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Toro.
En un camping a las afueras de la cuidad, en donde no se hacen preguntas ni siquiera les importa tu procedencia, y la soledad es el bien preciado que todo inquilino tiene garantizado. Hay una roulotte, que no tiene nada de particular con las demás, pero está rodeada de una pequeña parcela, en la que se cultivan hortalizas y legumbres.
En medio de este vergel un hombre corpulento, mal encarado trabaja con plena dedicación a sus queridas plantas.
—¿Cómo estás esta mañana? —comenta con mucha dulzura a una tomatera que orgullosa se enzarza en el cañar que le sirve de soporte. Un tomate ya maduro asoma por entre las hojas verdes. Toro con suma delicadeza aparta las hojas tomando tan preciado premio a sus cuidados. Nadie diría que esa manaza, antes el terror del Ring, pueda arrancar esa fruta con tanta habilidad.
—¡Hay pícara!, me quieres esconder a tu mejor fruto —hablando a la vez que moviendo su ancha cara, maltrecha por infinidad de golpes. Frota el apetitoso tomate contra su manga y cuando ya comprueba que su color destella por ese sol implacable, abre su gran boca y de un bocado se deleita del elixir de la hortaliza recién cohechada.
¡Guau!, ¡guau! Un hermoso pastor alemán, residuo de su anterior holgada vida le pone las patas a la altura de su gran torso.
—¡Vamos, vamos! No seas pesado Roco —le dice Toro con un par de caricias de regalo— tengo mucho trabajo, ya sabes que no me gusta que andes pisoteando mis verduras —¡Vete! ¡Andando! —ordena tajante.
Roco con las orejas gachas no entiende el capricho de su amo, pero le debe obediencia fiel, y a regañadientes sale del huerto metiéndose debajo de la roulotte, a cubierto de ese sol de justicia que no entiende, ni de hombre ni animales, que a todos por igual calienta con suma eficacia.
Llega un gran coche negro, con los cristales tintados. El perro se pone alerta, el olor que desprende el tipo que baja del automóvil es desconocido para él, gruñe, se queda en guardia, agazapado debajo de la caravana olisquea el entorno, varios hedores el vienen a su celebro perruno y ninguno es bueno, miedo, sudor y olor a pólvora se mezcla con el idílico ambiente, antes lleno del perfume de las verduras. Su amo parece impasible, espera.
—Buenos días Toro —En esta calurosa mañana, quien habla va vestido de negro, gabardina hasta los tobillos gran sombrero de fieltro, guantes, gafas oscuras y con un rictus en la cara que espantaría al más valiente.
—¿Qué tal Frank, cómo estás? —Contesta Toro sin dejar sus tareas, ni mirar al visitante.
—Estoy ya muy viejo para esto… —Responde Frank con cierta desidia en sus palabras.
—Vamos amigo, no te quejes y disfruta del día.
—¿Cuanto tiempo hace que nos conocemos Toro?
—Venga Frank ¿te me vas a poner ahora nostálgico?
—¿Cómo eres tan estúpido?, ¿te piensas que nunca te encontraría? De verdad Toro me has defraudado, tú el mejor, el más grande entre los grandes te echasteis a perder por una estúpida partida de póquer —siguió Frank con su discurso— Cuando se te dio la oportunidad de pagar, ¡la fastidiaste! sí Toro, ese orgullo tuyo de campeón no te dejó morder la lona cuando se te indicó. ¡En el penúltimo asalto! ¡Lo sabías de sobra!, pero ahora todos te buscan —Toro como si con él no fuera la cosa dejó su tarea, fue a la roulotte sacó una botella de licor y un par de vasos.
—Asiéntate Frank y saboreemos —le dijo con suma tranquilidad.
—Está bien Toro, bebamos por los viejos tiempos.
Pasó el tiempo y los dos antiguos colegas repasaron sus hazañas y anécdotas, la botella de licor fue remplazada por otra y otra.
El pastor alemán más tranquilo dormita, pero atento a cualquier acontecimiento no se mueve de su estratega escondite. Va cayendo la tarde. El sol ya muere por el horizonte y la noche empieza a apoderarse del entorno. Una suave fragancia del imponente jazminero que majestuoso se enrosca alrededor de la caravana, regala su perfume a tan singular pareja.

