, como las mesas con las sillas bocabajo, como los basureros o las plantas ornamentales, había pasado a no tener función, a ser nada, porque poco podría hacer frente a tantas personas. Doblo a la izquierda. La compuerta moviéndose, de lado a lado.

Y por fin, ellos.

Se acercaron paso a paso. Omar miró para atrás, y vio como los otros también se acercaban, los del ala Sur, Oeste y los últimos de la Este. Vio que estaba encerrado. No había pistolas. No habían gestos. Tampoco habían palabras. Sólo cuerpos, cuerpos blancos, perfectos, de hombres y mujeres, moviéndose como una masa común hacia el mismo objetivo, con sus miradas enfocadas en ese hombre inquieto. Y Omar que gritaba. Y ellos, que lo atrapaban, lo abrazaban, lo envolvían, lo asfixiaban. Y el culpable de romper el sueño perenne, que no pudo resistirse. Dejo de gritar, de moverse. El brillo de sus inquisidores ojos solo escrutaron ese techo pintado con la mirada ya muerta. Ellos lo levantaron, lo desnudaron, lo vistieron con un traje, irónicamente, porque ya no podría él cumplir ese sueño de ser alguien. Su figura quedó sostenida a la perfección, vacilando en una vidriera. Y fin, ellos se miraron, talvez despidiéndose con los ojos. Algunos se guiñaron en señal de complicidad. Y volvieron, tranquilos, en silencio, a sus posturas exactas, porque sabían que ya nadie irrumpiría ese sueño constante, ya nadie los sacaría de su posición, ya nadie molestaría a los maniquíes de la Galería Flores.

Texto agregado el 03-07-2013, y leído por 83 visitantes. (1 voto)


Lectores Opinan
03-07-2013 Leí el anterior y no podía dejar de leer éste. Otro gran cuento, amigo. Felicidades! ANTEELTECLADO
 
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