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Inicio / Cuenteros Locales / atolonypico / Una misión para Ciempasos.

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…las dos miraban embobadas mi perorata. Bueno, la perorata digamos que la oían. Al que miraban era a mí perorando como estaba. No sé si lo dije ya, pero el ambiente discotequero me estaba empezando a jeringar. Estaban poniendo una música excesivamente moderna para mi gusto, música poco sentida donde predominaban ritmos machaconamente percutidos por el jazz. Poca euritmia que extrañamente entusiasmaba a cuanto mozalbete había. Además contribuía a mi enojo la práctica inexistencia de espacio vital de tan concurrida como estaba la sala, siendo como soy algo propenso a la claustrofobia, fruto quizá de mi estancia entre rejas. Lo que más me mosqueaba, sin embargo, era la inaccesibilidad de tanto cuerpo joven para un relativamente viejo como yo. Lo que a mí me empezaba a gustar por aquellos tiempos era ligar con jovencitas cuanto más buenas mejor, prescindiendo de cualidades morales al uso. No obstante, la sola presencia de éstas me turbaba y me inmovilizaba el prejuicio de que ellas en mí no vieran nada interesante. Si yo, al menos, hubiese sido una persona con la frase adecuada para el momento preciso, que contara mil historias de viajes, cosas de la vida, anécdotas reales e interesantes que pudieran ilustrar a modo ejemplificativo cualquier discusión teórica que se trabase. Ay, creo que no era así. En cambio con las adultas era otra cosa y uno iba funcionando. Quizá, más que nada por una cuestión estrictamente sicológica. Si yo al menos, si bien feo, hubiese sido…qué sé yo…director de cine, escritor, taumaturgo o torero de cartel, las niñas aquellas a las que yo tanto adoraba se habrían acercado a mí y yo las hubiera acogido con la más tierna de las caricias. Pero…ah, se me olvidaba presentarme. Me llamo Anselmo…Anselmo Cienpasos o Ciempasos, nunca he sabido bien.
Qué teníamos…un vagabundo carcelario, charlatán y, por momentos, grotesco. No tenía precisamente una buena imagen de mí. Es que era realista. Aduciendo las razones expuestas les pedí que me acompañaran a tomar algo fuera. Se vino la que, no sé si lo dije, había estado fumando al revés, que, creo, era algo miope pero portaba un par que lo compensaba todo. Me relamí ante tan rico manjar.
Ascensión era pizpireta, pequeña y gesticulaba constantemente y tenía amén del par, una conversación que a mí me parecía interesante e inteligente. La imaginé embutida en un escueto uniforme blanco de enfermera, tal era su profesión, pugnando los pechos por salirse fuera, visible su regato entre las solapas abiertas, panty blanco, con la lascivia de un enfermo demasiado tiempo interno en un hospital de la Seguridad Social. Sentí que aquella mujer u otra de similares características me retirarían de la circulación, por un tiempo al menos.
Subimos al coche y le dije que me fuera indicando el camino. No hay que olvidar que yo era un extraño en la comarca. Fuimos a parar a un lugar solitario donde el sonido de las aguas y el de los pámpanos de los árboles al viento hacían presagiar deliciosos momentos. Salimos del auto y me aproximé a ella. Se dejó coger de la cintura.
“Mira que eres linda, qué bonita eres”, decía la radio adivinando mis pensamientos y se lo susurré al oído, como el que no quiere la cosa. Y era verdad: era bella y estaba sensual. Empezaba a gustarme tanto que comencé a temer no tenerla.

********

Anselmo Ciempasos era un ser rehabilitado ante y para la sociedad. Don Segismundo Pumpido antes de pagar fianza había solicitado informes sobre él. En ellos se vertían términos como, intachable conducta, comportamiento ejemplar, dotes de inventor, respeto y admiración de sus compañeros; lo que le granjeó la consideración y estima de su bienhechor antes de conocerlo.

