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Siempre me intrigó la famosa abjuración de Galileo, por lo que traté te comprenderla en su contexto.

Presento este híbrido entre ensayo y cuento, consciente de que la cantidad de palabras alejará como crucifijo a los vampiros a quienes suelen leer textos que no pasen de las 100 palabras.

Las fuentes están en la red. Basta teclear los nombres propios en nuestro oráculo llamado Google para acceder a los datos.

GALILEO

Maffeo Barberini podía presumir el título de Papa Urbano VIII sin ser el más amado heredero del báculo de San Pedro. De los sesenta y seis cardenales del Colegio de la Santa Sede, sólo cincuenta y cuatro habían acudido al Cónclave que lo eligió con el apremio de la epidemia de malaria que ya se deslizaba como Serpiente Original hacia Roma.

Urbano VIII se escudó en su parentela quizá por ese sentimiento de vulnerabilidad. A sus sobrinos los nombró cardenales y les dio puestos que ni en sus más descabellados sueños habrían imaginado: Francesco pasó a ser el Director de la Biblioteca Vaticana; Antonio, el camarlengo de las tropas pontificias; y Tadeo, general de las tropas papales.

Con el amurallamiento de su familia, Urbano fortificó sus territorios, fabricó armas en Tívoli y baluartes en Sant’Angelo y Civitavecchia; prohibió las aureolas en las representaciones de los mártires no beatificados, y convulsionó a tal grado a su rebaño, que al poco tiempo llegó a sus castos oídos una frase que aludía a la asunción de las atribuciones de los bárbaros por parte de los Barberini: “Quod non fecerunt barbari, fecerunt Barberini”.

Sentado como estaba con el porte de un mandarín chino y un libro en el regazo, Urbano VIII pensó que no le importaba el juicio de la plebe mientras se mantuviera sometida a su poder; pero lo que no toleraría y de hecho lo tenía con el barbudo rostro crispado de enojo, era la deslealtad de alguien a quien considerara su amigo.

Acababa de leer el “Dialogo sopra i due Massimi sistema del mondo” de Galileo. Todavía resonaban en su cabeza las frases lapidarias con las que uno de los tres personajes, Filipo Salviati, imponía sus concepciones copernicanas sobre el veneciano ilustrado Giovanni Francesco y el lastimoso defensor aristotélico Simplicio.

Era cierto que él le había sugerido años atrás a Galileo la escritura de la obra; pero lo que pedía era una exposición objetiva de las concepciones geocéntricas y heliocéntricas del universo, y no un descarado planfleto erudito a favor del sesgo parasitario de la Tierra en dócil decurso alrededor del Sol.

Y lo peor de todo era que al tal Simplicius sólo le faltaba la tiara y el anillo cardenalicio para ser su alter ego… De cualquier enemigo podía esperar eso, hasta de Odoardo Farnesio, duque a quien había excomulgado; pero no de Galileo, al cual brindó su apoyo para que ingresara al Colegio Pontifical de Roma y a la Academia de los Linces, regalándole así una fuente digna de ingresos ante su precaria situación… Galileo, a quien incluso escribió la “Adulatio Perniciosa” como muestra de admiración.

Si algo no podía tolerar Urbano VIII era la socavación de su autoridad y la burla. A él no le pasaría lo mismo que al obtuso Pablo V… En un arrebato de indignación, su puño levantado cayó sobre el brazo del reclinatorio y con la diestra sujetó una campanita con la que llamó a uno de sus sirvientes para darle un encargo: Bellarmini se pondría feliz con su nueva misión.


Roberto Francesco Romolo Bellarmini no alcanzaría en vida el trono de San Pedro, pero sí la santidad al morir, luego de que hubiera integrado parte del selecto gremio de los treinta y tres doctores de la Iglesia.

Era sobrino del fallecido papa Marcellus II y conocía de memoria todo Virgilio y varios de los clásicos griegos. Estaba convencido de que si algo había digno de proteger con uñas y dientes era la supremacía de la Iglesia, la única capaz de mantener el orden entre los fieles lacerados por instintos elementales.

