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01 EL PATO

Después de haber lidiado con dos niños hiperactivos, la docilidad natural de la pequeña Montserrat resultaba una bendición para Isidro, por lo cual le había tomado tanto cariño que prácticamente no habría ninguna cosa que no le diera.

Pero ocurría que “Monse” no sólo era tranquila, sino que carecía por completo de caprichos; aunque algunas ocasiones sorprendía a Isidro y a su madre Marianita con ocurrencias impropias de alguien de cuatro años, como había pasado el domingo de ramos en que la familia en pleno viera la película del Cerdito Valiente.

Aquella ocasión, y contraviniendo cada articulación del razonamiento lógico, a Monse se le había ocurrido pedir un pato, lo cual Isidro tomó como un desvarío repentino, que se le olvidaría a la pequeña durante la noche.

Para sorpresa de todos, al día siguiente Monse desarmó por completo a su padre con su carita triste al enterarse que no le habían traído su pato. Por esa razón Isidro se las arregló para acudir a una tienda de mascotas al salir de la oficina.

Aunque Isidro no era un experto en animales, al menos tenía un cierto sentido común, por lo cual le parecieron excesivos los ochenta pesos que le pidieron por un animalito esponjado similar a una pera en que se incrustaba el cuello estilizado con la cabeza de pico chato y ojos minúsculos como chispas de chocolate.

Con todo, Isidro no tenía ganas de discutir, y menos de hacer corajes al intuir que el bicho ante sus ojos ni mediante una abducción se transformaría en el pato Joyuyo con cuerpo de mosaico que viera en el canal 22; o en el pato de Maccoa, de protuberante pico azul y patas membranosas de hombre rana.

Pero toda la molestia de Isidro por gastar en el pato lo que costaba un pollo al carbón con todo y papas, se difuminó al ver el rostro radiante de Monse, quien abrazó al patito con franco amor filial.

Todo anduvo bien las primeras semanas con el pato nombrado Sumpy en honor al fenómeno de cuatro patas de Hampshire. De hecho el animalito pasaba la complejidad de sus días recluido en una caja de zapatos llena de hoyos, pues sólo era atendido por Monse en las mañanas, ya que el resto del tiempo la niña se ocupaba de un perrito que le regaló su tío en su cumpleaños, o andaba con su madre en el mercado.

El problema comenzó al paso de los meses, cuando el tierno avatar del gansito Marinela se transformó en un gordinflón pato blanco de pico castaño oscuro y andar tormentoso a causa de sus carpos cortos hacia atrás.

Pero lo peor no fue eso, sino que por las noches el pato intensificó sus parpareos ante el menor desliz de los gatos o al ver asomarse el hocico bigotudo de alguna rata tenebrosa, haciendo un escándalo que despertaba a la mala a toda la familia.

A pesar de su aparente falta de interés por Sumpy una vez pasada la novedad, la pequeña Monse algunas ocasiones solía arrastrar al pato asido a un lazo del tendedero, con el que Marianita lo ataba junto a una cisterna para que no hiciera de las suyas en el patio recién lavado, ni importunara al viejo perro Capi, que ya no podía ni con su pellejo.

Pero al ver que el pato persistía en sus catarsis nocturnas, a Isidro no le quedó otra que convencer a Monse de que ya era momento “de llevar a Sumpy con su papá y su mamá”. Como la niña era inteligente, comprendió sin mucho esfuerzo que el animalillo necesitaba también de una familia, de manera que accedió a separarse de Sumpy luego de consultar el asunto con Pooh y Tiger.

El instante de la despedida final del pato escandaloso ocurrió un domingo al mediodía, cuando toda la familia acudió a la pista de remo y canotaje de Cuemanco, donde Sumpy fue puesto en libertad mientras Monse hacía adiós con la manita, y en tanto sus hermanos mayores eran contenidos con miradas severas por Isidro, para que no le dieran rienda suelta a las carcajadas que se estaban conteniendo desde hacía rato.

Con todo y la aversión que Isidro le había cobrado a Sumpy por haberlo despertado varias madrugadas con el cuerpo todo tembloroso, el hombre fue rozado por un sentimiento de melancolía al ver alejarse al ave que ya nadaba como ventosa sobre el agua en dirección a varios patos adormecidos, cuyos picos chatos reposaban sobre los plumajes del pecho sin mayor preocupación.

