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Parto anunciado

La mayoría de los médicos tienen, seguro, una historia relacionada a los partos. Desde hacía unos meses, era médico en la localidad de Astica, en Valle Fértil, que queda al Este de la provincia de San Juan. Había como quinientos habitantes y el único médico en varios cientos de kilómetros a la redonda. Entre las actividades, aparte de atender la salita de consultorios externos, tenía que ir a otros lugares prefijados, una vez a la semana. Así fue que iba a Chucuma, y a Baldes de Astica y otros lugares.
El pueblo, Astica, recostado sobre la falda de los cerros, tenía los mínimos elementos para vivir sin mayores privaciones. Había abundante leña para hacer fuego, gas en garrafas grandes, agua potable, abundante ganado vacuno y caprino, gallinas, frutales. De ellos sobresalían las limas, cidra y limones. En fin, de todo un poco. Sólo había energía eléctrica desde la once y hasta las veintitrés horas. En una de las calles principales, sobre la ruta, había un pequeño galpón donde un operario, mediante un motor a gasoil, producía la energía para todo el pueblo. Pero a eso de las once de la noche se cortaba la luz, y la gente tenía que alumbrarse con velas o candiles. Parecía que el pueblo se ponía triste.
-¡Doutor, doutor! Despierte. Tenemos que ir a los Baldes del Sur de Chucuma a atender una parturienta…
A las cuatro de la madrugada, doña Pepa que era la única y eficiente enfermera, me despierta.
-¿Cómo sabe, cómo se enteró de ese auxilio, a ésta hora?, doña Pepa…
-El pedido lo recibí a través de un chasqui de un camionero que pasaba por la ruta, quien me dio un papel en el que me decían que había una mujer por dar a luz y que necesitaban al médico… y urgente…
Entre dormido y alumbrando con un pequeño candil a gas, me apuré para salir.
En algunos minutos tanto el chofer Don Juan, Doña Pepa y yo estábamos listos, y llevando todo lo necesario para hacer un parto. Salimos con prisa.
Desde el pueblo, toda la ruta era una huella bien consolidada con abundante serrucho. En algunos tramos curvas y cerros a los costados. Los faros de la ambulancia sólo permitían ver el camino y los arbustos más pequeños a los costados, y de vez en cuando un gran algarrobo, tuscas y una que otra vaca desorientada. Si no era a la ida, de vuelta podíamos alcanzar a ver, cuando la mañana se asoma, liebres y perdices y algún paisano con una majada de cabras atravesando la ruta a la salida del pueblo de Chucuma. Esas majadas de cabras siempre estaban por esos lados.
Había que pasar de largo por La Mesada y el río, por la Quebrada y por la casa de Don Mónico Fernández. Chucuma y Baldes del Sur no estaba tan lejos. La señal para desviarse a la izquierda en la ruta, era un palo de algarrobo alto y un paño rojo, a la orilla de un montículo de piedras.
La angustia que llevábamos los tres en la ambulancia era muy grande, en especial para mí, ya que no había asistido a ningún parto desde la época de estudiante de la facultad de medicina en Córdoba.
Nos introducimos por esa huella hacia el este y el paisaje era desolador. Teníamos que introducirnos por un río seco, seguir por allí e ir atravesando varias huellas, piedras, tuscas, jarillas y otros arbustos. Fueron varios kilómetros de travesía por un terreno inhóspito hasta donde se podía ver, alumbrados por los faros de la ambulancia y por la luna brillante al costado y arriba de los cerros hacia el oeste. En el firmamento había señales de que el amanecer estaba cerca.
De repente comienzan a aparecer unos palos tirados sobre el costado del río seco. Más allá unos ranchos muy precarios, con algunas tenues luces. Al pasar, corrales de cabras y caballos y más casas precarias. Perros y más perros. Pregunta el chofer a una mujer sobre la parturienta y nos dirige hacia cuatro casas más adelante.
Había algunas personas allí. El rancho era lo más humilde que había visto por esos lugares. No había puerta, la cual estaba formada por una tela colgada de un alambre y nada más. El piso de tierra recién regado y el techo de caña y barro, sobresaliendo una ventana al sur. Una tenue luz de una vela en el rincón de la única mesita en la esquina de la pieza parecía indicarme que estaba en el lugar indicado. En la pieza de la parturienta. Me presento y pregunto por el estado de la enferma.
No habiendo tiempo para conocer los pormenores de su estado, la parturienta estaba acompañada por dos mujeres, que me dicen que el niño está por nacer. No me dio tiempo a examinarla. Me alcanzo a poner un guante. Veo que una cabecita se venía asomando. Tomo la cabeza del bebé firmemente con mis manos y mientras lo giro, el otro brazo sale. En un último pujar, sin referir dolor ni gritos y en el más absoluto silencio, hace nacer a su bebé. Prácticamente sin mi ayuda, coloco al bebé que comienza a llorar, arriba del vientre de su madre.
-Doutor, aquí tiene otros guantes. También aquí le paso la tijera y el hilo para cortar y atar el cordón umbilical… Aquí tiene Doutor…
El desprendimiento de la placenta, ocurre algunos minutos después.
El nacimiento del bebé inundó de alegría a los pocos presentes. Mi corazón sintió el parecido al nacimiento del niño Jesús. La pobreza, y la desolación del lugar, me hicieron pensar en aquel otro nacimiento. Recé. Todos los presentes nos saludamos emocionados ante el llanto de ese bebé. No niego que lloré.
-Doutor, tenemos que irnos y llevar a la madre y su bebé al Hospital de la Villa San Agustín para los controles… Apúrese…
El sol apenas asomaba hacia el este con un firmamento de tonos amarillos y anaranjados, con rayones alargados de colores marrones y azules, que se escondían entre los palos de los potreros. La luna llena y nosotros abandonamos el caserío, con una gran alegría en nuestros corazones.

Texto agregado el 14-06-2014, y leído por 118 visitantes. (1 voto)


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