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“Encontrarás la muerte.
Antes, deberás recorrer el bosque,
luego el pabellón y por fin la mujer.”


El bosque fluye alrededor mío porque soy quien está concentrado en la búsqueda. Enormes troncos se deslizan en silencio con apenas un leve crepitar de hojas secas. La eterna sala de columnas azarosas se aleja a mis espaldas, tan rápido como mis pasos lo harían. Son fuertes, ásperas y sostienen un techo lejano de follaje oscuro. Una rama baja arranca la capa de mis hombros, como un presagio. La luz del atardecer es mi guía y el pabellón difuso entre los troncos y las brumas, mi destino inexorable. No hay otro sitio dónde llegar en ese bosque infinito y silencioso. No quiero otro destino.

El pabellón está sumergido en un manto de hojas muertas. Ha venido a mí desde la puesta del sol, desde donde el bosque también ha fluido. Es sombrío, mudo de ventanas al exterior y por su único portal, casi parece un templo funerario abandonado. Varias torres desdentadas se disuelven en ramas invasoras y nidos abandonados de las aves. La piedra de los muros llegó allí poco después del bosque, se marcharán juntos al final del tiempo.
Su interior replica el bosque, esta vez con columnas ordenadas que se extienden en todas direcciones. Igual o como un reflejo de aquel, fluyen hacia mí como soldados marchando. No pueden romper la escuadra estricta que les impuso el constructor. Son finas, esbeltas, ornadas como joyas, brillan en la luz cárdena como frágiles candelas y se reflejan en el piso pulido como sobre un lago de aceite.
Si el pabellón se hunde entre hojas muertas, olvidado del mundo, su interior palpita de ecos y luces trémulas. Late, pulsa como un corazón ansioso mientras me guía entre las mil columnas, donde encontraré mi destino. Adivino el final del recorrido y me tenso como un arco a punto de disparar. Dejo mis armas en el camino y sólo visto mi sayo raído y mis botas gastadas.

El cuerpo es grácil, hermoso y parece ondular bajo la luz de los fuegos con infinitas dunas donde extraviarse. Continúa dormido mientras lo recorro con la mirada. El arco se tensa como cuando viajé entre las columnas y mi mano se extiende para rozar las delicadas sedas que cubren las formas. Breves movimientos las recorren y parece que mi presencia las conmueve. Un suspiro y un entreabrir de ojos que me invitan a apartar las sedas. Mi sayo y mis botas caen abandonados junto al lecho; mis ojos sobre las dunas; mi urgencia sobre el cuerpo que ondula bajo la luz de los fuegos. Mi fuego.

Ya no busco. Me extiendo para cubrir, para abarcar, para invadir. Me contengo para estar por siempre, para no marcharme. Soy mirado desde lo profundo y a la vez, miro desde las alturas. Giro como derrotado, poseído y doblegado. Me rehago a mí mismo. Finalmente, profundo, fundido y ensimismado, alcanzo el confín. Grito de espera, desesperación y desahogo.

El arco dispara, libera y mata. Es una muerte distinta y otra, es la muerte que buscaba, mía y compartida. La muerte breve que permite el retorno, la que enseña a volver una y otra vez por ella. La mejor muerte.

Texto agregado el 27-10-2013, y leído por 229 visitantes. (3 votos)


Lectores Opinan
29-10-2013 Es algo tan bello lo que escribiste.....no tengo mas palabras, solo admiración, abrazo. silvimar-
27-10-2013 Buen escrito en que se da vida a todas las cosas con glamour. simasima
 
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