El sol entraba con ímpetu por el ventanal de la habitación que Anselmo había alquilado en una de las dos pensiones existentes en el pueblo y el despuntar del día le hizo concebir buenas expectativas.
Era domingo. Buscó en vano la ducha y ante la carencia dedujo que se tenía que lavar en un extraño artilugio dotado de una zafa o palangana, una gran jarra de agua, cuya denominación precisa desconocía, y un espejo en la parte superior. Hizo lo que es propio cuando uno quiere hacer eso precisamente y se aprestó a vestirse. La bonanza de la estación aconsejaba ropas ligeras. Se colocó un pantalón negro de algodón, una camisa blanca del mismo tejido y una corbata de cuero negra que dejó bastante suelta. Por último, unos zapatos de piel bovina sin calcetines. Cuando se miró al espejo pensó fugazmente que parecía un camarero. No le dio demasiada importancia y trotó escaleras abajo saludando a Don Antonio en el rellano, al hombre que unas horas antes le alquilara la habitación. Le preguntó dónde podría desayunarse con un chocolate con churros. Al salir a la plaza- en este pueblo todo parecía estar en la plaza- a mano izquierda, encontraría el bar de un tal Manolo.
En efecto, allí se encontraba el mesón-bar Manolo: comida casera y toda clase de aperitivos; rezaba el cartel. Un ex carcelario sabe mucho de rostros y cataduras y cuando se adentró en el oscuro mesón y prorrumpió un buenos días, la contestación al unísono que obtuvo le apaciguó, si era posible más, el ánimo, de tan franca y cristalina que sonó en sus oídos. Pidió, consumió, pagó y se despidió. Salió a la plaza y comprobó que efectivamente todo o casi todo se encontraba en este lugar: iglesia, ayuntamiento, clínica, juzgado, y la farmacia, amén del mesón Manolo y la pensión de Don Antonio Floro, más conocida como la fonda de la plaza( sin duda el mejor establecimiento hostelero del pueblo y aun de la comarca, pues ni siquiera en Cercedilla- el pueblo donde mandara pedir informes al Cuartel Don Segismundo Pumpido, del que se hablará- encontraríamos otra tan coqueta y relamida, si tales epítetos se pueden aplicar a las pensiones como a las personas). Y no es óbice para ello que no contara entre sus gracias con duchas, adminículo prácticamente desconocido en la comarca e incluso en la región me atrevería a decir si se me apura, por lo que no se echaba en falta y, por tanto, no empañaba el merecido prestigio de que aquélla gozaba.

Aunque desde muy niño había dejado de creer, eran tan propicias las circunstancias que franqueó el umbral de la puerta de la iglesia, en parte por curiosidad arquitectónica, en parte por los recuerdos: tantos domingos de niño en que tenía por visita obligada la de la misa de doce, pulcramente vestido y con el alma blanca a juego con la vestimenta. No sintió nada especial. Le sorprendió la falta de aditamento superfluo y la sencillez con que estaba decorada si es que de decoración podía hablarse. Se sintió feliz por un instante. La felicidad- pensó- suele consistir en instantes fugaces y repentinos en que uno se siente a gusto en sus propios cueros.
Estaba citado con Segismundo P., el industrial hojalatero, a las doce en punto. Aún tenía tiempo para dar un vistazo por la contorna y se aprestó a ello sin demora, ceremoniosamente, como el que va a buscar a la novia para casarse. Recorrió las calles del pueblo, jubiloso, a buen paso. Seguro de que los pasos que pisaba estaban llenos de significado y de contenido, lo que le daba la apariencia frenética del hombre ocupado más que la del transeúnte haciendo tiempo que era. Saludó con cortesía a los paisanos y los mismos saludos recibió de aquéllos.

***********

- Lo que yo quiero de usted es lo siguiente: en general, que cuide de todo lo relacionado con el chalet mientras yo esté ausente y luego, como tareas específicas, que mantenga en buen estado los dos automóviles y que dé de comer y limpie el semental y las yeguas. Doscientas mil pesetas al mes, mes de vacaciones, dos extras y derecho a casa. Se puede quedar en el chalet o si prefiere tomar de alquiler alguna casa del pueblo cuyo pago corre de mi cuenta.
De Anselmo Cienpasos o Ciempasos se podía predicar los epítetos más variados, pero el calificativo tonto no entraba entre los referidos. Despistado, dejado, parrandero, viva-la-virgen, mujerista- más que mujeriego-, e incluso taimado- en el sentido de ladino y tunante más que en el testarudo y recalcitrante, acepciones éstas que, bien pensado, también le iban, pero menos- sí podía ser, pero tonto no.
- Don Segis- lo llamó como gustaba ser llamado, con este nombre de reminiscencias mafiosas-, sé que le debo mucho y probablemente no se lo pueda nunca pagar, pero quiero que sepa que yo no le pedí que pagase la fianza. Soy un hombre libre… gracias a usted pero un hombre libre y ahora explíqueme qué tengo que hacer además de cuidar al jamelgo para ser digno merecedor de las doscientas mil púas. Nunca me han dado nada por nada y permítaseme que a estas alturas de mi vida no cambie de creencias sobre la procedencia de remuneraciones y demás emolumentos.

