El único ejercicio que me atrae
es la brutalidad con la que cojo,
este desorden de gatos alzados,
los arañazos,
la quebrazón de pizarreños.

Inútiles han sido las visitas
de los santos evangelios de la bicicleta,
de los mormones que nadan sonriendo
como rojos peces repulsivos;
inútiles los informes que correlatan
el aumento de las horas de sueño,
de la sensación de justicia en el mundo,
de la armonía de los chacras…

Por más que lo haya intentado de adentro,
que me haya puesto zapatillas y un buzo
que delata la vocación de luna de mi culo,
parece que el único ejercicio que me atrae
es éste de respiración dificultosa,
es el ahogo de la cinta,
la cárcel atada de mi lengua,
los pequeños charcos sucesivos,
las mordeduras de la urgencia.

Los graves predicadores de los gimnasios,
las dulces legiones del crossfit,
los atemporales sacerdotes de la lycra,
pueden azotarse:

No hay fuerza física que me mueva
salvo esta invitación desnuda
que me llama por mi nombre inventado.