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Eran las 10 y media de la noche, y Francisco todavía esperaba en la plaza. Ni siquiera sabía a quién o por qué esperaba, pero de alguna manera, cuando aquel hombre le entregó la tarjeta, supo que debía asistir. Sus dedos estaban ateridos de frío, sus labios se azulaban paulatinamente, y su aliento formaba nubecitas que se perdían en el aire. Cuando era chico, Francisco solía intentar que esas nubecitas pasaran por un aro antes de desvanecerse. Pero era difícil.
Miró a su alrededor. No era una plaza muy agradable, aunque tal vez era porque en Bs. As., a esa hora, nada parecía muy agradable. El tiempo había carcomido los bancos, y la mayoría de los faroles estaban rotos, quizás por las invisibles manos de chicos sin nada que hacer. Con un movimiento involuntario, casi un reflejo, revisó el reloj: las once menos veinte. ¡Puta madre! ¿Para qué me dijeron que era a las 10? ¿No me habré confundido de plaza? No, tiene que ser esta, justo enfrente del restaurant. Su vista se dirigió inmediatamente a un bar de mala muerte que a duras penas podía llamarse restaurant. Un hombre robusto, con pinta de gallego y el delantal salpicado con manchas de una sustancia que era mejor no conocer, lo miraba amenazadoramente desde debajo de unas luces de neón que parecían detenidas en el tiempo. ¡Maldito frío! ¡Yo me voy! Al fin y al cabo, ¿Qué le iba a pasar si se iba? Podían ir a buscarlo. Pero lo peor, lo que le hacía sentir un gusto agrio en la boca, era que si se iba, nunca se enteraría. Nunca entendería porqué había pasado todo lo que había pasado. Las 11, en punto. El frío parecía un líquido mortal que recorría sus venas con una curiosa satisfacción, como si supiera cuan mal lo hacía sentir. Le costaba respirar y las escasas luces parecían atenuarse.
Se había visto envuelto en esta historia cuasi-kafkiana desde el sábado anterior. Un hombre lo había interceptado en la calle. “¿Francisco Mattheu?” “Sí, soy yo” “Tenga, asegúrese de estar ahí el Viernes, a las 10 de la noche” Y le dio la tarjeta con el nombre de una plaza garabateado en el dorso. ¡Habían dicho a las 10! Ya eran las 11 y media. Podría no haber ido. Después de todo, era peligroso. Pero entonces, ¿Cómo sabía su nombre ese hombre? Lo recordaba a la perfección. Tenía pinta de distinguido. Pelo negro como el carbón y unos ojos que parecían no tener vida adentro. Pero lo que más recordaba eran sus manos. Unas manos ásperas que salían de las mangas de un traje azul. Eran unas manos que no parecían corresponder a esa persona.
Si era peligroso, ¿Por qué había ido?. Soy un boludo, ¡Cómo voy a hacer esto! ¡Acá no está ni el loro! ¡Y nadie sabe donde encontrarme! 12 menos veinte. A pesar de sus ganas de irse, de llegar a su casa y tomar un café caliente, de dormir, abrazado a cualquiera de sus tantas mujeres, a la que estuviera dispuesta a venir sin previo aviso; a pesar de todo eso, se sentía pegado al suelo. No podía moverse. Podía ser el frío o podía ser la sospecha de que todo lo que había pasado desde la tarjeta estaba relacionado con esa plaza, y con las personas que supuestamente se iba a encontrar ahí. 12 menos diez. Tenía ganas de transformarse en un oso. De bajar su temperatura corporal y dormir hasta la primavera, en lugar de seguir luchando contra el viento, tratando de mantener la ilusión de un calor que se escapaba por los poros, sin calentar realmente. Estaba ofendido con Bs. As., con el invierno, y con este gobierno de forros que ni siquiera arregla las plazas. Algo pasó volando cerca de su cabeza y a Francisco lo recorrió un escalofrío. ¿Qué había sido? ¿ Un búho? No, ni ahí. ¿ Un búho en plena ciudad? En una de esas había sido un murciélago. No le extrañaba. Sumó una nueva ofensa a su lista, contra esas ratas voladoras que transmitían enfermedades.
Volvió a hundirse en sus pensamientos, creyendo que tal vez así sentiría menos el frío, que ahora era como un puñal clavándose en cada una de sus células. Después de esa tarjeta, lo habían arrestado por primera vez en su vida. Una mujer lo había acusado, diciendo que lo había visto en la escena del crimen. Un asesinato. ¿ÉL? ¡Si ni siquiera se pasaba un semáforo en rojo! Lo negó todo. Lo liberaron por falta de pruebas y porque la mina en general llamaba por falsas alarmas y los canas ya la odiaban a ella y a sus ansias de protagonismo. ¡Pero Francisco se pegó un susto que te la voglio dire!
