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Oír tu voz

Encontré a Felisa deambulando por los andenes de la estación Retiro. Arrastraba los pies como queriendo peinar el suelo, con sus ropas casi tan añosas como su piel, curtida por una ciudad que la ignoraba, casi invisible a los miles de pasajeros que corrían su maratón diaria en pos de llegar a horario a sus trabajos. Tal vez por respeto a su intimidad o por vergüenza propia, apenas si la observaba. Un falso orgullo le imprimía un carácter reaccionario y agresivo ante la sola mirada, maniobras defensivas que la aislaban aún más de la sociedad.

Solo mantenía una ligera tregua entre la nutrida fauna local de comerciantes, personal ferroviario y voceadores de ofertas. Del diálogo con ellos pude adentrarme en la historia de su vida.

Había nacido hacía al menos 70 años en una ciudad del interior, devenida porteña cuando sus padres decidieron probar suerte en la gran urbe. Historias de violencia intrafamiliar la eyectaron de su hogar, subyugada por un señor mayor que la desposó a la temprana edad de 14 años. A partir de ese momento su vida comenzó a tener sentido, logró formar un hogar con un esposo que la amó como a nadie y por la gracia de un hijo que le llenaron los vacíos existenciales de su desdichada infancia.

Cuando los fantasmas de un pasado tormentoso parecían haber quedado atrás, el destino le volvió a jugar una mala pasada, arrebatándole al primogénito cuando recién empezaba a vivir. Fue en una fría noche de invierno en la cama del hospital de clínicas cuando sus fuerzas flaquearon exhaustas de pelear con esa absurda enfermedad que le envenenó su cuerpo.

A partir de entonces su vida cambió deslizándola por un tobogán de sufrimientos que la llevaron a su morada actual.

Un flechazo empático hizo que pudiera entablar una armoniosa relación con la ermitaña mujer que me abrió su corazón.

Le pregunté qué recuerdos tenía de su hijo y con la mirada puesta en el reloj de la estación comenzaba a describir imágenes vívidas de su amor ausente:

-Siento su presencia en cada momento de mi vida, es mi fiel compañero, recuerdo sus ojos, sus cabellos revueltos, las caminatas cuando lo llevaba de la mano al colegio, sus gestos de risa y enojo, sus abrazos cuando los miedos nocturnos lo sorprendían.

En medio del diálogo vi como su rostro se le desfiguraba en el llanto por angustias reprimidas.

Pude sentir el dolor profundo que le atravesaba el alma, insoportable, salvaje, de profundo pesar. Con los ojos brotados de lágrimas intentaba vanamente expresarse; la ahogaban los recuerdos.

En la intimidad de una confesión casi religiosa no podía perdonarse el peor de los pecados que era el no poder recordar su voz.

Me fui de la estación tratando de recordar las voces de los seres queridos que nos dejaron y me fue imposible.

Hace tiempo que no la veo deambular por los andenes. Me cuentan que vive en un hogar para ancianos en las afueras de la ciudad, que se le encienden los ojos cuando habla de su hijo. Se la encuentra feliz porque una vez creyó recordar su risa.

OTREBLA

Texto agregado el 23-03-2014, y leído por 175 visitantes. (2 votos)


Lectores Opinan
23-03-2014 me imagino un trauma para cada deambulante. rentass
 
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