Sin embargo Bellarmini no era conocido por sus virtudes intelectuales, ni por su destreza en las discusiones escolásticas o su dominio de la obra aristotélica, sino por ser la cabeza de la Inquisición y haber conducido a Giordano Bruno al martirio y a la purificación en la hoguera, siguiendo a la letra el mandato bíblico de no derramar la sangre de un semejante.

Filippo o Giordano Bruno, el renegado dominico y después luterano que se había refugiado en el convento de Santa María la Minerva acusado de arrojar al Tíber a un hermano de su orden, había publicado “De Umbris Idearium”, donde decía que se debía buscar a Dios por medio de la sabiduría, que el Sol era más grande que la Tierra, que la filosofía no es un “ancilla fidel” o apéndice de la religión, según Santo Tomás; que Dios no es personal ni creador, sino una Mens Virgiliana que agita la materia, que el universo es un todo inmóvil con mundos infinitos…

Incluso Giordano Bruno había llegado al extremo de adherirse a la aritmología de Agripa y a una magia que creía en unos demonios arrojapiedras. Como si no bastara, se burlaba de Copérnico y su dejadez, y proponía pléyades de seres de la Luna y de Marte infestando un universo esférico no creado ex nihil.

Si alguna cosa le faltaba a Bruno para ser condenado a la hoguera, ya se había encargado Bellarmini de inventársela.

Fue Bellarmini quien lo mantuvo encerrado por años, hasta el momento en que Clemente VIII lo condenó a la hoguera acusado de herético, impenitente y pertinaz, ordenándole al inquisidor el cumplir con su tarea, cosa que el oscuro Bellarmini no realizó con golpes de pecho y congoja en su espíritu.

De modo que cuando Bellarmini recibió la autorización papal para proceder contra el soberbio Galileo Galilei, no se tocó el corazón en idear la manera de orillarlo a la vergüenza y de ser posible al tormento. Si en el plano intelectual y científico el inventor lo había superado, no lo haría en los terrenos de la fe, donde Bellarmini era un calado cancerbero.


Galileo estaba consciente de que la moderación con la que había sido tratado desde el año anterior en el que Bellarmini lo requiriera en Roma para ser interrogado sólo podía obedecer a una razón: la clemencia de quien fuera su admirador y amigo, Maffeo Barberini.

Pero si hasta la paciencia del Señor tendría un límite en el ocaso de los tiempos y en el Juicio Final, con más razón la tolerancia del papa llegaba a su borde. Así que Urbano VIII le ordenó que se presentara ante la Inquisición y se sometiera a su enemigo Bellarmini y sus esbirros.

Así que viejo y enfermo, con los ojos más débiles que péndulos de telaraña, a Galileo no le quedó más remedio que acudir varias veces ante el Santo Oficio. Y ahora iba por última ocasión, a doblegarse al fin. Pareciera como si al implacable reumatismo enquistado en sus articulaciones se sumara la muralla de odio que ya lo cercaba.

Lo habían mandado traer con dos guardias, cual si temieran que a sus setenta años pretendiera escapar, como en su momento lo hiciera el infeliz Giordano Bruno. De modo que sus custodios debían ir a su paso en lo que él entraba en el atrio del convento de Santa María Della Minerva y cruzaba el área donde mucho tiempo después se plantaría la escultura de un elefante con todo y obelisco.

Al trasponer el portón, Galileo recorrió con serenidad la nave custodiada por veinte capillas esplendorosamente adornadas con cuadros y esculturas de los artistas más importantes de la Cristiandad.

Levantó la vista y observó las cúpulas pintadas de azul intenso con multitud de ángeles y santos como si se tratara del mismo cielo y sus cortes divinas.

Pero sólo era un decir, pues ya lo esperaba Bellarmini y los demás cardenales del Santo Oficio, de quienes no dejaba de pensar que si tanto exaltaban la incorruptibilidad, más les hubiera valido sucumbir ante la furia de Medusa para alcanzar al fin la perfección granítica de la roca.

Los guardias se detuvieron ante la puerta de la Sacristía que Galileo traspuso solo. Ya lo aguardaban sus verdugos, sombríos como aves carroñeras, erguidos cual dignos heraldos del infierno del Dante; lugar sobre cuyas dimensiones y formas Galileo hablara en su juventud ante la Academia Florentina.

