Salgo a caminar y de pronto estoy frente a una catacumba. Entro y observo el ambiente. La cripta es de un dorado mate y dentro hay algunos personajes que parecen extraídos de un cuento de hobbits. Observo cada elemento de su hábitat: las paredes no tienen las iconografías al fresco de las catacumbas tradicionales, sino que están decoradas con figuras de oro en relieve que parecen tener vida. Hay mujeres con el torso desnudo que leen mientras sus niños juegan con lámparas rutilantes que flotan en un lago cristalino. Percibo baúles repletos de monedas de oro que se desbordan en un fluir constante como si fuesen empujadas por las corrientes de un río. De las paredes cuelgan cadenas bruñidas de diferentes tamaños, cada una termina en eslabones más pequeños. En los rincones hay vasijas y otras piezas artesanales de gran exquisitez y de un valor material notable.

Los hobbits comienzan a desparecer y son reemplazados por gente como yo. Cada persona trata de apoderarse de los tesoros de la gruta. Observo que las piezas tomadas por los recién llegados, se convierten en lo que ellos desearían que fueren. Al contemplar ese fenómeno, trato de imitarlos y agarro lo que se supone que es tierra, pero es oro en polvo. Mi deseo lo transforma en un anillo. Coloco la sortija en el sitio de donde tomé el oro, y ésta recobra su forma original de oro en polvo.

La gente quiere hurtar todo lo que hay, me exaspero. A través de mi mente les hago comprender que nada debe ser extraído de su hábitat. Los convenzo, y cada quien restituye lo tomado, recobrando los objetos su forma original. Respiro con alivio y me dispongo a partir. Cuando quiero apoyar mis manos en la angosta salida, advierto que hay un resplandeciente pan dorado entre mis palmas; lo huelo y salgo. Afuera, oigo una voz que me dice: cada vez que comas un pedazo de mí, te alimentarás con algo de sabiduría. Reflexiono y me doy cuenta de que se ha producido en mí una eucaristía y que ahora tengo la misión de llevar esperanza por donde quiera que transite.