Segismundo P. experimentó, oído A. C., ambivalentes y contradictorias sensaciones. Por un lado le gustó la llaneza y contundencia de su discurso, pero él estaba acostumbrado a pusilánimes y amedrentados empleados por lo que las palabras de Anselmo sonaron a los oídos de D. Segis una pizca insolentes, un pelín atrevidas. Anselmo pareció darse cuenta de lo que estaba sucediendo pero era demasiado tarde para rectificar. Miró hacia la puerta y vio que todavía estaba abierta por lo que estuvo en un “tris” de salir “pitando”, cuando Don Segismundo, repuesto visiblemente del golpe inicial, le dijo que se sentase. Hasta ese momento habían permanecido ambos de pie. Empezó Pumpido, el hombre de empresa, a reírse, de forma leve primero, estruendosamente y pataleando después, dándole palmadas en la espalda a un agradablemente sorprendido Anselmo que, por congeniar, esbozaba una sonrisa, una breve sonrisa, entre socarrona y jovial, entre hipócrita y sincera, una sonrisa también ambivalente como las sensaciones iniciales del empresario. Todo o casi todo eran, en la sala, ambivalencias.

- Está bien… qué sabe de mi hija Margot, dijo el señor P.

Se oyeron en esto unas voces que, procedentes de algún lugar de la casa, interrumpieron la conversación. “Es mi hija”, dijo Pumpido. “Se la presentaré”. La verdad es que no hacía falta la más mínima presentación. Alguna fijación he de tener por esta estirpe, pensó Ciempasos, pues la que iban a presenta no era otra que la chica de unas horas atrás. Bajó las escaleras con un bañador blanco, medio cubierta con un albornoz del mismo color, lo que posibilitaba que se apreciaran unas largas y bien contorneadas piernas, pese a lo escueto de su estatura, sobre las que se alzaba una muchacha, no obstante como digo, esbelta, de una esbeltez especial, si se quiere, provista de dos tetas interesantes, un largo cuello jirafoidal y una boca carnosa y fresca. El pelo corto, descubiertas las orejas, mojado al igual que el resto del cuerpo, satinado por el agua fresca de la ducha en forma de diminutas gotas que lo perlaban.
Los ojos de Ascensión Pumpido Márquez se iluminaron por un instante ante la visión de Anselmo quien enrojeció súbitamente por un instante también.
Con aquellas dos revelaciones seguidas, alguien con menos aplomo que el ex carcelario se hubiera impresionado, pero para él, por lo que respecta a la primera, lo tuvo claro desde que entró en la casa. Margot, a la que había frecuentado hacía apenas un año, le había hablado con profusión de su familia y la P. con que firmaba sus cuadros no podía representar otra cosa que un apellido y ese podía ser y era Pumpido.
Completó el puzle con otras piezas y fue atando cabos, entre los que no era el más insignificante el retrato de Margot (algo más joven, pero la misma indiscutiblemente) que pendía sobre una pared. La segunda la metió en el saco del azar en el que existía, para Ciempasos, un apartado con el nombre de coincidencias con dos subapartados: casualidades y misterios, no estando estos, si bien es verdad, bien delimitados.
Por eso no se inmutó ni lo más mínimo cuando fue inquirido por el magnate y primero de decirle que no sabía de su paradero actual, relató una larga historia que empezó así.