Sin más preámbulos, Bellarmini besó un crucifijo de oro, apoyó su mano venosa en los evangelios y levantó un pliego que leyó expulsando su voz meliflua que desentonaba con la rudeza de sus rasgos de buitre: “… Por cuanto tú, Galileo, hijo del difunto Vincenzo Galilei de Florencia, de setenta años de edad, fuiste denunciado en 1615 a este Santo Oficio por sostener como verdadera una falsa doctrina…”

Mientras Bellarmini salmodiaba teatralmente para formalizar el simple hecho de una abjuración, Galileo cerró los ojos y escapó en sus recuerdos de ese sitio que olía a azufre.

Evocó muchos años atrás cuando su padre Vincenzo lo conducía del brazo luego de sacarlo del Convento de Santa María de Vallambrosa en Florencia debido a una enfermedad de sus ojos.


Por aquellos años Vincenzo Galilei había sido un virtuoso del laúd, discípulo del teórico musical de Venecia Gioseffo Zarlino. Sabía de música griega y no temía incursionar en las disonancias puntuales y las suspensiones en los cantos sagrados. También había estudiado las vibraciones de las cuerdas y los misterios de las columnas de aire.

Fue Vincenzo quien presentó a Galileo con el maestro Ostilio Ricci, discípulo de Niccolo Fontana Tartaglia.

Por él sabía Galileo de aquel cuyas obras “Tratato di numeri et misure” y “Questi et invenzioni diverse” sabía de memoria: Tartaglia había quedado tartamudo de niño, cuando atestiguó la toma de su natal Brescia por Gastón de Foix, lo cual no le impidió confrontar al matemático Del Fiore, el pupilo de Scipione del Ferro.

Aunque Del Fiore dominaba el enigma de las ecuaciones cúbicas, no estaba preparado para la invención de las ecuaciones de tercer grado que hizo Tartaglia. Cuando Galileo tenía apenas seis años, Tartaglia ya había publicado su “Ars Magna”, donde hablaba de la fórmula para el cálculo del volumen del tetraedro.

Con el paso del tiempo Galileo no se quedaría atrás, y tendría una revelación ante el andar torpe de una carreta. De modo que al llegar a su cubil trazó sobre unas hojas desperdigadas una línea que avanzaba formando olas. Se trataba de la cicloide, la curva que describe un punto fijo en una rueda que gira en un plano cualquiera. Ésta se convertiría en la manzana de la discordia de los matemáticos, y cargaría en sí los enigmas de la curva Braquistocrona y del tautocrono o cicloide invertida.

Galileo además estaba fascinado por los misterios del imán. Le sorprendía tener en su palma un fragmento de materia poseedor de una fuerza intrínseca restringida por sus polos magnéticos que resguardaban las líneas de fuerza.

Pero todo eso había sido una mera preparación para sus reales descubrimientos. Una tarde su alumno Jacques Badovere le informó de un invento de los holandeses Jacobo Metius y Hans Lipperthey, que consistía en unos lentes cóncavos y convexos aprisionados en un tubo que permitía ver cerca las cosas lejanas. En ese momento Galileo se alegró de disponer de tiempo suficiente luego de terminar los cursos que le daba a Cosimo de Médicis, el futuro señor de Toscana y su protector, así que se dedicó por completo a crear su propio telescopio.

Luego de semanas consiguió un artilugio capaz de duplicar la resolución de la pieza de los holandeses, y que no deformaba las imágenes gracias a un vidrio divergente.

Siguió trabajando en su invento hasta obtener uno de tal calidad que no dudó en impresionar con él a la sociedad veneciana en la cima del Campanile de la plaza de San Marco. Se trataba en realidad de un artefacto de un metro y medio con cristales verdosos por el hierro y llenos de burbujas que sólo permitían ver una cuarta parte de la luna, pero que impresionaron a todos sus invitados.

Lo que siguió fue una serie de noches en vela escrutando los misterios de la bóveda estrellada. Fue en la Luna donde Galileo observó un área difusa de penumbra conformada de luz y oscuridad. Se llevó la mano a la cabeza y le llegó una frase de Aristóteles sobre la perfección de las esferas.

