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Inicio / Cuenteros Locales / Deilost / (Relatos Intrascendentes) La Prueba del Caminante.

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And yet, I seem to lose it when everything falls into place. Perfect alone but come love and I fall like a boulder. This is nothing to stress over, I said. Yet, the thought of your words can't leave my mind. What have kind of trap have thou walked into, my girl?




- Corre. Corre, deprisa. Más aprisa. Mas. No es suficiente. Nunca es suficiente. Corre. ¡Corre, maldita sea! No. Me decepcionas. Esperaba algo mucho más interesante de ti, mujer. Es un verdadero pesar. Bueno, dado que no estas a la altura de la caza, ¿Pasamos directamente a la ejecución? -

Ilya se detuvo tan solo un momento. Le faltaba el aire y le dolían las piernas. Llevaba huyendo ya días, sin parar, sin mirar hacia atrás ni una sola vez. Sus ropas estaban rasgadas y tenía cortes y moretones en todo el cuerpo. Pero no podía parar. No debía parar. No si quería vivir. Levantó la cabeza, enderezó el cuerpo y volvió a correr. Esa pequeña pausa, que no había durado más de dos minutos, podría haberle costado la vida. No había forma de saberlo, no al menos teniendo en cuenta a su perseguidor. Antes que todo este asunto de la caza y la Prueba del Caminante empezara jamás había llegado a pensar que el color azul podría ser tan terrorífico.


El rastro seguía fresco. Muy fresco. Pobre niña. Pobre acumulación de huesos, carne, sangre y sudor. Incluso cono todas las distracciones que él se había permitido, la niña apenas si había avanzado unos quince kilómetros. No era suficiente. De hecho era un poco avergonzante. De todos los que habían superado la prueba, ella era la que tenía el peor desempeño hasta el momento. Bueno, pensó el cazador, al menos si no lo logra servirá de buena distracción, buen pasatiempo. La cara se le endureció por un instante, en un rictus cruel y frio, mientras esos pensamientos pasaban por su cabeza. Pero se volvió a relajar rápidamente. El cazador suspiró y dio un paso siguiendo el rastro, sus botas de cuero y hierro horadando el barro lentamente en la dirección de la niña.


El bosque y la maleza terminaron rápidamente para dar paso a una llanura llena de pequeñas piedras y altas hierbas. Por ella corría un pequeño arroyo, susurrante. Ilya se desvió un poco hacia la izquierda, hasta que llego al margen del agua. Entonces, sin parar de correr, extendió su mano hacia la corriente. El agua se levantó con fluidez, en un remolino invertido que finalmente tocó los pálidos dedos. Una vez establecido el contacto, el agua se agarró a la piel y subió rápidamente por el antebrazo, codo, brazo, hasta llegar al hombro, lamer el cuello blanco y rodear la mejilla para ir a parar entre los labios rosados, con un pequeño corte en el lado derecho, de la muchacha. Sus piernas no se detuvieron, su largo cabello negro ondeó a su espalda mientras saltaba piedras y obstáculos tratando de mantenerse lo suficientemente cerca del arroyo y así bebió aquella agua turbia que sabía a tierra, sin detenerse, sin parar. No debía parar. Ya estaba cerca. No debía parar.



La espada estaba ensangrentada y el hedor de la sangre cubría todo en un amplio radio. Había un gran charco escarlata que se mezclaba lentamente con las aguas marrones del pantano boscoso. El cazador observó desde su altura a los tres remedos de hombres que yacían esparcidos por el suelo. Dos yacían muertos y un tercero se desangraba por dos heridas, una en el abdomen y otra en el brazo izquierdo, que no había logrado mutilar al hombre completamente, sino que había dejado el hueso astillado y la carne unida por la mitad opuesta de musculo a la altura del codo. El cazador dio un paso adelante y lentamente, casi con ternura, agarro el brazo cercenado del hombre agonizante. Lo retorció con cuidado hasta que sintió que la presión era apenas la necesaria. Luego coloco un pie sobre el hombro del hombre y se apoyó allí, haciendo palanca con todo el cuerpo hasta que el hombro se dislocó y el antebrazo fue arrancado con un sonido crujiente y húmedo. El hombre hubiera gritado, pero tenía tan poca vida dentro de sí que lo único que logro emitir fue un largo sonido gutural, lleno de aire y gotas de sangre. El cazador lo vio agonizar unos pocos segundos más hasta que sus espasmos cesaron y sus ojos perdieron brillo y sentido. Entonces arrojó el pedazo de carne flácida sobre el cuerpo inerte y enterró la espada sangrienta en la tierra marrón y húmeda del pantano. Primera regla: El cazador es siempre el cazador, no la presa. Esa había sido la regla que esos ignorantes mortales habían olvidado. Segunda regla: La presa deja rastro, el cazador lo sigue. Era una pena tener que dejar la espada allí pero la sangre tiene un olor muy característico y no se necesita una nariz muy buena para captarlo y seguirlo. Una vez hecho todo esto, el cazador volvió a retomar el rastro de su presa. Aun así, incluyendo el alto que se había tomado para disfrutar de la muerte una vez más, aquella chiquilla seguía igual de cerca. No será suficiente, muchacha, no será suficiente. A este paso... A este paso morirás.