“Empezó a caer una llovizna insignificante que poco a poco se fue acrecentando. Recordé vagamente que había invitado a una chica, quizá fuese enfermera, a dormir bajo techado en mi casa. Pasó el tiempo mientras lloviznaba y de repente me di cuenta de que estaba solo en medio de aquel marasmo de gente que transitaba la plaza de arriba a abajo y viceversa en manadas de cinco, seis, acaso siete. Sostenía en mi mano un vaso vacío que había estado lleno de una bebida dulzona, con licor de café como uno de los principales ingredientes, y lo dejé caer al suelo. El plástico se dejó arrastrar por una ventisca tenue y por el agua. Estaba de pie, prácticamente inmóvil y como sonámbulo. Por espacio de dos o tres horas había perdido la noción del tiempo. El alcohol me había robado dos o tres horas de mi vida y el agua resbalaba sobre mi chaqueta de cuero, empapando poco a poco pero eficazmente el pantalón. No me sentía especialmente mal. No tenía ningún motivo para ello. Pero me contemplé solo, borracho y me sentía más que nada un poco ridículo. Pensé: al fin y al cabo es la tradición beber esta noche hasta no poder más. Era Semana Santa de un año que si en aquel momento me hubieran preguntado no hubiera sabido decir.
Una desconocida se me acercó y me estiró de la manga al tiempo que me decía que la siguiera. Nos adentramos entre aquellas callejas centenarias y cruzamos bajo un pasaje, la oquedad que dejaba una casa construida encima. No se veía nadie y me desasió. En silencio caminamos un último trecho y empezamos a andar por un puente en el que el firme eran unas tablillas de madera que se movían sospechosamente. La oscuridad más absoluta lo rodeaba todo y el viento cargado de lluvia nos sacudía silbando fantasmagóricamente entre aquella cuenca rocosa que formaba una especie de hoz gigante. El espectáculo, en verdad, era sobrecogedor y yo nunca había sentido nunca tan…grandioso.
Nos besamos en la negra noche, con las bocas empapadas de agua fresca y ambos pensamos que teníamos abrazados a alguien que sería importante en nuestras vidas. Te sientes mejor, me preguntó.
- Creo que podría estar así siempre.
- Yo estoy siempre así.
Ella iba vestida con ropa muy ligera. Me quité la cazadora y la eché sobre los hombros de Margot que adquirió una apariencia extraña vestida con aquella indumentaria contradictoria: un vestido negro, elegante como de fiesta, de terciopelo u otro tejido similar y la desventrada cazadora, con algún parche que otro ornamentada a la vez que reparada, zapatos negros de tacón, como seis o siete centímetros, y la cabellera rubia, rizada, larga, en contraste con la oscura noche y con el negro vestido, resplandeciente, no obstante, por efecto de no se sabe qué destellos entre aquel gran “negror”. Pasó el tiempo y en la lejanía, al otro lado de la ciudad, que desde allí se divisaba, fueron despuntando los primeros rayos de luz de una mañana neblinosa, fría y limpia del mes de abril de un año que recordé: ochenta y tres. Año en que se empezó a quebrar la apacibilidad con que hasta entonces había discurrido- transcurrido mi vida. Año en que alguno después pensaría que me empecé a hacer mayor.
- Me gusta tu vestido. Te hace parecer una de esas mujeres de las películas americanas de los cincuenta, tipo Doris Day o así.
- Tú, en cambio, pareces una fotocopia de ti mismo.
Será por los calcetines, atajé deslumbrado por lo de la fotocopia.
Y es que era verdad: con el pelo más corto y unos pocos años más hubiese podido hacer pareja con cualquier Grant o Cooper al uso. Era de ese tipo de mujer, todo curvas, cintura estrecha y busto mediano pero empinado hacia arriba. Sólo le habría faltado recoger su dorado cabello para poder ser heroína de cualquier película de Don Alfredo.
Y se fueron deshaciendo las brumas etílicas que me tenían atenazado de pensamiento y acción.