El estagirita en efecto había postulado un universo de cuerpos celestes conformados por un quinto elemento “que siempre corre”, o éter. Lo consideraba un material sutil, óptimo, incorruptible y eterno. También decía que los planetas y las estrellas estaban sujetos a esferas de éter impulsadas por motores inmóviles, todo con base en las esferas homocéntricas de Eudoxio.

De ahí a dividir el universo en el mundo sublunar o impuro y el supralunar de esferas perfectas fijas a movimientos circulares inmutables no había más que un paso.

Pero lo que aparecía ante Galileo era una zona turbia donde incluso se adivinaban montañas, misma a la que nombró Terminador. Por más imaginación que tuviera, Galileo no pudo representarse las cordilleras de cristal que hubiera propuesto el ateniense.

Galileo constató después un elemento más que lo iría acercando a las ideas de Copérnico. Un astro en la cuenca parecía haber estallado. Lo que estaba viendo Galileo confirmaba que el universo no era estático. Se trataba ni más ni menos que de la muerte de una estrella, misma que consignó en su “Dialogo de Cecco di Ronchitti in perpuosito de la Stella Nuova”. Lo mismo registraría Kepler en Germania en su obra “De Stella nova in pede Serpentarii”.

De hecho, Galileo había tenido más coincidencias con Kepler, de quien ya había leído a los 32 años su “Misterium Cosmographicum”, donde celebraba la sabiduría y elegancia de Dios. Kepler había asumido como un secreto insondable el designio divino de permitir que los planetas se movieran en órbitas elípticas y no de perfección circular. Más tarde publicaría su “Astronomia Nova” con las leyes que hacían honor a la figura geométrica consignada por Apolonio de Pérgamo en Alejandría: la elipse.

Kepler afirmaba tres cosas: Los planetas tienen una órbita elíptica con el Sol en uno de sus focos; barren áreas iguales en tiempos idénticos, y el cuadrado de sus periodos es proporcional al cubo de su distancia al Sol.

Galileo también había congeniado con Francis Bacon, barón de Verulam y vizconde de San Albano. Bacon decía que el conocimiento debe ser fruto de la experiencia. Pedía abandonar los “eidola” o ideas preconcebidas y prejuicios para encarar los hechos concretos, de modo que echaba por la borda los eidola tribu, especus, fori y teatri, referidos a “prejuicios de la especie, particulares, dependientes del lenguaje y de la tradición”.

Sin embargo nada de todo lo experimentado había preparado a Galileo para su descubrimiento de las cuatro estrellas que giraban en torno a Júpiter. Se dio cuenta de que al ser satélites del planeta echaban a la basura la noción de la Tierra como eje del cosmos. Los nombró Calixto, Io, Europa y Ganímedes, y los consignó como estrellas mediceas o “Medicea Sidera” para ganarse la voluntad de su protector Cosimo II de Médicis.

Habría de plasmar su descubrimiento junto con sus asertos sobre las manchas solares “imperfectas” en El Mensajero de las Estrellas o “Sidereus Nuncius”, su obra fundamental. Allí expondría también su escudriñamiento de la nebulosa de Orión acompañado de dolorosas imágenes de una luna deforme surcada por el Terminador y un pormenorizado seguimiento de las rutas de las estrellas mediceas de Júpiter.


Como si no bastaran todos esos golpes a la doctrina aristotélica, Galileo también demolió las propuestas físicas del ateniense. Los sucesores de Aristóteles decían que las cosas se movían por unos “ímpetus propios” que llevaban los objetos a un punto en recta y al acabar hacían que cayeran en picada vertical. Galileo había contemplado los proyectiles a la distancia y sabía que no ocurría así. De modo que se encerró con tablas y pelotas con las que ensayó el movimiento, hasta descubrir el curso parabólico de los proyectiles.


Galileo respiró con intensidad cuando el inquisidor lo requirió para que prestara atención, por lo que el científico abrió los ojos. Pero no observaba a Bellarmini, sino a varias secuencias de su unión con Marina di Andrea Gamba, con quien había tenido tres hijos: Virginia, la futura hermana María Celeste, a quien se calificó de “hija de la fornicación de Marina de Venecia”; Livia, quien sería la hermana Arcángela; y Vincenzio, registrado como hijo de “padre incierto”.

