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Aquello era parte de sus fantasías sexuales. Se disfrazaban de los más diversos personajes y multitud de prendas de diferentes estilos y abigarrado colorido, colgaban de sus amplios closets para ser elegidos ocasionalmente. Ella, por ejemplo, alguna madrugada salía a la calle ataviada con una cortísima falda que abreviaba las expectativas que cualquier varón pudiese hacerse con respecto a sus bien torneadas piernas. Cartera al hombro, cubierta con una minúscula blusa y rumiando un chicle, se paraba en una esquina hasta que desde el otro extremo de la calle aparecía un tipo enfundado en un grueso abrigo, cuyas solapas le cubrían por completo el rostro. Un sombrero alón anegaba de sombras sus facciones. El hombre se acercaba a la mujer y le preguntaba con voz nasal: -¿Cuánto? Y ella, coqueta, sin interrumpir su indolente masticar, levantaba su mano, esgrimiendo sus cinco largos y blancos dedos. El hombre hurgaba en su billetera, sacaba un billete y se lo arrojaba a la mujer. Esta se agazapaba para recoger el dinero y el escote la traicionaba para dejar al descubierto sus voluminosos pechos. Entonces el hombre la acometía, destrozaba su delgada blusa y la poseía salvajemente en el sucio pavimento. Luego, ambos caminaban por las calles desiertas, abrazados, plenos, dichosos. El fue alternadamente bucanero, capitán de una lujosa aeronave, gangster, policía y asesino serial. Cuando optaba por este siniestro personaje, acechaba a su hembra tras una puerta y justo cuando ella aparecía, ya sea que vistiese de enfermera, de lady, de prostituta o simple dueña de casa, el la asaltaba, le asía de sus largos cabellos, luego besaba con infinita sed sus carnosos labios y le hundía un puñal en el pecho. Virtualmente se entiende, ya que él imaginaba como la carne tibia y palpitante de esa musa oponía feble resistencia al arma que desgarraba inclemente su suave pulpa. Sentía sus manos pegajosas por la sangre, la que corría como espeso néctar por sus manos asesinas. Ella, a su vez, se deleitaba con esa sensación tan subyugante, saberse penetrada por el hostil y cortante instrumento que develaba sus femeninos secretos, le alborotaba su esencia y jadeando como un animal en celo, se sabía poseída por el macho aquel que la asesinaba para dejarla aún más viva y más ardorosa.

Aquella noche ella sería una coqueta colegiala que, cuadernos bajo el brazo, regresaba a su hogar, después de una agotadora jornada. Cubrió su rostro de brillos, delineó sus hermosas cejas y tarareando una canción juvenil, acortó aún más la ya breve faldita azul marino, dejando casi al descubierto sus apetitosas nalgas rosadas. Era ya madrugada cuando abandonó la casa. Una espesa neblina ayudaba a entenebrecer la escenografía para ese nuevo cuento y ella, muy a su pesar, sintió que un escalofrío la recorría por completo. Se imaginó que detrás de esa espesa cortina de smog aparecería de pronto la reencarnación de Jack el Destripador –ellos nunca sabían como iría ataviado el otro- y con una filosa navaja abriría un sanguinolento cauce en su aterida garganta. Nadie deambulaba por las estrechas callejuelas, ningún ruido salvo un lejano ladrido, el aleteo desganado de algún murciélago o cierta gotera marcando su monótono compás sobre el frío pavimento.

Caminaba temerosa, con su corazón batiendo una canción desesperada. Tenía temor, la acometían todos los espectros de la mal llamada intuición femenina, que acaso no es más que una acendrada manifestación de sentido común revuelto en los caldos de la cautela. Sabía que gritaría cuando apareciera ese desconocido que, enarbolando cualquier arma la sometería a sus oscuros dictados. Acaso reconocería de inmediato aquellas manos tan suyas, ese aliento cálido que era el preámbulo para los más apasionados besos, el vaho tórrido desprendido por ese cuerpo de firme musculatura, se sentiría acaso aprisionada por aquellas piernas fuertes que la harían delirar entre el deseo y la prisa.