Toro a la brasa para desayunar.
Entonces la rubia que me había camelado, me coge de nuevo el brazo- ahora por la manga de la camisa, pues la chupa la portaba ella sobre los hombros y ni que decir tiene que le quedaba de una horteridad elegante: a las chicas bonitas casi todo o todo les sienta bien- y me arrastró de nuevo a la plaza. Era de día y los primeros madrugadores hacía acto de presencia en concurrencia con los últimos trasnochadores que presurosos se batían en retirada contra no se sabe qué oscuros fantasmas diurnos, herido su mirar por los primeros rayos de luz. Nosotros, aunque pertenecíamos a esta última categoría, por las energías de que daba muestra la chica, nos colamos de rondón en la primera categoría. Yo, como que confiaba en ella, me dejé llevar. Afortunadamente la guacha oyó cómo se quejaba lastimeramente mi estómago, por lo que pasamos a una casa de comidas que por allí había: casa Nicolás, rezaba el cartel.
Nos fue aconsejada la carne de toro a la brasa. Ambos dimos muestra de comportamiento generoso ante la mesa: dos trozos grandes del bravo animal fueron presa de nuestro veraz apetito. Me veo obligado a contar cómo su hija de usted devoró como un carretero hambrón la vianda. Acompañó el festín un vino de la rivera del Duero que, dicho sea de paso, me produjo un ligero y embriagante mareíllo. Dichos efluvios mudaron mi comportamiento, de circunspecto que había sido en otro bien diferente en el que no faltaron extravagancias, pendencias y procacidades. Baste decir ejemplificando que pellizqué en el culo a cuanta camarera acertó a pasar por allí e hice truculencias por el estilo ante la complicidad de mi raptora que me animaba con sus risitas de aliento- así lo interpretaba yo- a proseguir con todo aquel cúmulo de desfachateces y de despropósitos.
Caminamos cogidos del brazo y éramos la admiración y envidia de cuanto paisano se topaba con nosotros, por las caras que ponían, de tan lozanos y juveniles que se nos veía. Uno chasqueó la lengua y mirando las caderas de su hija y hermana respectivamente, dijo, en un esbozo de sonido gutural: cordera.
Pasamos por indicación de ella a un museo.
- Lo he pintado yo. Vale quinientas mil pesetas.
En el cuadro se veía un hombre fumando con las manos en los bolsillos. Vestía de gabardina y sobre la cabellera que se adivinaba gris aparecía un desdibujado sombrero. Por el ambiente debía ser una mañana fría y brumosa de cualquier mes invernal. En el extremo inferior, lo decía bien claro: Margot P. 1982. Bajo el cuadro y sobre un soporte plateado, el título: paseo en invierno.
Y así fue cómo Margot P., pintora, estudiante de Bellas Artes, conversadora interesante e infatigable, bonita como pocas, caminaba calle abajo con un vestido de “celofán” aquella mañana fría con sol despidiéndose con un tenue adiós, y de la misma forma que apareció temí que desapareciese para siempre: soltándome de la manga, desasiéndose definitivamente de mi corazón.
De repente me sorprendí a mí mismo torciendo la esquina, camino de mi casa de alquiler. Me acababan de llenar de alegría y fui consciente casi desde el principio del asunto. El juguete se había ido por sus propios pies: la tecnología mata al/el amor. Pero recordé sus palabras y ella dijo: hasta que nos veamos por ahí.
Llegué a mi casa y se empezaban a levantar; me metí en mi habitación y vi a Isidro Martínez, del que habrá mejor ocasión de hablar, durmiendo a pierna suelta, como resto de un naufragio, arrojado por la vorágine de las revoloteadas olas/ sábanas de catre/canoa improvisada bajo los efectos de una leve marejadilla de alcohol.
Le dije- recuerdo-: no me fumes mariguana aquí que luego tengo sueños raros.

