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Tenía las pestañas más hermosas. Largas, tupidas, coquetas. Sus rizos desordenados, recogidos en un descuidado moño sobre su cabeza, la hacían ver más alta de lo que era. El diminuto vestido de algodón color durazno, contrastaba con la mirada casi perdida de sus profundos ojos negros. Con las manitas en la boca, y el ceño fruncido, ignoraba a los adultos que se le acercaban para contemplarla.

Con sus pies descalzos sobre la arena, se rehusaba a sentarse pese a haber recorrido más de tres kilómetros a pie desde el caserío en el que vivía, hasta llegar a esa playa.

Cada dos o tres semanas, bajo el sol abrasador del caribe, sin agua fresca para tomar, silenciosa seguía los pasos de su mamá. Algunas veces iban a playas más cercanas, pero esta vez, habían recorrido todo el filo del manglar hasta llegar a Punta Seca.

Tulia, enfundada en su vestido pastel, ya tieso por la sal del mar, jamás se quejaba. De pie, con la mirada clavada en algún punto fijo, esperaba en silencio mientras su mamá, peine en mano, separaba las melenas de las turistas, para con paciencia de relojero, dejarlas seccionadas en pequeñas cuadrículas, de las cuales se desprendían largas trencitas, rematadas en la punta con cuentas de colores.

Si la melena llegaba arriba de los hombros, el tejido de cabello podía durar dos horas. Si los sobrepasaba, cinco. Tulia inmóvil y sin dar señales de cansancio, esperaba para, finalizada la tarea, comenzar la caminata de regreso.

Ya en casa, mientras compartían un vaso de jugo de carambolo, veía a su madre contar los billetes y anotar unos números en el cuadernito que guardaba en el pecho. No hablaban del tema, pero Tulia intuía que ya estaban cerca.

Un tremendo aguacero que no cedió en cinco días, se llevó a los turistas antes de tiempo y con ellos se fueron las largas caminatas y esperas. Algo en la forma como su madre revisaba una y otra vez el cuaderno, le arrugó el estomago. Incapaz de llorar, se abrazo a las piernas de su madre, quien colmándola de besos, solo repetía, -Fe Tulita! Recuerda siempre tener fe.

Dos días después, pasó por el pueblo una camioneta repleta de un grupo de chiquillas despelucadas y sonrientes. Iban rumbo a la playa, a festejar por unos días, su grado de colegialas. Al verlas pasar, a Tulia se le iluminó la cara. Una semana después, la misma camioneta se llevaba al alegre grupo, todas ahora con sus melenas cuadriculadas.

La noche de navidad, sobre el piso de tierra de la casa, al lado del dibujo de un árbol de navidad pintado en la pared, una caja mediana, envuelta en colorido papel, era destapada con emoción por la pequeña Tulia, bajo la mirada orgullosa de mamá.

Los primeros rayos de sol del veinticinco de diciembre, hacen brillar la escarcha de la carta escrita por Tulia, en la que en crayola roja se lee: Niño Dios, yo solo te pido poder ver bien.

Texto agregado el 10-01-2014, y leído por 152 visitantes. (3 votos)


Lectores Opinan
22-01-2014 Una mente congruente y una sensibilidad disciplinada se exhiben en un equilibrado, descriptivo y enternecedor relato de manufactura concisa, delicadamente poética. Un deleite su lectura. ***** Pato-Guacalas
11-01-2014 Tulia cobró vida en tu cuento. La transformaste en uno de esos personajes que difícilmente se olvidan pronto. Saludos PenelopePok! biyu
10-01-2014 Oh, por Dios que emotivo relato! Me llegó bastante! En verdad que te luciste! Felicidades! Arenyndriel
 
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