02 GUILLERMINA Y EL ESPEJO

Guillermina se plantó ante su laptop rosa adornada con flores luego de varias etapas terapéuticas: el lloriqueo desconsolado abrazando a su peluche Tiger; el escrutinio del mono con los ojos hinchados y limpiándose la nariz con un kleenex deshecho; y la fase de resignación donde le acariciaba el pelambre anaranjado al muñeco con movimientos delicados.

La muchacha se acomodó en la mesa de trabajo de su cuarto cuando al fin amainó el efecto de la humillación de su hermana Dorotea Renata, quien otra vez la ninguneó frente a Roque, el estudiante con la cara cubierta por un acné bien disimulado con cremas, y quien semanas atrás comenzara a cortejarla luego de que se lo presentara Montserrat, su amiga de la preparatoria.

De manera que Guillermina encendió su máquina con el gesto abnegado de la Madre Teresa de Calcuta, la heroína preferida de Guillermina hasta tiempo atrás, cuando salió de la secundaria dos meses antes de vivir el ensueño de una fiesta de quince años donde no se sintió ni tan fea ni tan gorda, como le recalcaba Dorotea cada miserable mañana.

Guillermina escuchaba la tonadita de Windows y pensaba que ya sólo faltaba una semana para la celebración de sus 17 años, donde se presentaría en su vestido de princesa Fiona antes de transformarse en la horripilante ogra que compartía la cama con el flatulento Shrek.

La joven no se contuvo ante esa evocación, y dio tres clics molestos sobre el Enter, que parecía todo amensado, tal vez por algún virus que entrara durante sus navegaciones nocturnas en el Internet, cuando chateaba asumiendo los modos y la personalidad de la niña fresa y bonita que no creía ser.

Después abrió su archivo de fotografías donde su madre escaneó las docenas de instantáneas que le tomaron desde el nacimiento; pero aún batallaba con el desconsuelo de que Roque no fuera su pareja en el festejo. Sin embargo al menos tuvo la tranquilidad de que el muchacho no asistiría como nuevo pretendiente de su hermana, por mandato de su madre, quien se enteró de los entresijos del conflicto y le había prohibido a Dorotea “ser más que amiga del chico aquel”.

Pero los recuerdos no se apartaban de Guillermina, a pesar de que ya pasaba las fotos digitalizadas frente a su rostro llenito con huellas del maquillaje y el rimel borroneados minutos antes con una toalla húmeda. Así que ya habían desfilado ante ella casi cincuenta imágenes soslayadas por las escenas de los días recientes:

Ocurrió que Dorotea Renata o Dory supo que su hermana “Ballenina” al fin conseguía pescar a un incauto, y no soportó que hubiera alguien en el mundo que no la prefiriera a ella, quien por descontado se consideraba “la más bonita” y de paso “la más buena”, como se repetía frente al espejo cuando salía de la regadera, observando orgullosa su cuerpo de absoluta conejita de Playboy.

Así que Dory tuvo un rapto de ego lastimado y determinó bajarle el pretendiente a Ballenina, quien no comprendía que sólo podía tener por novio a uno de su rodada que no hubiera visto a las dos juntas con antelación.

De modo que le bastaron algunos pestañeos soñadores y unas pocas sonrisas demoledoras a Dory para atraer a su causa al confundido Roque, quien no entendía qué miró en él esa doncella virginal que creía inalcanzable cuando la viera al lado de Guillermina en una fiesta de Halloween hacía un mes.


En todo eso pensaba Guillermina, cuya figura cetácea sólo aparecía en su mente, como le recalcaba su madre restregándole los tickets expulsados de una báscula electrónica donde pesara a las dos hermanas por separado, exclamando casi a punto de perder los estribos: “¡Por amor de Dios, Guille! ¡Si sólo tienes cinco kilos más que tu hermana!”


Dory ponía su mejor esfuerzo por disimular su incomodidad ante la figura idiotizada de Roque cuando sonó el timbre de campanitas navideñas. La muchacha fue a ver quién era, agradeciendo a todos los santos el pretexto para despedir sin cargos de conciencia “al zoquete aquel”.

Dory abrió y hasta perdió el color, balbuceando al ver a David Nagato con todo y moto. Se trataba del músico de padres japoneses que fuera su novio meses antes, y que la dejara al aburrirse “de su pinche mamonería”.

Dory aceptó “irse a dar una vuelta” con el único joven al que le había permitido explorar su cuerpo sin atreverse a ir más allá. Y no tuvo escrúpulos para despedirse de Roque con un beso rápido en la mejilla, aclarándole que se quedaba en su casa, y que si porfa le pedía a “Ballenina” que le avisara a su mamá que iba a llegar tarde.