Unos días después, un joyero lo acusó de robo. Se hizo mucho más difícil comprobar su inocencia, porque el joyero era el Damnificado, y pegaba unos alaridos capaces de convencer a cualquiera. La mayoría de los tipos de la comisaría miraban a Francisco con odio. Era la 2da vez. Como si fuera algo personal. Sin embargo, un gordo morocho al que el joyero le gritaba en la oreja, lo compadecía y ponía cara de paciencia. Finalmente, logró convencer a todos, ayudado por el gordo, de que él había estado jugando al póker con sus amigos, que también declararon. El joyero siguió gritando un rato más. Francisco llegó a su casa temblando por el stress que había sufrido. Ya no recordaba cuántos sedantes había tomado, pero sí que cuando despertó al otro día, su primer pensamiento fue sobre la reunión. Una punzada en el estómago le decía que “ellos” (aunque no estaba seguro de quiénes estaban incluidos en esa palabra) iban a explicarlo todo. Pero no sabía si quería averiguarlo. Quería que su vida siguiera igual que antes, cuando trabajaba de lunes a viernes y tenía una mujer para cada día, y amigos para cuando los necesitaba. Ahora, en esa plaza, se daba cuenta de que toda su vida perfectamente planificada había colapsado en el momento en que aceptó la tarjeta.
Las 12. Francisco se sentía como una masa de hielo, pero, a medida que la ira lo invadía, empezó a moverse, lentamente. Giró la cabeza, y sintió un doloroso tirón en los músculos de la nuca. No le importaba. Un auto frenó cerca y Francisco, resignado, volvió a la posición en la que había estado por las 2 horas anteriores. Ya no pensaba, actuaba por instinto.
Pero los “ellos” que él tanto esperaba no bajaron. Un solo hombre bajó y Francisco no lo pudo distinguir, porque a esa hora la niebla empezaba a envolver todo. Como un chal coqueto que le otorgaba a cualquier cosa un aire secreto de misterio.
La figura se acercaba y la osadía o valentía o curiosidad de Francisco disminuía con cada paso. Como un último recurso, miró hacia el bar. El gallego no estaba, y Francisco se encolerizó. ¡Justo ahora no estaba! No, claro, bruto como buen gallego. ¿ No se había dado cuenta de que él, solo y congelado, podría necesitar ayuda? A lo mejor se había dado cuenta y se había ido a propósito. Claro, total, a él que le importaba. Así son los españoles, ¿viste? Tanto ese como los que viene creyéndose reyes del mundo y avasallan a nuestras pobres compañías. ¡Otra que Madre Patria! ¡Que se fueran al carajo!
Sacó el paquete de cigarrillos. Ni uno. Peor no podía estar, pero le dio miedo decirlo, para evitar que le pasara como a los dibujitos, que dicen eso y se larga a llover torrencialmente. Además, esas nubes...
A todo esto, la figura estaba muy cerca. No se podía calcular bien la distancia, por el asunto de la niebla, pero daba la impresión de que en cualquier momento esa sombra negra daría un paso y se encontraría ahí, con todo su realismo nítido y amenazante.
¡Es estadísticamente imposible que no pase absolutamente nadie en una ciudad de millones de habitantes! ‘¿Qué? ¿Estaban evitando el lugar? Bueno, eso es obviamente lo que yo debería haber hecho. Mami, perdoname que te lo diga así, pero criaste a un reverendo boludo. De repente, todos sus pensamientos se borraron y un frío oscuro se metió en su cuerpo, como una intensa ráfaga de hielo. Francisco se apoyó contra un árbol y se apretó el pecho, buscando aire, aunque él bien sabía que no lo ayudaría. El hombre, enfundado en un traje de gala, aprovechó la impresión del primer encuentro para agarrarlo del cuello. Francisco no podía creer lo que veía. La cara del hombre era la suya propia. El hombre ERA él. Aunque probablemente el otro pensara lo mismo, Francisco sabía que él era él. Siempre lo había sido. Se acordó de ese libro que había leído. ¿De quién era? Decía que todos tenemos un doble en las Antípodas. La pregunta era: ¿Qué mierda hacía el suyo ahí? ¡Que se volviera a su lugar!
El hombre, indiferente, empezó a ejercer presión sobre el cuello de Francisco. ¿No habrá algún modo de controlarlo? Después de todo, él es yo. Debe haber alguna conexión entre nosotros. Intentó ordenarle al otro que lo soltara, pero ya no podía articular palabras. Sentía que su garganta colapsaba, y cayó al piso. Era duro y húmedo. Un agradable calor subió a su cara, lástima la garganta. Esto no podía estar pasando. Él se estaba matando a sí mismo. Por definición, eso era un suicidio.
La angustia le llenó los ojos de lágrimas, y su reloj marcó la una.

Texto agregado el 18-08-2004, y leído por 152 visitantes. (3 votos)


Lectores Opinan
26-10-2004 Brillante. Y con un final magistral venicio
06-09-2004 Felicitaciones nuevamente. Me han gustado tus cuentos, entretenidos. jorval
21-08-2004 Muy bueno....Bien contado goux
 
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