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La encrucijada de Sócrates

Sócrates Nicanor camina pateando un guijarro de aristas negadas a rodar. Sofocado por el “calorón” no tiene prisa, no le importa que lo esperen en la pulquería del pueblo para que enfrente la encrucijada que su anómala afición a la lectura le acarreó.
Él desconoce los alcances de esa cita de factura perentoria, acude por motivos más mundanos, es la oportunidad de libar el mejor pulque que se produce en la región convidado por los asistentes, satisfacer su voluminosa barriga requiere de esfuerzo compartido.
Nada de lo que va a ocurrir debiera suceder sí no fuera por la insidia de Melitón, el hijo de Delfina la bruja del pueblo, quien tiene la mirada irascible y la nariz aquilina, es pendenciero e impone a la brava los sortilegios de amor que su madre cobra. Él sostiene que a su progenitora las potestades de la noche le revelaron al dar lectura a los entresijos de una chiva no-nata que Sócrates Nicanor es el más sabio de Atenazán pero que esa cualidad no es natural, es producto de un artificio de origen más lóbrego que su propia magia.
Al profesor también incomoda el atractivo que ejerce Sócrates Nicanor en el alumnado, le agobia que sus alumnos lo atosiguen con cuestionamientos que su estrecho acervo cultural no alberga y lo acusa de corruptor de jóvenes al inculcar en ellos conceptos fantásticos. Y la peor parte, el sacerdote ve con malos ojos que un parroquiano posea más conocimientos de los que un buen cristiano deba tener.
La opinión del clérigo le afectara lo que el viento a sus tiesos cabellos, a no ser porque su mujer, quien adoctrina sobre los sacramentos de la iglesia, lo castiga con abstinencia sexual hasta que modifique su perniciosa actitud de instigar a los jóvenes a la vagancia y la irresponsabilidad, pero por más que él despilfarra ingenio en explicar a su esposa y al sacerdote no logra convencerlos de que él es el tonto; los estudiantes aprenden todos los días y él lo único que sabe es no saber nada.
Al entrar a la pulquería se palpa la panza con la misma fascinación que a un buda, el lugar está infestado de parroquianos tanto como de moscas barrigonas que revolotean en los picheles rebosantes del néctar del maguey. La clientela se apiña en dos grupos. Uno encabezado por los amigos: Apolinar, Crisóstomo y Cristóbal; el otro comandado por Melitón y su caterva de andrajosos de semblante severo y de agreste raciocinio que nada aportarán a las discusiones, su oficio es intimidar.
En el instante en que ven la figura desgarbada de Sócrates Nicanor aplauden como si se tratara de un personaje que va a presentar un espectáculo. Melitón impone silencio para anunciar lo que sospecha será una paradoja de la cual Sócrates Nicanor no saldrá bien librado, lo reta a que aclare, y para ello adelanta al sacristán quien acude en representación del párroco, si es verdad que contradice a su madre Delfina al negar que es el más sabio alegando no saber nada.
Sócrates Nicanor es propietario de una oratoria que envidia el mismo Pericles, el alcalde cachondo de quien se dice se lió en amasiato con la joven propietaria de la pulquería, cree que ese descortés hábito de hablar y hablar por horas doblegará la paciencia hasta de los más aguantadores y abandonarán cansados la reunión.
Carraspea y aguarda, el silencio es feroz, solo se percibe el zumbido de las moscas briagas de abdomen abultado. Por fin se decide y comparte su incapacidad de hablar con claridad, necesita refrescar el gañote, los parroquianos son dadivosos y atiborran su mesa de tarros de pulque. Durante el ajetreo, alguien, desde una esquina, apuesta un gallo a que no logra desenredar la contradicción, el mismo Sócrates Nicanor toma la apuesta y para sellarla se empina un vaso y bebe con fruición la viscosa sustancia, acto seguido eructa con brío un tropel de banalidades que exaltan a unos y aturden a otros.
Transcurren horas y Sócrates Nicanor se regodea reventando el pellejo de su elocuencia desinflando esas vejigas de saber hueco; afirma, pregunta y se responde con un cierto o un falso y el auditorio unánimemente lo apoya moviendo la cabeza de arriba abajo, o de derecha a izquierda, solo se toma tiempo para orinar grueso y es alivio, júbilo de abdomen y diafragma. Al referirse a “las cosas que son en tanto que son, y las cosas que no son, en tanto que no son” suscita confusión y lo ajusta para el entendimiento rudimentario de los parroquianos, “cuando eres, eres; y cuando no, pos´ no.
Melitón desespera e interrumpe, expulsa con voz pedregosa la pregunta decisiva, ¿eres o no eres? Sócrates Nicanor no puede responder, pierde el ingenio y la concentración al arrostrar la seducción en la anatomía de Aspasia Guadalupe, propietaria de la pulquería, quien años atrás abandonó la Facultad de Filosofía y Letras tras aceptar que su cuerpo es más sano que su mente y se dedicó al bello y productivo arte de bailar en el tubo, entra vestida de traslúcida gasa que no oculta las formas de lubricidad desmesurada, solo un inmisericorde hilo solferino cubre la gruta fértil. Los ojos saltones del orador parecen salir de las oquedades óseas y oleadas de procaces pensamientos se amotinan en su cabeza, una grotesca manía le hace llevar la mano a la cabeza para acicalarse el cabello hirsuto que tenaz se mantiene inhiesto como púas de jabalí.
Aspasia Guadalupe no se ocupa ni mucho ni poco en cubrirse para evitar las libidinosas miradas, a cambio regala su voz de cantante de blues al citar: “Ser o no ser, esa es la cuestión” y “el conocimiento es virtud, y la virtud no corrompe porque no se puede enseñar, se adquiere de un autoconocimiento”.
Las palabras de Aspasia Guadalupe accionan algún interruptor ignoto en el cerebro de Sócrates Nicanor que devela frente a él la solución:
–No tengo que explicar que es el conocimiento ni dibujar su contorno, señores ahí está la persona más sabia de Atenazán –declara señalando a Aspasia Guadalupe y agrega– Tú madre dice su verdad al decir que soy el hombre más sabio pero no sé nada comparado con el gran conocimiento de esta mujer.
Los seguidores de Sócrates Nicanor como enjambre de abejas que rodean a su reina se arremolinan para levantarlo como signo de triunfo. Melitón alevoso aprovecha la euforia para verter el tosigo preparado por Delfina en el pulque de su contrincante.
¿Es la desmedida ingesta del néctar de los dioses aztecas o del veneno el que causa que Sócrates Nicanor caiga de bruces?, lo cierto es que su panza que ha adquirido dimensiones imposibles reposa en el piso. Las sensaciones le abandonan, la vida se le niega. Cristóbal le asiste al voltearlo, es él quien escucha su último halito de vida: “no dejes de cobrar el gallo que ganamos”, y ya no habla más para que no le salga por la boca la imagen que sus ojos captaron de Aspasia Guadalupe.