Minutos después se cerraba la puerta mientras irrumpía el ruido violento de los arrancones de la moto antes de salir como bólido. Y Roque sólo atinó a quedarse con una sonrisa desconcertada que suplía a su reciente halo de beatitud.

Para esos momentos Guillermina ya había prendido su grabadora de Rosita Fresita, subiéndole el volumen a las rolas de Coldplay, luego de apagar su máquina y de escrutarse el cuerpo pasadito de peso en un espejo donde se asomaba como si fuera una ventana hacia la realidad que no quería admitir.

Luego escuchó unos golpes tímidos en la puerta cuando ya había determinado varias cosas: poner en su lugar a la burra de Dorotea Renata, cuyo nombre feo estaba dispuesta a pronunciar cada vez que se dirigiera a ella; meterse a los aerobics y suspender su ingesta compulsiva de Bubulubus y Pingüinos; y sobre todo no volver a fijarse en ningún tarugo que prefiriera a su hermana y no a ella.

Abrió y se enteró con pelos y señales de los eventos vergonzosos ocurridos en la sala. Entonces comprendió que Dorotea Renata había vuelto con el cabrón de David el Gato, y que Roque se había quedado como el perro de las dos tortas, pues la chica lo despidió con frialdad, pidiéndole que cerrara bien el zaguán cuando saliera.

El frustrado galán partió y Guillermina retornó al espejo para maquillarse con meticulosidad, dándole una mirada seductora al Tiger prensado entre las almohadas, para estallar en risas divertidas segundos después mientras cambiaba su gesto de vampireza light por uno más natural, guiñándole el ojo a su peluche.

03 MARINA Y EL FILÓSOFO

Marina determinó mudarse al departamento de Sócrates con dos condiciones: el muchacho debía atarse el cabello de luchador “Triple A” que no se cortaba ni en el decurso de las cuaresmas; y “a la hora de las maromas” ella siempre estaría arriba, pues no quería terminar como estampilla bajo el peso desmedido del joven que un mes atrás rompiera una de las patas de la cama al dejarse caer en un arrebato pasional.

Marina había conocido al actual aspirante a doctor en Filosofía dos años antes, y a la fecha “ya la tenía enyerbada con su labia epistemológica”, como ella bromeaba para referirse a la fascinación que el hombre le despertaba al aclararle conceptos antes inabordables sobre la historia del pensamiento “occipital y parietal”.

De hecho Marina había aprendido con Sócrates los entresijos de términos escurridizos como el Dasein “del mamón de Heidegger”, que el maestro universitario explicaba con palabras profanas:

“No es muy complicada la cosa. Que no te espanten los conceptos rebuscados. Mira, imagínate nada más que el dichoso Ser del que habla este buey fuera algo enorme y redondo como un globo que abarcara el universo completo con todo y quásars y hoyos negros. En ese sentido se le nombra Ser o Sein.

“Ahora haz de cuenta que ese Sein se pone necio y se quiere manifestar en cada uno de los mundos que de por sí retiene en su panzota cósmica. Piensa en cómo esta madresota se hace pedacitos conscientes y se reparte como granos de trigo o se desgrana como mazorca en el mundo, de modo que a su cualidad de Ser se le une la de Espacio, definido como un “Ahí” diverso.

“Tenemos entonces al “Ser-Ahí” o Dasein, también conocido como Ente, y encarnado en todos los pecadores que deambulamos en este valle de lágrimas, como aquellos millones de Dasein exterminados por los nazis, a los que por cierto, admiraba Heidegger.

“Ese es todo el misterio. Lo demás como la Ética y Epistemología de este cabrón se desprende de aquí por Necesidad Lógica, como diría el Jefe Kant”.


Marina había iniciado su vida en pareja con Sócrates sin angustiarse como antes por el bienestar de su madre, más ocupada en las hijas “que de veras le entran para la comedera”, según declaraba con un gesto de santa cólera cuando Marina le recriminaba el descuido en que la había tenido.

De modo que en esos momentos muchas obsesiones de Marina ya estaban enterradas y rezadas en su memoria, aunque a veces los sueños le jugaban bromas canijas dejándole el regusto de las lejanas discusiones con sus hermanas Natalia y Berenice, quienes junto con ella fueron calificadas muchos años atrás como “La Buena, La Mala, y La Más Buena”.