La niebla era algo casi sólido, una sustancia opalescente y gelatinosa en la que hasta los pensamientos parecían quedar atrapados. Un gato de pelaje incierto casi la hizo tropezar al pasar raudo delante de sus piernas. De pronto, a contraluz, la difusa silueta de un hombre nació de la nada para irse concretando en algo tangible. Creyó reconocer aquella parca café que ella misma le había regalado para Navidad, pero no, esta era diferente, no estaba segura, los pasos eran cautelosos pero determinados, no visualizó sus manos y el rostro, ay, el rostro no era más que una negra mancha. Antes que el hombre se acercara, ella retrocedió para emprender una loca carrera. Avanzando casi a ciegas en medio de la espesa niebla, buscaba con desesperación un referente para regresar a casa. Encerrada en un callejón oscuro, se ocultó detrás de unos tarros de basura. Sintió el jadeo del hombre y pensó cuan excitado debía estar. Indudablemente que ella no lo gozaba en absoluto, menos cuando esos pasos aterradoramente seguros se aproximaron al lugar donde se ocultaba. Cada vez más cerca, su corazón al borde del colapso. Era escalofriante. Entonces recordó que para aquellas ocasiones extremas, cuando el terror la superara, ella susurraría: Azucena, azucena y su esposo, su ardiente y consecuente esposo alzaría sus brazos en señal amistosa. Tragó saliva, descongeló sus labios para repetir la palabra clave que emergió como una exclamación rasposa de sus labios ateridos, pero el individuo no levantó sus brazos. Ella, desesperada, volvió a repetir, casi gritando: -¡Azucena! ¡Azucena! Y el tipo, sin pensarlo dos veces se arrojó sobre ella produciéndose un enjambre de jadeos, manotazos, palabrotas y quejidos. Un puñal rieló en esa mano regordeta y ella, manoteando con desesperación, agarró algo sólido que se le ofrecía como una última oportunidad y justo antes que el puñal descendiera raudo a su pecho, la botella de licor se estrelló en la testa del hombre. Temblando por los accesos del pánico, ella se levantó, deshaciéndose con asco de ese tipo inerte y aún le sobraron arrestos de curiosidad para contemplar su rostro.

Una enorme ruma de ropa en desuso permanece frente al departamento. Más tarde, aquello será retirado por los trabajadores municipales. Entretanto, bajo las cálidas sabanas, un hombre y una mujer buscan nuevos caminos para explorar las infinitas posibilidades que les ofrece el amor…



























Texto agregado el 19-08-2004, y leído por 365 visitantes. (2 votos)


Lectores Opinan
20-08-2004 qué fuerte está este cuento, escalofriante de prinipio a fin escribes extraordinariamente bien, 5 estrellas saludos india
19-08-2004 Extraordinario. Alan Poe es un bebé de teta a la par de esta descripción, más bien comparable a la de un un Alfred. Muy emotiva y con un final que lleva a que dice Luis, es mejor en la cama, sin disfraces y en plenas pelotas. Y si hace calor, con aire acondicionado. Vuelvo a las copas: Cinco y de buen Champagne. rodrigo
19-08-2004 Extraordinario. Alan Poe es un bebé de teta a la par de esta descripción, más bien comparable a la de un un Alfred. Muy emotiva y con un final que lleva a que dice Luis, es mejor en la cama, sin disfraces y en plenas pelotas. Y si hace calor, con aire acondicionado. Vuelvo a las copas: Cinco y de buen Champagne. rodrigo
19-08-2004 je,je,je,je,je,je, después de leer esto mi querido Gui cuelgo definitivamente ese hábito de cura que guardo y el uniforme de bombero, si es que no hay nada como la cama... Ahí van 5, de las buenas... barrasus
 
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