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Inicio / Cuenteros Locales / iliana29 / El lado izquierdo de Esther

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Mi cuerpo se hallaba extendido en la cama polvorienta y poco feliz del último cuarto; la vieja Esther se preguntaba en tono apenas audible, con esa voz de ancianidad trémula de los de su edad -¿dónde estarán mis muñecas?-. Repitiéndolo con varias intenciones: a veces ansiosa, inquisitiva, como esperando una respuesta de aquellas muñecas, -¿dónde están?, yo no sé. ¡Ay Dios!, ¿ahora qué hago? Después, en estado de tranquilidad aparente, porque debería estar pensando en lo tortuoso del dolor de sus piernas, canturreaba una melodía irreconocible que alternaba con silbidos dramáticos.

Esther vivió los años de su infancia en el corregimiento La Loma, en el municipio de El Paso, un pueblo del Departamento del Cesar, rodeado por la Serranía del Perijá y la Sierra Nevada de Santa Marta. Hija del difunto Luis Restrepo, dueño del Restaurante “Don Lucho” que estaba cerca de la mina La Francia. De su madre poco se hablaba por aquellos lados, se la había visto marcharse con un vendedor de equipos de seguridad industrial cuando Esther recién estaba menstruando. Dicen los nativos que no pudo soportar los gritos de su marido y ese hedor de Esther, de cuya causa no se tenía certeza, pero las señoronas especulaban que provenía de una deformidad al lado derecho de su entrepierna, una especie de seudopene con el que había nacido.

Luego de descubrirse aquella deshonra, llegaban al negocio de Don Lucho comensales y vecinos escandalizados, más bien ansiosos por saber los pormenores. -¡Que descaro tan hijuemadre! ¿Qué le faltaba a la comae aquí?- decía Ismael Saavedra mientras sostenía con los dedos índice y pulgar un vaso mediano con café tinto que le había comprado al joven de la choza ambulante.- ¡Ojalá le vaya mal a la vagabunda esa y regrese arrepentida! ¡Pero usted no vaya a caer compa, rechácela por casco ligero!-. Don Lucho, hombre austero y distante, no podía disimular su congoja aquella vez, que ya había estado precedida de vergüenza; dicen que tanto roce con la gente y con el dinero menudeado lo hacían parecer humano.

-Si eso quiso ella, ¿qué puedo hacer yo?-repetía de manera impersonal arqueando la boca hacia arriba y encogiendo los hombros.

Eran las nueve y quince de la noche, Don Lucho había terminado de registrar los haberes en sus libros; tan meticuloso como se podía anotaba todos los movimientos: referencias de facturas de los proveedores, abonos a los empleados, insumos para el día siguiente y finalizaba siempre sacándole la punta a su lápiz negro y meditando sobre qué había olvidado registrar. Algunos días, de mayor estrés, llamaba a Esther para que le quitara los zapatos y le hiciera suaves masajes a sus pies tibios y cansados.
-Esther, ¿quieres ir a la playa?-
-Si-
- Iremos a fin de mes, podrás llevar tus muñecas-

Ella sabía aquel ritual: desabrochaba el cinturón viejo y rasgado mientras él acomodaba su espalda al sillón con forro de tela estampada, luego el botón del pantalón y el cierre, que a veces se atascaba y tocaba forzarlo a bajar; con la mano derecha lo tomaba de entre su pantaloncillo; primero lo agitaba despacio, como le había enseñado hace algunos meses; a seguir, frotaba su lengua en el saco escrotal. A la orden de él, Esther empezaba a succionar el pene, primero lento y avanzaba en velocidad hasta que la expulsión del semen agrio y cerúleo chapoteaba su cara.

En los primeros días del mes, cuando los mineros de la multinacional Drummond han segmentado su salario para la manutención propia- porque la mayoría vive en arriendo- cuentas pendientes con la cachaca de la tienda y giros a sus familiares, la señora Berlydes Gómez, santandereana malgeniada y franca, inicia la venta de las boletas para la rifa de la niña intacta- como ella misma le llama a las vírgenes- que empieza siempre a las diez de la noche. Esta vez, por tratarse de una morena alta, con caderas anchas y espalda erguida que acaba de cumplir trece años espera obtener mayor ganancia subiendo el precio de las boletas.

