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Cuando llegamos a la ciudad todo hacía pensar que aquel alejamiento no podía sino redundar en nuestra aproximación, por aquello de empezar a vivir por primera vez desde el principio de la relación en la misma población. No sé si desafortunadamente o todo lo contrario una orden ministerial y su consecuencia de plaza de interina para ella volvió a hacer dispares nuestras localidades de residencia y en esta ocasión de manera definitiva pareciera, con toda su secuela de alienación para mí. Luego se casó y es ahora, veinte años después, cuando me entero de que, separada de su marido y con un niño varón, vuelve a la ciudad en la que me dejara anclado- con toda la carga simbólica- cuatro lustros ha. Siempre se regresa al lugar del crimen, fue mi explicación inicial. Sin poderme sustraer a la vanidad pensé si no quedaría algún rescoldo del amor primero, atizado por cualquier brizna de esas que suelen socorrer con los años cuando se descubre que no es todo mantenencia, imaginándola audaz- con la pátina que da el tiempo a los primeros recuerdos- y valiente, abriéndose paso en la vida a empellones contra todo lo que se opusiera a la expresión de su autenticidad.
No es la ciudad lo suficientemente grande- como sabe quien haya aquí vivido- para hacer impensable el encuentro casual y fugaz. También he de decir que no hizo falta mucho para, si no olvidar su posibilidad (la del encuentro), sí atenuar sus previsibles efectos. Vagaba los días entonces con el entusiasmo escaso de quien vive la vida por inercia sin reparar en demasía en las circunstancias que la habían hecho mohína.
Veinte años no son nada- dice el tango- y no discuto que pueda ser veraz tal afirmación, pero para el caso que ahora me ocupa tal lapso temporal había sido definitivo hasta el punto de haberse apagado toda pasión en su transcurso, al menos por parte de la interfecta como tuve ocasión de vislumbrar a través del cristal de la casa de hamburguesas una segunda tarde. Quiso el destino que nuestros pasos nos juntaran. La calle Platería de esta capital es, por así decir, el centro neurálgico del comercio, a tal fin peatonalizada. Como de costumbre, entraba- con mi inseparable cartera en la que guardaba los catálogos- a cuanta joyería se topara conmigo, en calidad del viajante de comercio en que el destino me había convertido. Su rostro- el de ella-, en un primer momento huidizo, evidenció la incomodidad ante el encuentro. No interpreté en tal sentido su semblante, si no en el de- dejando intacta mi vanidad de conquistador- exasperarle la inoportunidad del encuentro ( y no el encuentro en sí). También sus palabras descarnadas fueron entendidas con esta tendencia flexibilizadora más que en sus justos términos, y así, cuando aludió al temor de verse nuevamente por mí asediada, quise entender que todavía no le era indiferente, con toda la carga afectiva o emocional que el hecho conllevaba. Relajada- no obstante- pensé que sería cuestión de tiempo reanudar la relación suspendida. No aludió para nada a cualquier otra cuestión que expresara coherentemente el posible engorro de haberme encontrado.
Mentiría si dijera que no volví a los pasos andados, y hasta el punto de verme embargado por la ilusión de reanudar un amor que en aquel momento hubiese calificado como ideal. Hice planes con los que compaginar la reencontrada relación con las circunstancias superfluas que habían ido apareciendo desde el abandono. Así, no sabía cómo congeniar el recuperado afecto de la chica con la abnegada novia que esperaba paciente que la constructora tuviera a bien entregarnos el piso con hipoteca para casarnos. Pensé mil y una argucias, que ensayaba y no llevaba a la práctica, con las que enfocar verbalmente la situación; y cuando había resuelto dar carpetazo a la situación por la vía rápida, sucedió otro hecho que lo vino nuevamente todo a desbaratar. A tales efectos “ clarificatorios” cité a Aurora en el restaurante de comida rápida, de esa que dicen basura, en la esquina de las Facultades sin reparar entonces que había sido el lugar en el que hacía dieciocho años que nos conociéramos, y, en medio de toda esa asepsia de envases y bandejas, atisbé a la otra a través del cristal asida al brazo de un señor- que no era su marido, ni su padre, ni hermano- y de la mano de un niño rubio.
Con tristeza pero sin cambiar mi discurso, y aunque tres meses después recibimos la ansiada vivienda e hicimos planes de boda, mientras resbalaba una lágrima por la mejilla y al tiempo que apretaba sus manos, no pude reprimirlo: Aurori… hemos terminado.

Texto agregado el 27-12-2013, y leído por 96 visitantes. (0 votos)


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