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En el reloj de la cocina, las agujas dibujaban una boca agria de ocho y veinte.

—Madre, ¿quieres que lo mate?

Madre se limitó a sollozar amargamente, cubriéndose el rostro amoratado con sus manos arrugadas de anciana prematura. Hijo miró hacia la ventana carcomida. Una nueva noche de invierno caía con su manto espeso y el viento aullaba tenebroso contra el cristal. Notó como la ira surgía en su corazón. Estaba decidido.

—Lo mataré, Madre, mataré a ese hijo de puta.

Una cucaracha recorrió veloz el trecho entre la nevera y la puerta del lavadero. Hijo miró su puño contraído, las venas azules destacándose sobre el brazo tenso.

—Pero ahora no —rumió con un rencor sordo asomando en las palabras—. Mejor luego, cuando duerma.

Acarició suavemente el pelo de Madre:

—Tranquila. Más tarde...

Cogió el cuchillo de trinchar del cajón y abandonó la cocina, subiendo de tres en tres los escalones hasta su cuarto. Se tumbó en la cama y dejó que su vista se perdiera en el cielo raso del techo. Escuchó el murmullo amortiguado del televisor que llegaba desde abajo. Se lo imaginó arrellanado en el sillón, aquella maldita montaña de grasa desparramada en el sillón. Su rostro de cerdo malhumorado, la camiseta blanca con lamparones de sudor y cerveza. Pronto, como cada noche, se quedaría dormido de alcohol. Entonces él bajaría y... Entrelazó los dedos y estiró los brazos hacia arriba, extendiendo los índices hacia la luz pendular de la bombilla.

—Morirás, Padre.

Dejó rodar el tiempo, envuelto en un sopor de duermevela. Imágenes difusas: Madre hace muchos años. Sonriendo. Más joven, feliz. Él saltando por las piedras del río. Un disparo, un aullido. “¡Qué imbécil! Fue a meterse delante de la liebre”. La escopeta humeando. La lengua de Tobi muerta en los colmillos. Mirándolo aquel ojo sin vida, como preguntando. Ahora gritos en el dormitorio de Padre y Madre. Él se tapa los oídos pero el sonido atraviesa la carne de sus manos. El sonido familiar, inconfundible, de unos nudillos golpeando un labio que se parte. Ve el labio de Madre que se parte. La escena se oculta en un rojo de sangre que va bajando viscoso como si lo hiciera sobre un cristal. Es el cristal de la ventana. Es el rojo viscoso que baja por la ventana carcomida. Abre la puerta de la nevera. Sobre un plato de espaguetis pulula un ejército de cucarachas. Coge una y la estruja entre sus dedos. Mira el suelo. Todo el suelo está cubierto de cucarachas. Comienzan a subirle por las piernas. Intenta sacudirlas, las pisa, pero sus zapatos se acaban quedando presos del líquido verdoso de las cucarachas aplastadas. También del techo empiezan a caer. Salen de todas partes: del lavadero, de las ranuras de las alacenas, de las grietas de las paredes. Todo se vuelve un mar de élitros y patas que le reptan por el cuerpo. Quiere gritar, pero su boca está llena de aquel líquido verde y nauseabundo.

En un salto espasmódico se despierta Hijo. Las cucarachas se han ido. Con ellas el viento. Todo está en calma, silencioso. Sólo el ronroneo machacón de la televisión allá en el cuarto de estar. ¡La televisión! Desesperado, busca con la mirada el despertador sobre la mesilla. Suspira. Las diez menos cinco. Allí a los pies de la cama aguarda insensible el cuchillo. Lo aferra con decisión y se aproxima a la puerta. La abre lentamente, y en el click se detiene a escuchar. Nada, sólo la noche. Avanza por el pasillo hasta las escaleras, que baja temblando en cada crujir. Abajo ya, se aproxima cauteloso a la puerta de la que efluye la luz parpadeante del televisor. Ahora le llegan con precisión las voces vomitadas por el altavoz. Es un concurso. Padre debe estar dormido, porque nunca ve los concursos. Eso le afianza un poco el valor e, inconscientemente, agarra con más fuerza el cuchillo. Adelanta la cabeza más allá del quicio. Logra distinguir en la penumbra un brazo seboso cayendo por un costado del sillón; la incipiente calva de la coronilla asomando sobre el respaldo. A cada paso un siglo, se acerca por detrás hasta Padre. Mira un instante la pantalla. El concursante acaba de elegir entre la ventana azul y la ventana verde. A Hijo le parece curioso que no haya una ventana roja. Definitivamente, ha elegido la azul. Surge en la mente de Hijo un pensamiento atroz. La ventana se va a abrir y las trompetas anunciantes del premio gordo sonarán con escándalo. ¡Padre va a despertarse! Tiene que hacerlo ya. ¡Ahora!. Levanta veloz el cuchillo sobre su cabeza, coge un último aire y lanza la cuchillada mortal. De repente, una mano atenaza el descenso de su muñeca. Es Madre. Es la mano arrugada y amada de Madre. Se da la vuelta y afronta aquella cara, aquel labio abultado que ya no sangra.

—No, Hijo, no lo hagas —dice en un susurro.

—Pero Madre...

Toma ella el cuchillo de la mano de Hijo y se coloca entre el televisor y el sillón. Pero nada más, el cuchillo cuelga inerte en la mano de Madre, y ella se limita a mirar a su marido. Va a su lado Hijo y entonces comprende. Ve el plato de espaguetis en el regazo de Padre y comprende:

—Otra cucaracha muerta.

En el reloj del salón, las agujas sonríen macabras en una mueca de diez y diez.

Texto agregado el 26-09-2002, y leído por 589 visitantes. (5 votos)


Lectores Opinan
31-01-2005 Excelente, me tuviste todo el cuento esperando el desenlace. Felicitaciones y van mis 5* jorval
 
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