Margot, la chica más guapa de toda la ciudad.
Rubia con medias de seda negra; cazadora de cuero con una llave de consigna entre el forro; un hombre que nos sigue en la oscuridad, un vino con simientes de “dondiego” dentro; un beso falso que parecía de verdad; la chica más bonita de la ciudad y la que más miente u oculta. Por qué.
Todas estas dudas circulaban por mi cabeza poco antes de arrojarme en los brazos de Morfeo, con la sospecha de que una de las primeras visitas que tendría sería la de su hija de usted, su sospechosa hija, diría mejor, a reclamar un llavín que por la forma sería de consigna de alguna estación. A saber qué secretos guardara el referido.
Soñé que hacía el amor…bueno, esto mejor lo omito”.
- Cuéntelo todo, por favor.
“Soñé que hacía el amor con la hija de usted y…algunos sueños se hacen realidad. Hete aquí que en lo mejor del sueño sonó la sacudida eléctrica del timbre. Cuando me quise dar cuenta la tenía en mi habitación preguntándome por la calidad de mis sueños y unos instantes después me ahorcajaba con ambas piernas; la estrecha y elástica falda remangada hasta la cintura y moviéndose acompasadamente como quien cabalga en el vacío, lamentablemente. Cómo le voy a explicar a usted cómo eran sus muslos, siendo el padre. Cómo explicarle la contundencia y lustre de aquellas piernas canelas. Recogió también sobre la cintura la parte de arriba del elástico vestido rojo y mostró pujantes y saltarines aquellos dos jilgueros cantarines que eran sus pechos.
Sonó otra vez el timbre y nos sobresaltamos. Nos vestimos rápidamente. Nos despachamos una tortilla de patatas que hice yo y una ensalada de tomate y pepino, con cebolla, vinagre, aceite y sal, que confeccionó su hija. La princesa rubia- yo la llamaba así- bajó al bar de la esquina a por un litro de vino a granel, mientras yo estaba pelando la patata.
Comiendo recuerdo que dije: siempre seré partidario del vino sin aditivos extraños. Ella se dio cuenta de que tendría que responder a algunas preguntas y atajó: si lo dices por el ácido fue una broma que te quise gastar. Sueles gastar bromas así, inquirí entre preguntando y afirmando.
- Sí, soy así.
Usted sabrá perdonarme pero cuando escuché tal desenfado en su voz y maneras no me pude contener: le di una extraña bofetada con los nudillos en plena boca. Ella se secó la sangrante boca- el labio estaba roto- con un pañuelo que sacó del bolso grande que llevaba.
Eres un animal, dijo, pero con inequívoca muestra de admiración. Durante la noche me había estado utilizando y empezaba a recibir su merecido. Había venido con la intención de recuperar la llave y olvidarse definitivamente de aquel tonto que se había dejado utilizar de forma tan fácil. La escena de la cama no había dejado de ser eso, una escena, otra escena más.
Entonces la besé con cierta violencia, mordiendo los gordezuelos y ensangrentados labios de la chica que respiraba agitadamente, pugnando por zafarse de mis embates. La solté y entonces fue ella quien me apretó contra su pecho. La sangre goteaba sobre mi camisa dándole a la imagen una gran fuerza expresiva. Y nos fundimos en un largo beso de sangre, sudor y saliva, no sin mantener la guardia en su puesto.
- Quieres la llave, verdad.
- Sí, vine por eso.
- Me gusta tu sinceridad. Sigue así. Por qué nos seguían anoche.
- No noté nada: debió ser algún pervertido.
- Tú lo notaste incluso antes de sacarme a mí del abismo. Por eso me dijiste que te siguiera; para despistarlo y me besaste para que pareciéramos una pareja normal: siendo besarse bastante común entre las parejas. Di.
- Te repito que no noté nada extraño. Si te dije que me siguieras, fue porque te vi solo y apagado. Dabas lástima.
- Claro y porque te daba lástima fue que me besaste también.
- Sí, así fue, en efecto.
- Curiosa costumbre la tuya. Presiento que estás metida en un lío de los de no te menees. Allá tú. Tu llave, ten.
- Está bien: alguien nos seguía pero no sé por qué. Cuando te vi, venía de una exposición…
- ¿Y?