Frank siempre ha renegado de la modernidad. No tiene teléfono móvil y busca una cabina de teléfonos. Está deambulando camino a casa con su viejo y fiel coche de los 60, equipado con un radio-cassete estero de 8 pistas, va deleitándose oyendo al viejo de Sinatra. El fabuloso sonido le envuelve de tal manera, que se olvida de todo sus problemas, pero al ver en el salpicadero recubierto de fina madera la foto de su mujer e hija no puede dejar de recordar que su pareja se la llevó un galopante cáncer de páncreas… Al fin una cabina de teléfono. Desde que el celular se hizo tan popular, es casi imposible encontrar una, y de tener suerte, esperemos que funcione.
—¿Tiburón?
—Sí ¿Quién es?
—No jodas Tiburón, que tengo prisa…
—¡Joder Frank! ¿Qué te pasa en la voz?
—¡¡Que quieres, la humedad, la edad¡¡
—Está bien Frank ¿Trabajo terminado?
—¡Qué te follen Tiburón! ¿Para qué te piensas que te llamo? ¿Para desearte las buenas noches y darte un besito?
—Lo siento Frank, no te enfades… las malas lenguas van diciendo por allí que, desde la muerte de tu esposa te has vuelto un blandengue. ¡¡Vamos!! Amariconado……
Frank respira hondo, intenta calmarse, hasta que no esté el dinero en su cuenta tiene que ser precavido, ya habrá tiempo de encontrar a esas malas lenguas, y cortarlas si fuera necesario.
—Tiburón déjate de cháchara, ya sabes en el nº cuenta de siempre.
—Ok Frank así se hará…
Frank gruñe por toda respuesta, colgando de forma violenta el auricular.
De camino a casa, a este frio y calculador asesino a sueldo le bulle la cabeza. Es verdad los últimos trabajos, en lugar de matar de lejos. Ahora prefiere estar más cerca de sus presas. ¿La culpa la tiene la desgraciada muerte de su esposa? Puede ser, pero desde que su hija le pidió más atención y su mujer ya dudó de que esa profesión que le tenía muchas veces de viaje, fuera la ideal para la familia. La cosa empezó a caer en un declive, que Frank asumió y optó por aceptar menos encargos, y hacerlos más humanos.

Los faros del automóvil van descubriendo una zona de bloques de viviendas muy parecidas, unas de otras. Frank siempre pensó que la mejor manera de pasar desapercibido, era está, vivir de forma anónima y confundirse con la gente de clase media-baja. Aunque podía desde luego pagarse un adosado, o quizás algo mejor. La cautela era lo primero en su profesión.

¡Hola papaíto! Esa dulce y cantarina voz que siempre embriaga a nuestro matón y a la que no puede negarle nada, proviene de una niña de no más de diez años. Se abalanza a los brazo de su padre fundiéndose en un abrazo.
—¿Te has portado bien mientras papi estaba fuera? —Del rudo y curtido hombretón no queda nada, se desase en atenciones para con su hijita del alma— Muy bien papi, me las he apañado bien, ya hice los deberes y cenado, ahora papi, por fa, léeme el cuento de los duendecillos del bosque.
Cada noche para padre e hija era un ritual y desde que la madre faltó, más si cabe. Frank se juró a sí mismo, que por nada del mundo faltaría a la cita con su hija. Ella ya estaba preparada. Acostada con su pijama de dibujitos, embutida entre la sábana y el cubre de personajes infantiles con lunas, estrellas y cometas. Las paredes de su habitación daba la sensación de que uno se encontrará en medio de un bosque. El papel pintado con hermosos árboles de anchos troncos, en donde aparecían duendes verdes asomando sus narices entre la densa vegetación. Todo el entorno acompañado del libro de sus cuentos preferidos. Frank empezó a leer.
—¿Papi? —le interrumpe con inocencia.
—Dime preciosa —le contesta el padre solicito.
—¿Tú me aceptarías un trabajo? Pregunta con mucho aplomo.
—¿Qué? ¿Cómo? —contesta Frank estupefacto.
—Sí papá, no te hagas el tonto y si te niegas, sé muy bien dónde acudir —Responde la niña mirándole directamente a los ojos— Frank deja caer el libro y por primera vez en su vida, no reconoce a la dulce y frágil chiquilla, antes sus ojos se descubre poco más o menos, que a la niña del exorcista. ¿Qué ha sido del “Papi”? ¿Y esa dulce voz? ¿Dónde está mi hija?
—¡Papa!, atento o lo que voy a decir. Lo sé todo, sé a lo que te dedicas, mama me lo contó y puso un dinero a mi nombre, en una cuenta que tú desconoces. Ahora quiero que trabajes para mí. Capturarás al duende del cuento, pero no lo mates, lo quiero vivo.
—Pero… que locura es está… —Frank miraba a su hija de hito en hito, pudo ver esa mirada suya de joven cuando su sed asesina era más fuerte que el pago por sus servicios.
Mientras la situación no albergaba más solución que claudicar ante el capricho de su hija. La mente de Frank retrocedía unas horas atrás.

Qué suerte tienes Toro de no tener familia. Moristeis con dignidad, cuando te dije si estabas preparado, ni pestañeasteis. Un balazo directo a la frente y clic, lo mismo que cuando le das a un interruptor de la luz. Lo siento por tu bravo perro, no me quedó más remedio que sacrificarlo. Ahora estáis él y tú, alimentando a tus hortalizas.
Qué viejo estoy para esto…
Fin.
Dedicado a Raquel. Un abrazo.
J.M. Martínez Pedrós







Texto agregado el 17-06-2014, y leído por 117 visitantes. (1 voto)


Lectores Opinan
19-06-2014 Y gracias. Otra vez gracias. No merezco nada y me das mucho. Gracias nayru
19-06-2014 Vengo otra vez a deleitarme en tu historia, a ver a Toro cuidar con mimo exquisito de sus tomateras, a Roco jugueteando (otro guiño a otro cuento anterior), a conocer la voz de Frank y descubrir el lado oscuro de la pequeña Lili. Vengo a darte una vez más la enhorabuena por este increible cuento en el que fuiste capaz de hacer confluir infinidad de elementos que han dado cuerpo a un todo fabuloso nayru
17-06-2014 Bien narrado. Y si está dedicado, vale mucho más! No me esperaba el final. raulrojas
 
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