El atardecer caía con rapidez en el bosque del pantano y pronto no habría luz, ni nada que le indicara el camino a seguir. Afortunadamente ya casi había llegado, faltaba poco. En frente de ella se alzaba una colina, no muy alta. Sobre su cima se adivinaban las formas de unas ruinas, viejas, cuya piedra ocre empezaba a tornarse amarilla con la luz del atardecer. Aquella pequeña llanura y su arroyo habían terminado y ahora volvía a correr bajo las copas de los arboles ralos, viejos y llenos de polvo que se le metía en la boca y la hacía toser. Las sombras pasaban raudas a su alrededor, acariciando su cuerpo una y otra vez. Avistó el final del bosque donde este se encontraba abruptamente con la muralla de la colina, casi vertical. Sin embargo en la vertiginosa ladera habían tallado unos delgados escalones que ascendían hasta perderse entre las ramas de los árboles. Tan cerca, tan cerca. Subió los escalones con rapidez, resbalando un par de veces, raspándose las rodillas, pero al fin logró llegar a la cima. Las ruinas, ahora de un brillante amarillo atardecer, se le presentaron abiertas y acogedoras. Corrió entre los pilares derrumbados y las losas de piedra levantadas por la maleza. Y al final llego a un altar en el centro de la formación, donde todavía se levantaban los arcos que los pilares sostenían sobre las paredes y por entre ellos se filtraba la luz moribunda, derramándose en largas columnas. Una vez allí, detenida por fin, Ilya desenvaino una pequeña daga que llevaba en la cintura y la levantó sobre el altar. Luego colocó su otra mano bajo el filo de la hoja y se preparó. Un movimiento rápido. Un pequeño momento de dolor. Un pacto de sangre y todo acabaría. No más caza. No más Prueba. No más ominoso cazador azul persiguiéndola por días y días. Este era el final y quería disfrutarlo. Lentamente, como si el dolor fuera la prueba misma de que ella estaba viva y sobreviviría para ver un mañana, empezó a deslizar el metal sobre la tersa piel. Tarde. Demasiado tarde. Tan cerca y tan tarde. Una ráfaga de viento frio, tan frio como si hubiera sido el aliento de la noche misma, la congeló en esa posición. Incapaz de mover nada más, volteó la cabeza hasta que la tensión le hizo doler todo el cuello. Por el rabillo del ojo, de aquel ojo verde e inyectado en sangre, alcanzó a ver la sombra del cazador, larga y definitiva, esperándola en el umbral de las ruinas.




Te lo dije, chiquilla. Una y otra vez. Contra tu cara y tu oído susurré. Y no me escuchaste. Ahora paga tu insolencia, niña mía. Y acepta el destino de tu sangre sobre mi acero. El cazador observó el cuerpo de la muchacha. El cuello estilizado y fuerte. Los hombros refinados. El perfil de los brazos, recortados contra el abdomen esbelto. Las caderas anchas y fuertes y por ultimo las piernas largas y geométricamente perfectas. La muchacha recobró un poco de control sobre su cuerpo y se dio la vuelta completamente, enfrentándolo, empuñando la daga con ambas manos, en su dirección. Estúpida decisión, querida. Si, tan cerca y tan lejos. Tan cerca...

El cazador no hizo nada, tan solo mirarla con aquellos ojos completamente blancos y de repente ella lanzó un chillido y el cuchillo salió volando de sus manos. Fue a caer lejos, con un retintinear metálico, fuera de la vista de ambos, presa y cazador. Entonces la muchacha, ya en total control de nuevo, arqueo el cuerpo, como una leona a punto de saltar y atacó al cazador. Fueron uno, dos, tres pasos rápido y una finta, mientras sus brazos, agiles y temerarios, se dirigían a su cuello preparados para retorcer y romper la medula, en una maniobra que ya les resultaba repetitiva y rutinaria. Pero antes de que pudieran agarrar el cuello frio y duro, la fuerza del cazador la alcanzó. No fue una presión sobre un punto específico sino como si una pared impenetrable la empujara hacia atrás, con una fuerza titánica. La niña salió volando como una muñeca sin alma ni vida y chocó contra el altar. Un dolor agudo se repartió por toda su espalda, a medida que un calor que fluía le llenó el estómago. Probablemente un par de costillas rotas y gracias a las astillas una hemorragia interna. Nada demasiado malo. Estaba a punto de levantarse y atacar de otra forma cuando el cazador se aseguró de que no pudiera. Esta vez incluso realizo el gesto físico correspondiente, levantando la mano derecha en un gancho ascendente. La mano en sí misma, enguantada en cuero negro, no tocó nada. Pero el impacto sacudió todo el frágil cuerpo de la presa, con tal fuerza que empujó su diafragma hasta que no le quedo un atisbo de aire en los pulmones. A su vez el golpe comprimió tanto el estómago que cuando ella respondió al reflejo del diafragma retraído una vez se hubo acabado la columna de aire la siguió un chorro de vomito amarillento y verdoso, casi desprovisto de materia sólida. Ella estaba derrotada. Sin siquiera fuerza para agarrarse el abdomen adolorido, sintió como si dos grilletes invisibles le agarraran las muñecas y la elevaran por el aire. Quedo flotando por encima del altar, con sus brazos formando una Y por encima de su cabeza. Con los ojos entrecerrados apenas alcanzó a advertir los lentos pasos del cazador, acercándose a contemplar su nueva captura.