En aquellas fechas Natalia se llevaba el calificativo de “La Buena”, pues aprovechaba su belleza para llamar la atención en la gasolinera donde trabajaba desde la huida graciosa de su padre Erinio Gabriel con Dorotea Renata, una “compañera de trabajo” de Berenice cinco años antes.

El juicio de “La Más Buena” lo acaparaba Berenice, quien incursionara en los misterios del Table Dance al cumplir los dieciocho, cuando probó su habilidad para el baile ante un sujeto como pistolero de Capone que le metió mano viendo con tranquilidad el acta de nacimiento que la muchacha le mostró con el gesto de resolución imprescindible de las bailarinas “con auténtico futuro”.

De modo que el despectivo “La Mala” se refería a Marina, la cual era tan atractiva como sus hermanas, aunque no le abría las piernas tan fácil al primer tipo bien vestido y con auto del año que rondaba la casita apenas remozada gracias a las contribuciones generosas de Berenice, quien justificaba sus buenos ingresos ante su madre aludiendo a un supuesto “trabajo en el marketing”.

Marina había salido de la Universidad junto a sus hermanas por el apremio económico constante agudizado con la fuga del padre, un tipo de ojos verdes y rostro de galán italiano que festejó sus cincuenta años acostándose con la amiga de Berenice.

De manera que la muchacha rehusaría el ofrecimiento generoso de contorsionarse en “El Edén del Efrén” donde Berenice se desnudaba bajo el nombre de Nefertiti; y lo mismo rechazó la invitación de que se enfundara el overol gris tlacuache vestido con dignidad por Natalia cuando detenía los autos haciéndoles señas con una franela mientras sonreía como si posara para Vogue.

La solución que halló Marina fue trabajar durante las mañanas en un centro comercial donde lo mismo la ponían a trapear que a llenar los estantes con cajas de cereales o frascos de mermelada y envases squeeze de mayonesa y catsup.

Pero algo que nadie sabía era que en las tardes Marina acudía a una biblioteca ignota incrustada en una zona aledaña al bosque de su pueblo, donde cada fin de semana llegaban procesiones de turistas dispuestos a convivir en familia mientras guisaban carnes entre tolvaneras o montaban caballos conducidos por prietos cowboys autóctonos.

Fue ahí donde Marina suspendió su lectura de “El Conde de Montecristo” la tarde lluviosa en que un joven gordo y greñudo que escurría hasta de las axilas entró deteniendo una carrera suicida.

De hecho sólo Marina se sorprendió con la incursión del muchacho, pues la sala de la biblioteca por primera vez tenía quórum completo, aunque se tratara de lectores del “Sensacional de Payasos” o de “Chicas y Divos”, quienes vieron como refugio oportuno al recinto que ni en defensa propia visitaban en la semana.

Pero Marina no reparó en el recién llegado por su porte apolíneo o su personalidad fortalecida con rociadas de Axe, sino a causa de un exabrupto que la dobló de la risa. Por eso no dudó en ofrecerle una silla misericordiosa cuando poco después aún se abrazaba la barriga para contener las carcajadas.

Había ocurrido que el muchacho sofocado frenó su carrera en el umbral de la biblioteca ornada con una lechuza ramplona que aludía a la sabiduría de Palas Atenea, giró y se plantó con suficiencia para blasfemar contra el aguacero y los truenos, como si estos fueran enviados al mundo por un dios mesopotámico encaprichado en fastidiarlo.

El infractor se llamaba Sócrates, tenía una maestría en Filosofía y era hijo de una profesora de Historia y un filólogo especializado en griego y latín. Marina lo escuchó y pasó por alto su rostro de bárbaro visigodo recién rasurado, o su cuerpo de sacerdote fogueado en los ritos lupercales, pues Sócrates se disculpó de su dislate y no tardó en abordar los temas que lo fascinaban.


“Y ahí empezó todo”, pensó Marina justo cuando Sócrates volteaba en la cama con la gracia de un elefante marino, requiriéndola con palmoteos sobre el cuerpo de sapiencia ventral y entrecerrando los ojos para incursionar por unos minutos en el misterio de lo que Kiergegaard definía como “lo que no se puede decir”.

04 INMOLACIÓN

Jimena entendió hasta los 52 años que las historias de amor no son para siempre. Recapacitó en eso cuando accedió salir con su compañero en la empresa donde trabajaba desde hacía ocho años.

Durante aquel día en que de nuevo se arregló “para alguien” ya tenía un año su divorcio de Mauricio Alejandro, “que hasta eso, también tiene nombre de telenovela el cabrón”.