Antes utilizaba la subasta, pero entendió que crear esperanzas es más rentable. Toño, su hermano menor y retraído, agita la bolsa de plástico negra donde están las fichas con los números y es la misma niña, con sus manos morenas y espíritu rosa, quién escoge al ganador: un operador de maquinaria de polvo de roca al que apodan “el Ceviche”. Berlydes en seguida se levanta de la mecedora y traba la riñonera que guarda el dinero, advirtiéndole al Ceviche que el premio incluye una habitación ya preparada, ubicada después de la cocina y que dispone hasta las cuatro de la madrugada para regresarla; aunque la mayoría de las veces terminan antes: prontas eyaculaciones, madrugar a trabajar o lo precario y aburrido que ha de ser el desempeño sexual de una virgen.

Pero a Esther no le tocó sortear su himen. Un árido martes de enero, como cualquiera, Don Lucho regresó a la casa antes de lo normal, entusiasmado con la expectativa de dinero rápido, le ordenó que se pusiera el vestido blanco con bordados azules que le había comprado en Valledupar para la navidad anterior. “Lávate bien abajo mija” decía, a la vez que descolgaba el teléfono para llamar a Berlydes y pactar la cita.
A su llegada, media hora más tarde, Don Lucho se detuvo a echar un vistazo a las copas de vidrio que estaban sobre la repisa de la antesala. –Mírala, creo que mañana puede ser- apresuró a decir don Lucho.
Luego de unos minutos y de haberla examinado Berlydes regresó horrorizada. -¡Llévate a ese engendro de aquí!- exclamó. Y su padre, que ya imaginaba las razones del rechazo, no vaciló en salir de ese lugar halando a Esther del brazo. “¡Bah! ¡Ahora si estoy hecho, ni para puta sirves!”.

Media hora después de la cena Esther encontró las muñecas en uno de los pequeños cajones del armario metálico, ubicado en la esquina del cuarto un poco cutre; y tuvo, por ese instante, la estúpida idea de sentirse especial aún elaborada de la misma sustancia de los pecadores.

Esther alborotaba a todos con sus lecturas en voz alta. Una vez alguien le gritó groserías pero ella pausó, se sobrepuso y siguió leyendo hasta la última oración. Siempre dice que los pobres son reconocibles por tres cosas: las marcas en la piel- que quedan de las picaduras de los zancudos-, las caries de los dientes y la creencia de que los ricos son el opio de su felicidad. Sus conversaciones realmente no me traman, aun así soy su lazarillo en este lugar. Me da un pellizquito en el cachete y dice que yo soy su machote.

Estos días, mayormente, se sienta y observa; pero a veces cuando hay mucho silencio casi puedo verle sonreír. Aún es vigorosa, a pesar de sus piernas, puedo notarlo en el fulgor de sus ojos y en esa ávida manera de chupar. Los jueves, cuando las enfermeras de turno ven la novela de las cuatro, los más jóvenes hacen fila, increíblemente ordenados esperan. Sale uno y al instante entra el siguiente al cuarto de bodegaje, se acuesta entre la pila de sacos de arroz y Esther se esfuerza por hacerlo bien.

Son sólo tres muñecas, así que las pone sentadas en el destartalado mesón de madera mirando hacia ella; se le puede ver sudar a pesar de la negrura de la habitación. Noto que sale el gordo de la habitación nueve y me pregunta por qué antes de bajarse la pantaloneta Esther le hace prometer que la llevará a playa con sus muñecas. Yo finjo no escuchar y estallo a carcajadas.

Texto agregado el 24-07-2013, y leído por 116 visitantes. (2 votos)


Lectores Opinan
24-07-2013 Duro relato,donde se muestra la precaridad de la condicion humana. Muy buen texto , esta logrado. rulosodemonserrat
 
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