- …se exponía un cuadro mío. Unos individuos que me encontré allí, bastante siniestros y como fotocopias el uno del otro, tras ver mi cuadro, me dijeron que me compraría todas mis pinturas por medio millón cada una. Les pregunté por la trampa y me contaron que no había tal cosa y que la única obligación que tenía era entregar los cuadros en un cajón de consigna y enviar la llave a un apartado postal. Pasada una semana recibiría la misma llave y encontraría el dinero en ese mismo cajón. La segunda obligación era mantener absoluta reserva, respecto de la cual acabas de asistir a su incumplimiento.
- Y el lisérgico, qué. Pajarita.
- Ya sabes cómo somos los artistas: lo tomo de vez cuando en pequeñas dosis, para potenciar mi capacidad perceptiva. Se me ocurrió echarte en el vino y…lo demás ya lo sabes.
- Quién crees que podría ser el que nos seguía.
- Te lo juro que no lo sé. Podría ser cualquiera del gremio del arte, deseoso de conseguir mis favores: tengo muchos admiradores. Seguramente me vio salir de la exposición y me siguió. Entonces te vi, en mitad de la plaza, paralizado como auscultando el tiempo y aquello me gustó. Lo del beso fue absolutamente natural. Reconozco que estaba un poco asustada por el tipo que nos seguía, por lo que en parte también lo hice para que perdiera cualquier ilusión que se hubiera forjado.
- Y vas y te arrojas en mis brazos, los de otro desconocido.
- Me inspirarías confianza. Yo qué sé. No había más que verte en medio de la plaza, solo, empapado, mirando de vez en cuando al cielo como tratando de adivinar si escamparía o no. Imaginé que estabas esperando a una chica que no había llegado, que posiblemente no llegara nunca. Por eso fu y te rescaté. Cómo lo ves.
Estupendo, dije, y cogí el pañuelo maltrecho por la sangre y lo llevé a la cocina. Lo empapé en agua y lo apliqué lentamente sobre el labio lastimado y limpié la sangre ya coagulada. Sellé la operación de limpieza con una caricia en el mentón y un suave beso sobre el labio inferior. Esto es todo lo importante que sé de su hija. Incluso con más profusión de detalles de los que a usted le interesan y con escabrosos episodios que quizá hubiera hecho mejor en callar”.
- No se preocupe. Tiene una misión que cumplir: busque a mi hija: es la persona indicada. Veo que es usted perspicaz. Sospechaba con razón: no se da nada por nada.
- Lo haría gratis, si mi precaria situación económica no me lo desaconsejara…Creo que se hará cargo.
Y expidió un cheque a mi nombre por doscientas mil pesetas mientras Ascen, la hermana pequeña, miraba atónita lo que allí se estaba tratando.
Y salí de aquella casa con una responsabilidad, una misión que cumplir, acompañado por Ascensión sobre la que me abalancé en cuanto tuve ocasión y con tan mala fortuna que un mastín que debió considerar a su ama víctima de una agresión estuvo a punto de hacer presa en mí( si no hubiese sido porque la muchacha mediara y se apaciguase el gigantesco animal, recriminándole la acción y adoptando aquél una actitud humilde, encogiendo las orejas, expresando con la mirada el más sincero de los arrepentimientos). Salí, no obstante el apercibimiento, tras Ascen que se dirigía a través de un estrecho sendero de piedra hacia una piscina de aguas claras. Se desprendió del albornoz. Se desprendió del albornoz y mostró su bello cuerpo en todo su esplendor. Se echó sobre una tumbona y me pidió tabaco y fuego. Esta vez lo encendió correctamente.
- Quiero que sepas que lo de anoche fue un espejismo.
- Qué fue lo de anoche.
La levanté tirando de una mano y cuando la tuve a mi altura la besé en sus labios, soltándola repentinamente.
Giré sobre mis talones y le dije que hasta la tarde.
Se debió ofende pues llamó a sultán y me lo atusó. Salí por pies, perdiendo en ello compostura, dignidad y todo crédito, pero aún acerté a coger una piedra y se la lancé a Ascensión. No le tiré a dar. Desaparecí de escena. Pensé que efectivamente el último trotecillo que me había dado no estaba en consonancia con mi comportamiento anterior pero que lo de la piedra constituía un elemento inesperado que había lavado mi imagen. El que no se consuela es porque no quiere, pensé.