A pesar de no reconocer su paternidad de forma oficial, Galileo había llevado una buena relación con Marina, incluso cuando ella se separó de él y se casó con Giovanni Bartoluzzi. Ya más tarde Galileo metería a sus hijas al convento y trataría de legitimar a su hijo Vincenzio con el duque de Toscana.


Muchas veces Galileo se había preguntado si valía la pena haber dedicado su vida a la ciencia. Era cierto que había llegado el reconocimiento y la gloria, pero los “vientos furiosos de los celos” no se hicieron esperar. Uno tras otro, sus enemigos desfilaron frente a él lanzándole los esputos de sus descalificaciones y libelos:

Martín Horky alegaba que sus astros mediceas eran inútiles y desdeñados por Dios; Ludovico Delle Combe le echaba en cara los salmos en los que se hablaba de una Tierra inmóvil. Hasta el ecuánime Christopher Scheiner le restregaba que las manchas solares que creía ver no eran sino estrellas entre el Sol y la Tierra.

Y eso sin contar con Niccolo Lorini, quien juzgaba su idea sobre la rotación de la Tierra como impura, dando por argumento las maniobras de Josué cuando detuvo al Sol y la Tierra.

A eso se uniría el padre Caccini, el cual llegó a insultarlo en la iglesia de Santa María Novella. Y no se diga Bellarmini, quien lo citara años atrás para vociferarle la Censura a sus conceptos copernicanos, a los que debía dar el carácter de meras hipótesis para no concitar la ira de Pablo V.

Y ahora volvía a estar ante el Tribunal, donde Bellarmini lo apremió de nuevo con aspereza para que procediera a leer su abjuración. Galileo pensó que no tenía nada más qué probar, pues sus investigaciones y obras se mantendrían vivas en las mentes de hombres más fuertes que él, viejo y enfermo.

Así que Galileo Galilei se arrodilló. Él, cuyo nombre evocaba las ondulaciones de Galilea donde Jesucristo pregonara la búsqueda de la Verdad; él, quien había conseguido usar la fuerza de un caballo para mover veinte cubos de agua; quien inventara el péndulo y perfeccionara la balanza hidrostática de Arquímedes con su Bilancetta.

Y leyó con lentitud y con impotencia unas palabras repletas de imbecilidad y dogmatismo frente a “los eminentes y reverendos cardenales, ante los sagrados evangelios que toco con mis propias manos”. Y juró que abandonaba la idea “repugnante a la Escritura” de que el Sol es el centro inmóvil del universo.

Y concluyó: “con corazón sincero y fe verdadera abjuro, maldigo y detesto los errores y herejías mencionados. Con mi propia mano he suscrito este escrito presente de mi abjuración que he recitado palabra por palabra…”

Bellarmini relajó el cuerpo y aspiró con intensidad. Volteó hacia una ventana que daba al horizonte y vio al sol ocultándose a la distancia, arrastrando en su giro en torno a la Tierra a Júpiter, que a su vez rotaba sobre él con su cauda de satélites.

Bellarmini se puso serio. Aceptar tal idea aún con miras a mantener la preeminencia del poder eclesiástico era una aberración. Resultaba una ofensa a su intelecto. Él, un pilar de la Iglesia, con su silencio rebajaba su comprensión a la de un porquero. Y sabía que el hombre arrodillado en la estancia al final de cuentas poseía la razón y el triunfo.

Bellarmini regresó la vista hacia el acusado y sintió un escalofrío de ira y de impotencia ante el rostro lleno de ironía y dignidad del viejo Galileo Galilei.

Texto agregado el 21-01-2014, y leído por 236 visitantes. (3 votos)


Lectores Opinan
22-01-2014 Mi formación académica me llevô a adquirir el la parte científica, sin los detalles y matices históricos y hasta anecdóticos. Si la lectura fuera siempre así de agradable habría más adeptos a la lectura. Fue un paseo de aprendizaje. Un abrazo. umbrio
21-01-2014 Enjundioso cursó de astronomía que nos da un respiro a quienes en minoría capeamos al mundo. Extraordinario! Rentass
 
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