Jimena conversaba en el viejo Cadillac con Erinio Gabriel mientras consideraba que tal vez no sería tan difícil involucrarse con él, pues a esas alturas a ella le bastaba que fuera soltero y no tuviera alguna enfermedad incurable. De modo que Jimena trató de ver los ángulos positivos de aquel pretendiente de 63, calvo y sin varios premolares, aunque de facciones agraciadas y ojos verdes: siempre se mostraba amable, se vestía bien y no tenía mal aliento, como ratificó cuando se despidieron con un beso apaciguado horas después.

Jimena llegó a su casa y extrajo un viejo cassette VHS y su versión en DVD para inmolarlos metódicamente sin rebajarse a derramar una lágrima, aunque el corazón amenazara con estrujar los ventrículos.

Pero en la cinta y el disco no se guardaban las imágenes en criogenia virtual de la boda lejana o los avatares domésticos de Jimena y Mauricio Alejandro, sino un capítulo de la lejana serie televisiva “Amores contra el Destino”, basado precisamente en la relación tormentosa de la pareja antes de casarse a los veinte años contra todos los vaticinios.

Sin embargo a nadie le interesaba ya que a los dieciocho Mauricio Alejandro hubiera entrenado artes marciales con el fervor del Kun Fu Panda para terminar humillando al Chuk Norris Guzmán en un torneo regional; ni que por entonces el Chuk Norris fuera el novio jurado de Jimena, fascinada por su porte de verdugo de Terminators y su rostro altivo de gigoló iraní.

Lo que sí importaba era que esa manifestación de supremacía permitió que Mauricio Alejandro llamara la atención de la ninfa a quien adoraba desde la secundaria. De tal guisa que bastaron algunos meses y la persistencia del joven para que ella accediera “tomarse un helado”, que en rigor acabó siendo una “Banana Split” y una rebanada de pastel.

Jimena recordó que luego llegaría el conflicto con su padre, quien se consideraba el heredero natural del abolengo de las generaciones de los Henríquez Montero que se enraizaran en San Lucas desde el Porfiriato; hombre adusto y orgulloso que no toleraría el romance de su hija con un “jodido talachas”.

Pero no había nada más alejado de la realidad que ese calificativo denigrante: Mauricio Alejandro trabajaba desde niño en un taller donde se había convertido en un “maestro mecánico” y no un “jodido talachas”, como podrían confirmar las personas que le encomendaban sus autos con total despreocupación.

Además Mauricio Alejandro ya estaba en la facultad de Ingeniería y daba clases de karate bajo la tutela de un maestro fascinado con el porte de los monjes cinematográficos de Shaolín.

De modo que las trabas de Mauricio Alejandro y Jimena para casarse quedarían magnificadas en el capítulo aquel de “Amores contra el Destino”, grabado por las estrellas de moda cuando Jimena ganó el concurso televisivo sobre el mejor testimonio de amor real años después.

Tal vez por eso Jimena creería que su vínculo con Mauricio Alejandro duraría para siempre. Y aunque vendrían los hijos y transcurrirían los años cual elefantes anudados, ante cada estallido de los pleitos ella apelaría a su amuleto virtual, recordando la cinta donde los actores que interpretaban las peripecias de la pareja mantendrían ad aeternum su belleza y juventud.


Jimena se repitió que nada era para siempre mientras trozaba el DVD con unas tijeras melladas, y recordó que al cumplir los cincuenta arrostró la crisis característica de Mauricio Alejandro, similar a la que tuviera cuando diez años antes le había dado por enamorar a sus alumnas de la Universidad.

Bien que evocaba Jimena la pelea absurda con su esposo el lunes fatídico en que descubrió bilé color mamey y perfume dulzón en su camisa. Y lo peor fue la recurrencia de los conflictos hasta la confesión del romance de Mauricio Alejandro y su petición de que se divorciaran “pues nuestra relación ya valió madres, y además aquí ya nadie me necesita: tú metida en tu trabajo y los muchachos a punto de hacer su vida”.

“Y así ha terminado esta pinche historia de amor”, pensó Jimena minutos después, mientras observaba su rostro aún atractivo en el espejo al quitarse el maquillaje, conteniendo el desborde de un llanto absurdo que la pretendía humillar.

05 LA ADELITA

La vida redujo la complejidad de sus ecuaciones para Adela, quien tenía noventa años y no desconocía ninguna de las pasiones humanas.

Diez años atrás había perdido la vista, de manera que recorría por instinto unas rutas fijas al interior de la enorme casa de adobe con techos de tejas sostenidas por trabes como lomos transmutados de dioses rutinarios.