"Corre. Corre, deprisa. Más aprisa. Mas. No es suficiente. Nunca es suficiente. Corre. ¡Corre, maldita sea! No. Me decepcionas. Esperaba algo mucho más interesante de ti, mujer. Es un verdadero pesar. Bueno, dado que no estas a la altura de la caza, ¿Pasamos directamente a la ejecución? "


Las palabras no tenían sentido. Nada ya tenía sentido. Estaba muerta. Y si no, lo estaría en cuestión de minutos.


"¿Temes a la Muerte, pequeña?"

"Tú no eres la muerte."

"¿Y acaso sabes cómo es su rostro?"

"La muerte no tiene rostro, es gris y cruel, sin corazón."


Recordó aquella conversación, que parecía tan lejana en la niebla del tiempo. Alguna vez ella había dicho eso de lo gris y la crueldad y la falta de corazón. Que estupidez. La muerte si tenía un rostro. Y ese rostro ahora examinaba su cuerpo con un interés frio, taxonómico. Ese mismo rostro que la había sacado de la ceniza y los recuerdos de una vida simple, que no requería correr, ni pelear, ni pactos de sangre ni ruinas que brillaban doradas, muy doradas, demasiado doradas en la luz del atardecer de su muerte. Abrió los ojos un poco y vio como el cazador lentamente empezaba a cerrar su mano izquierda. Instantáneamente y más agudos a medida que la mano más se convertía en puño, el dolor y la presión se presentaron sobre los pulmones de la muchacha. No sobre la piel de su pecho, sino adentro, sobre las bolsas mismas. El dolor incrementó a límites inimaginables, mientras los ojos del cazador no dejaban de mirarla, escrutando los suyos, con una fuerza irresistible. Entonces no pudo más. El dolor la venció y no pudo soportar la profunda mirada un segundo más. Así que levantó la cabeza y mirando al cielo que ya se llenaba de estrellas, gritó. Gritó, soltando todo el dolor y la frustración y la vida que le quedaba. Gritó, sintiendo como se le desgarraban los pliegues vocales. Gritó, hasta que la sangre, con su sabor metálico, le llenó la boca y reemplazó su grito por un borboteo grave y apagado, morboso e innatural, derramándose por sus mejillas y su cuello y goteándole entre el cabello negro, como cascadas de rubíes infinitos.


Entonces, cuando las estrellas borrosas estaban listas para recibir su alma, el dolor cesó. Los grilletes desaparecieron y ella cayó al suelo, inerte y rota. El cazador bajó las manos y le dio la espalda, mirando el último momento del paisaje que pintaba el atardecer. Moría la luz, nacía la noche. Una vez el atardecer acabó, el mago, no más cazador, se dio la vuelta y lentamente, con cuidado, la levantó en sus brazos. Ella, casi inconsciente, no entendía nada, No lo había logrado. No había sido lo suficientemente rápida. El pacto no había sido hecho. Debería haber muerto. Y sin embargo, allí estaba. En los brazos de aquel que hacia un instante había intentado matarla. ¿Por qué? ¿Por qué? ¿Por qué? No entiendo... Entonces el mago, sin decir nada, la tomo del cuello y volteó su cara en dirección al altar. Sus ojos verdes se abrieron hasta más no poder, llenos de asombro. Un pacto de sangre. Un pacto de sangre y no habría mas Prueba. No más cazador. No más. Con una renovada fuerza, volvió a mirar al magocazador. Le dedico una mirada de alivio y felicidad como ninguna otra. Él le respondió de la misma manera, mientras asentía en silencio. Lentamente, acunándola en sus brazos, se levantó. Salió hasta el borde mismo de las ruinas. Observando el paisaje dibujado en azules y sombras, le susurro a la mujer al oído:


- Muere la luz, nace la noche. La Prueba ha terminado. -


Ella asintió y cerró los ojos, extenuada hasta el límite de la mortalidad. El la apretó contra sí mismo y pronunció el conjuro. Una luz brillante y plateada se desprendió de ellos, mientras sus cuerpos desaparecían, iluminando el altar.


Iluminando un altar rebosante de sangre, roto y viejo, con fugas como cascadas de rubíes infinitos.

Texto agregado el 26-10-2013, y leído por 90 visitantes. (0 votos)


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