Para Gatocteles quien es uno de los cuenteros más talentosos de la página, pero sin duda es el estilo más definido y de carácter. Intento seguir su temática y su estilo. Con afecto y admiración .

Texto agregado el 02-02-2014, y leído por 398 visitantes. (8 votos)


Lectores Opinan
26-02-2014 Magnífica transposición. Egon
22-02-2014 Tienes el ingenio y los recursos que nos traen siempre a leerte.***** “cuando eres, eres; y cuando no, pos´ no." Solo_Agua
05-02-2014 Solo me resta decirte que tu pluma creativa/narrativa ha llegado a un nivel muy elevado y admirable. Te felicito. Un abrazo. gsap
02-02-2014 Escribes como hay que escribir, y aunque tu relato va dedicado, lo tomo como si fuera para mí. Eres un escritor como pocos. mariabetania
02-02-2014 Sobre el texto, es asombrosa la manera en que traslapaste a un ambiente pueblerino con todo y pulquería los avatares de uno de mis númenes. Todo aparece aquí: el designio de la pitonisa de Delfos, la mayéutica, la acusación de pervertir a la juventud y de hybris, la muerte por cicuta y hasta el gallo para Esculapio. Reitero mi admiración y agradecimiento, y un abrazo afectuoso :) Gatocteles
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