Addenda: donde se esclarecen y/u oscurecen algunos cabos sueltos.

Pese a –como quedó dicho- que su padre era rico, diversas desavenencias con su familia, principalmente con su padre, el protohombre político y ahora industrial hojalatero Segismundo Pumpido, hacían que la rubia no recibiera asignación monetaria de aquéllos. Sí en especie, pues su madre, que tanto la quería, le mandaba frecuentemente paquetes de comida, que por un tiempo se convirtieron en la única fuente energética de la despampanante Margot cuando yo la conocí.
Juzgaba el padre el comportamiento de la niña como impropio de una chica decente. Baste, ejemplificando, decir, que desde las ropas que llevaba, que la propia confeccionaba, hasta las compañías que frecuentaba, no faltándole en esto razón al padre, eran motivo de disputa en el seno familiar, ocasionando rencillas y los consiguientes rencores.
Cuando yo la conocí no tenía otra fuente de ingresos que la que le proporcionaban sus cuadros o la venta callejera de los mismos cuyo precio oscilaba entre las cinco mil y las cincuenta mil pesetas. No obstante lo baratos que resultaban algunos, yo nunca pude comprarlos, inclinándome más bien a decirle sandeces alusivas a lo rozagante de su cuerpo y lo gratificante que resultaba su visión; es decir: relativas a lo buena que estaba.
Pese a que en el seno de la mía- familia- también eran frecuentes las desavenencias, y aunque no era- la mía- propiamente rica, debía ser yo menos valiente que Margot o mis padres más condescendientes que los suyos pues bendecía como agua de mayo los, siempre insuficientes, giros postales que recibía, que combinados con la beca del ministerio y un apartado de ingresos ilegales obraban milagros.
La noche que me besó no la identifiqué con aquella chiquilla que encontrara los domingos por la tarde en las escaleras del puente viejo montando el tenderete de la venta del arte. Había cambiado los Lewis gastados y con remiendos por el vestido negro de terciopelo; las sandalias por el zapato de tacón y el pelo rubio recogido, por aquella madeja de hilos dorados, rizados y brillantes. Por último: nunca la había visto maquillada. Por todo esto no la identifiqué y me creí entre los brazos de un querubín celestial o, por lo menos, entre los de una artista de cine del Holliwood dorado. En definitiva: en los brazos de la mujer con que todos hemos soñado algún día. Mi sueño se hizo realidad y el mismo día, un poco antes, otro se hizo para ella: la venta de sus cuadros a quinientas mil pesetas la unidad, como quien compra carne de paletilla.
En el fondo Don Segis P. debería haber estado orgulloso de tener una hija tan desenvuelta como aquélla.
Isidro y yo teníamos la recomendable costumbre de comer los domingos de restaurante. No en vano abastecíamos de mariguana y hachís a un no despreciable número de clientes. Ello nos proporcionaba algunos beneficios en consonancia con el riesgo soportado, que si para cualquier empresario más convencional se medía en términos monetarios, para nosotros se traducía en tiempo entre rejas, lo que bien mirado también puede tener su equivalente dinerario. Todo en esta vida lo tiene. Aunque Isidro sostenía que el verdadero amor, si existe, no se puede comprar ni vender- como la copla- pero que en la mayoría de los casos-aseveraba- nos encontramos con auténticas transacciones comerciales. En y con estas cavilaciones o parecidas salíamos del mesón del socialista dirigiéndonos ociosos hacia la parte vieja de la ciudad, a ver a la rubia las más de las veces.
Invariablemente nos encontrábamos con ella montando el quiosquillo y, ritualmente ella, mercantilista, decía: ya llegan los mecenas de la pintura y demás arte.
Mirábamos y remirábamos y ninguno nos parecía en nuestra ignorancia con una buena relación calidad-precio. Un día se obró el milagro e Isidro se encaprichó de un retrato femenino de la propia chica a cinco mil pesetas.
Andando despacio hacia el puente, orgulloso de su adquisición, me dijo: será como tener un trozo de sol dentro de la habitación. Y desde entonces hubo dos soles: el de verdad, que entraba por la ventana y el otro, que expandía sus rayos por una ventana pequeña, rectangular, que estaba colocada a modo de niño Jesús sobre la cama de mi colega.

*************

Cuando estábamos comiendo en mi casa, después de lo de la sangre y el beso, o mientras tanto, vino Isidro con unos pasteles- él era así- que se le cayeron al suelo de la impresión. Sorprendido, más que yo, de que fuera ella, de que estuviera allí y de que hubiera cambiado tanto.
Al principio no entendía yo nada. Cuando la miré sólo dije: podías haber empezado anoche por ahí.
Sí, respondió.


Fin.



Texto agregado el 23-12-2013, y leído por 148 visitantes. (0 votos)


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