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Nadie sabía que Santoclós se recluía nueve meses en un pueblo de la sierra lacandona antes de convertirse en el gordo goloso y barbón que repartía dones espirituales en la Navidad.

Durante ese tiempo de retiro, Santoclós pasaba por leñador gracias a los andrajos en los que metía su cuerpo de luchador de sumo; todo rubricado con la barba rala y los cabellos cortados a rape, además del gesto huraño ajeno al de felicidad pueril que mostraba durante diciembre.

Precisamente fue una mañana previa al inicio de octubre cuando Santoclós se levantó malhumorado, pues al día siguiente debería asumir su naturaleza élfica al ser conducido por una cofradía de ángeles sudorosos y flacos al infame polo norte, donde soportaría durante noventa días con sus noches el deambular lerdo de los osos y los escarceos de las focas, mientras le crecía la barba y el cabello hasta la noche del 24, en que debería reír Jo jo jo jo como memo en mitad de un témpano de hielo desde el que lanzaría sus vibraciones de alegría hacia las auras de unos ángeles apurados encargados de dispersarlas en el mundo.

Así pues, Santoclós se despertó a la mala, y se dirigió a orinar quitándose con la babucha a Nabucodonosor, un perrillo gordo que daba brincos como conejo soltando lengüetazos. Llegó al árbol que marcaba el linde de su cabaña y se irguió con desgano soltando el chorro sobre la corteza.

Luego regresó a su cubil y se preparó un plato de frijoles con chicharrón, recordando de paso al rarámuri que le llevaba la comida cada inicio de semana luego de recorrer la sierra con sus pies correosos, plantándose ante él con el rostro magro y acezante digno de Tezcatlipoca.

Santoclós engulló su comida rumiándola con garbo bovino, en tanto evocaba a Eufrosina, la joven que acudía a su cabaña cada mes para calentar su camastro gracias a los buenos oficios de una alcahueta a la que Santoclós pagaba con alguna de las monedas de oro que desenterrara tiempo atrás en una hacienda abandonada.

“¡Chingada madre! ¡Cómo se me antoja una buena mamada tan siquiera!”, pensó Santoclós al vislumbrar la idea de sus próximos 3 meses de celibato. Luego se puso de pie y salió a sujetar al vuelo a Nabucodonosor, escrutando sus ojos como chispas de chocolate, para luego meterlo bajo su brazo en lo que contemplaba el bosque inmenso ante sus ojos resignados: “Ni modo, hermanito. ¿Qué le vamos a hacer?”, le dijo al perrito, que batallaba con todas sus patas para zafarse.

Texto agregado el 24-12-2013, y leído por 258 visitantes. (4 votos)


Lectores Opinan
27-12-2013 gracias por el cuento, contextualizado en buena forma.- fafner
26-12-2013 Cierto, un santaclós humano y con filias extravagantes. In placer pasar por tus letras. un abrazo. umbrio
25-12-2013 Diferente. Saludos. Azel
25-12-2013 ¡¡¡Gracias Dios miooooo !!!, por fin un santa humano y de carne y hueso... ji ji ji, fijate que pense en los rarámuri antes de que los mencionaras... ya sabes que se la pasan coriiendo todo el tiempo y me encanta el ejercicio. Cinco aullidos para el panzón yar
24-12-2013 Sospechaba la naturaleza desordenada de santacló. Sólo hay que verlo con su abultada panza y el vestir tan descuidado. Rentass
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