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Claudio se detuvo dos veces a preguntar por la casa de María Isadora al entrar a San Juan Quiote. Al final se encausó por un camino cual vereda para reses, y sólo detuvo su Renault hasta dar con media docena de autos lujosos estacionados entre las acequias terregosas de unas milpas apenas segadas.

Eran las siete y cuarto de la tarde y el sol ya reventaba los bordes de unos montes pelones convertidos en meros espectros quiescentes. A lo lejos una vaca mugía con indolencia, harta de rumiar unas cañas secas dispersas entre sus pezuñas enlodadas; mucho más allá varios perrillos pellejudos correteaban a dos gallinas desquiciadas sin pollitos.

Claudio acomodó su auto tras la hilera de vehículos polveados, echó un vistazo rápido a un papel con la impronta de una taza de café, un mapa y varias referencias, y salió del vehículo que cerró con llave antes de apretarse la chamarra de pana ante un viento desnudo que tironeó su cabello de por sí rejego.

Se encaminó hacia unas tablas que fungían de puente sobre el cauce seco de un arroyo delimitado por árboles antiguos y nopales añejos como madera fosilizada. Levantó la vista y descubrió más adelante una barda de adobe con una puertita sin chiste junto a un viejo engurruñado bajo su cobija de cuadros mutantes.

El anciano se llamaba Poncio José, y al descubrir al visitante arrugó aún más el rostro agrietado dejando a la intemperie sus dientes amarillos y dispersos como trozos de aerolito. Tendió la mano sarmentosa que desprendió unos segundos de la axila y exclamó eufórico: “¡Qué güeno que llegó! Ya nomás faltaba usté pa que empiece la rezadera”. Después dio la vuelta haciendo un ademán para que Claudio lo siguiese.

Atravesaron un terreno seco restringido por varios cuartos de adobe con apenas ciertos boquetes para unas puertas de las que salieron unos perritos tripones y felices ante el recién llegado. Claudio se detuvo y levantó en vilo a uno de los animalillos que hasta gemía de contento, con el tilín aún húmedo en mitad de la panza como globo.

“¡Mira nomás cómo estás, cabrón!”, dijo Claudio antes de bajar al perrito en el suelo infestado de hormigas coloradas mientras Poncio José le indicaba hacia dónde dirigirse, haciendo a un lado a los animalillos con los pies descuajarrados a tono con los huaraches correosos.

Claudio avanzó hasta una insólita huerta entre toda aquella zona desértica, y dio las buenas tardes al toparse con unas personas que platicaban en voz baja, sentadas en media luna frente a María Isadora, una anciana de blanco con el rostro lánguido y una sonrisa benigna bajo la nariz abultada.

María Isadora le arrimó una silla de palma a Claudio y confirmó que ya se completaban los siete huéspedes que participarían del rito que había hecho famoso a San Juan Quiote desde hacía cinco años.

Claudio se acomodó junto a una mujer de facciones finas con el cabello oculto bajo una cofia que le daba un aire oriental. Luego escudriñó una mesa austera de colores rudimentarios entre dos higueras y varios árboles de durazno que ya se desprendían de unas hojas secas dispersas en la tierra.

Un cirio enorme en el extremo de la mesa le recordó a Claudio aquel que lo obligaron a llevar con ínfulas de mártir light al hacer su primera comunión tres décadas atrás; mismo que María Isadora encendió con un cerillo que le prendió un hombre encorvado en el extremo contrario de Claudio.

Algún gallo iconoclasta cantó a un supuesto amanecer, confundido por el crepúsculo ya desvanecido ante el escurrimiento de una oscuridad que impregnó por completo la cuenca donde se insertaron las estrellas.

María Isadora permaneció de pie, con el mentón adherido al pecho y los ojos cerrados, entonando letanías que redondearon el cuadro irreal de aquel sitio donde regía la flama señera apenas importunada por un aire manso.

La mujer calló mientras alzaba las palmas como de elfa hacia “Alguien” que se manifestó tras la vela. Claudio y los demás tensaron los cuerpos cual si una fuerza radial los incrustara en sus sitios, en tanto sus oídos parecían embotarse como si los prensara un río silencioso.

Todos contemplaron en estado letárgico la presencia repentina de una mujer apacible de rasgos conformados por hebras de luz, quien estiró las manos para comprimir el poder luminoso emanado del pabilo enhiesto.

Un silencio engañoso irrumpió entre todos, en cuyas mentes se ofrecieron imágenes relativas a las preocupaciones por las cuales buscaban respuestas en aquel San Juan Quiote.

Muchos días después de aquella experiencia, Claudio aún recordaría el instante en que sus ojos se humedecieron ante una visión de su futuro: sortearía la encrucijada de su vida y al paso de los años sería un viejito con rasgos de uva pasa garabateando cosas en una libreta escolar al lado de cuatro perros chatos con los hocicos desfallecidos en mitad de un jardín sereno.

Texto agregado el 12-12-2013, y leído por 239 visitantes. (6 votos)


Lectores Opinan
13-12-2013 Este cuento es otra joya. Las descripciones de las tierras agrestes es de lo mejor. Este me ha gustado mucho. Tu estilo cada vez es más depurado. Un abrazo. umbrio
12-12-2013 Me atraen tus descripciones, son tan completas. Rentass
12-12-2013 Un léxico formidable y una narración fluida. simasima
12-12-2013 Auuuuu!!!!... me recordaste a Juan Rulfo, Altamirano y hasta Fuentes. ME ENCANTO. Cinco aullidos felices yar
 
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