Sólo pocas personas la acompañaban a pesar de la prolífica parentela que derivó de su vientre fructífero. Se trataba de nietos y bisnietos que se valieron de un oportuno juego de lotería para distribuirse las semanas del año en que atenderían a la matriarca.

Pero no era muy complejo estar al tanto de la anciana, quien todas las mañanas tomaba el sol redondeando zacates con movimientos lerdos luego de atrapar unos trocitos de fibra de un montón a su lado.

En ocasiones algunas de sus bisnietas la escrutaban a lo lejos, en tanto le arrimaban un pedazo de elote a un cotorro gordo y desmadrado por los años. Entonces percibían la docilidad de la bisabuela para integrarse al discurrir de un tiempo que parecía dar vueltas con paso de tortuga.

Con todo y la paz que definía la sonrisa beatífica de Adela, muy dentro de ella parecían reposar miles de recuerdos como polvorientas botellas de vinos añejos en una cava: memorias que aludían a los años lejanos de una infancia arrancada de cuajo por las garras sangrientas de la Revolución; de hombres que la tomaron a la brava para jalarla al vértigo de “La Bola”; o sobre los nacimientos de sus primeros hijos en mitad del estruendo de las refriegas.

Pero de todo ese mare mágnum sólo prevalecía la estampa reposada de su marido definitivo: el capitán villista Pancho Gamaliel, a quien una bala de cañón le arrancó media pierna durante la toma de Zacatecas.

Sería Pancho Gamaliel el único al que Adela en verdad “le tendría voluntad” durante los años remotos en que se convirtiera en una mujer hermosa a pesar de los partos brutales entre las balaceras.

De hecho la casa donde Adela apacentaba su vejez había sido levantada por el hombre en muletas, al frente de un pelotón completo de prietos que “nomás le emprestara tantito” el general.

Las evocaciones de Adela fueron interrumpidas por el estrépito de un perrito que le brincó en el regazo antes de que lo alcanzara su tataranieta Montserrat, quien le entregó el pato que abrazaba a su mamá para arrojarse eufórica sobre la señora, mientras su papá Isidro trataba de apaciguar a dos niños que jugaban a tirarse lamentables patadas de karate.

Adela dejó por la paz su trabajo y sujetó feliz el rostro de la pequeña, repasando con los pulpejos de los índices los rasgos impregnados con caramelo y chocolate, mientras el perrito aprovechaba para levantarse sobre la señora y lamerle la mejilla de piel replegada por las arrugas.

“¡Ah qué pingo éste! ¡Si ya me babeó toda el pingo éste!”, se quejó Adela en tanto soltaba a la niña para apoderarse del perrito que ni por un momento dejó de estremecerse como demonillo recién destetado, constituyendo el sesgo anárquico de una extraña ecuación.

Texto agregado el 31-01-2014, y leído por 335 visitantes. (5 votos)


Lectores Opinan
03-02-2014 4. ¡Qué triste final amigo!, bello recorrido por "toda una vida". Aún no me decido a mandar al panteón mis VHS... las quiero muchote. 5. ¡¡¡Auuuuu!!! mientras te leía, me imaginaba tus historias en pantalla grande, tipo "amores perros", cierras el circulo de manera genial. Aprendo mucho leyendote. yar
03-02-2014 2. Compadezco a Guilermina, batalle con el sobrepeso por... mmm ... mucho tiempo, ji ji ji. Pobre Roque. 3. Demasiado filosofico para mi intelecto, je je je. El nombre de Sócrates esta siendo muy solicitado recientemente. yar
03-02-2014 1. Que ternura la de Monse con Simpy, y la de los padres. En una época vivi en la cd. de México y me lanzaba a correr al canal de Cuemanco, mide cinco kilómetros el circuito, le daba dos vueltas... ehhhh. yar
02-02-2014 Varias vidas con sus escenas coloridas y realistas, constituyen estas cinco edades tan bien retratadas. Me encantó cada una de ellas!***** MujerDiosa
01-02-2014 Si tuviera que escoger La Adelina me seduce. Me gustó como anudaste personajes y e historias en los cinco cuentos. Entiendo que tu propósito es mostrarnos conductas representativas de la edad, en particular de las féminas, pero para mi lo destacable es el estilo brioso de tus letras, el ritmo y la fluidez. P.D. te había comentado de una sorpresa, te me adelantaste en Marina y el filósofo, de cualquier manera lo voy a colgar. Un abrazo. umbrio
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